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Michael y Arnold se encontraban en el pub North Pole en la calle del mismo nombre, en Shepherd's Bush. Estaban celebrando el nuevo puesto de Arnold, y Michael había acudido para darle algunos consejos acerca de su nueva situación dentro de la comunidad, aunque también para reforzar el lazo que se había establecido entre los dos; ambos se aseguraban de que ninguno dejaría al otro fuera de cualquier cuestión que supusiese un beneficio para los dos.

– Donald Hart te ha hecho un favor de los grandes. Hasta Danny Boy está hasta el gorro de Jonjo.

Arnold asintió. Su enorme cabeza, con esas trenzas tan gruesas, parecía demasiado pesada para su cuerpo, a pesar de que le daba un aspecto que atraía las miradas de algunas mujeres que estaban sentadas en el pub. Michael se acomodó en su asiento y las observó. A Danny Boy le sucedía lo mismo. Se quedaban prendadas de él nada más entrar en una habitación. Suponía que se debía a su tamaño, pero él tampoco era un hombre pequeño. La razón estribaba en que a Danny no le costaba en absoluto arrastrar su cuerpo y, además, tenía la ventaja de parecer siempre de cacería. Miraba a las mujeres de tal forma que les hacía pensar que ya les había echado el ojo y que eso podía cambiar sus vidas. Cosa que ocurría, aunque no en la forma que esperaban.

Arnold dio un sorbo a su cerveza negra y sonrió ligeramente.

– Aún no puedo creer que haya sido tan fácil. Pensé que Danny armaría un escándalo y me mandaría al carajo.

Michael negó con la cabeza.

– Una de las razones por las que Danny ha llegado tan lejos es porque jamás respalda a un perdedor. Te puso para que vigilases a su hermano, pero probablemente esté sorprendido de que hayas tardado tanto en quejarte de él. Danny Boy es cualquier cosa menos estúpido. Lo que me preocupa es que de nuevo está mostrando síntomas de andar mal de la cabeza. Le pasa con frecuencia y, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, ya no hay quien le pare. Es un aviso que te doy. Si crees que has conocido su peor parte, te diré que hasta ahora no has visto nada.

Arnold suspiró profundamente; miraba a su alrededor, dando gracias a la vida por haberle dado tanto, cuando se hubiese conformado con mucho menos. Tosió y se llevó la mano a la boca como un caballero bien educado. En cierto sentido, había esperado que Michael le dijese algo parecido, pues comprendía perfectamente que deseara tenerlo como aliado. Después de su encontronazo, cuando acusó a Danny Boy de ser un chivato, recibía de buen grado y con suma alegría ese nuevo gesto de amistad. Aquello significaba que por fin era aceptado dentro de la organización Cadogan. Si Michael deseaba tenerlo de su lado, tendría la oportunidad de abrirse camino. En muchos aspectos, era una alianza secreta, ya que ambos sabían que se unirían para ponerse en contra del mismo hombre.

Arnold volvió a asentir. Miró de frente a Michael y levantó el vaso en señal de aceptación, un gesto que daba a entender que comprendía perfectamente lo que esperaba de él, que sabía lo que le estaba pidiendo y que estaba dispuesto a hacer lo necesario para salvaguardar sus vidas.

Todo el mundo sabía que Danny Boy estaba mal de la olla, que su violencia producía el efecto deseado en la mayoría de las personas. Sin embargo, también era sabido que esa misma violencia, cuando era incapaz de controlarla e iba dirigida a cualquiera a quien le hubiese cogido manía, podía ser algún día la causa de su derrocamiento.

Hasta ese momento, Michael había logrado contener los daños, pero cada día resultaba más difícil convencer a las partes implicadas. Danny Boy había eliminado a un poli y eso era algo que no pasarían por alto con facilidad, ni tan siquiera los polis corruptos con los que tenían que bregar a diario. Resultaba imposible tener una empresa de esa magnitud sin la aprobación oculta de las agencias gubernamentales. Todo el mundo necesitaba dinero y eso era precisamente lo que a ellos les sobraba. Desde que habían empezado a trabajar en España ganaban más que una empresa multinacional y vivían bien, aunque no tanto como hubiesen podido. No había necesidad de hacer público su éxito, ni de llamar la atención de Hacienda. Algún día vivirían como reyes y disfrutarían de lo acumulado, pero eso lo tenía planeado para el futuro, cuando ya estuviesen muy lejos de allí y nadie les pudiera hacer el más mínimo daño.

Por desgracia, muchos de los polis que tenían a sueldo tenían la desagradable costumbre de alardear demasiado de lo que ganaban, razón que provocaba que los más pobres y menos extravagantes investigasen sus ganancias. Su ostentosa forma de vivir les causaba muchos problemas y, de vez en cuando, necesitaban que alguien se lo recordase. Un Rolex o un nuevo Mercedes no encajaba en el aparcamiento de una comisaría de policía y, a menos que alguien de su familia hubiese fallecido y le hubiera dejado una fortuna, no había forma de explicar tal cosa. Eso llamaba la atención de todo el mundo y no resultaba beneficioso para los negocios. Por qué no se lo montaban más discretamente era algo que no alcanzaba a comprender. Era como si no pudiesen esperar hasta mejor momento para enseñarles a sus colegas sus posesiones. Colegas que podían ponerlos a buen recaudo por un tiempo. La verdad es que no era muy inteligente de su parte, pero tenían sus manías y, precisamente por ellas, se dejaban sobornar. Michael también comprendía que unas cuantas libras de más alterasen la vida de una persona que jamás se había visto en posesión de tanto dinero. Era normal, además de algo que tenía muy en cuenta antes de reclutar a nadie. El dinero, una bonita suma de dinero, era lo que los llevaba a la perdición y solía ser también la causa de su repentina muerte. Parecía que les quemara los bolsillos y, si no se controlabany empezaban a despilfarrar, había que meterlos en cintura. Esa repentina riqueza era lo que los convertía en personas ambiciosas, y había observado en muchas ocasiones lo rápido que se gastaban su primera paga y lo muy rápido que volvían a por más. Y lo mucho que estaban dispuestos a hacer con tal de ganarse un par de los grandes. Michael prefería a los jugadores porque jamás tenían el dinero suficiente tiempo como para ir alardeando y, si ganaban, lo apostaban de nuevo a un caballo, a un galgo o en una partida de cartas. Aun así, se estaba convirtiendo en un verdadero problema mantenerlos a todos a raya.

Ésa era otra de las razones por las que le había pedido a Arnold que se encontrase con él allí; pensaba tener una entrevista con alguien que les iba a ser muy útil en el futuro, pero que necesitaba de una seria advertencia antes de que los metiera a todos, él incluido, en un problema.

Justo en ese momento, el detective Jeremy Marsh entró en el pub. Era un hombre alto, delgado, con el rostro afilado, los dientes amarillos y un semblante que no inspiraba la menor confianza. Tenía el aspecto de un chulo de putas en su día libre. Desde su pelo cardado hasta su anillo decían lo que era: un jodido capullo, un completo idiota. Llevaba un traje tan caro como llamativo, quizá no muy adecuado, pues era dos tallas mayor de la apropiada. Michael dedujo que eso se debía a la adicción a la cocaína que había adquirido en los últimos seis meses. Tenía los ojos vidriosos de los cocainómanos, pero no de esos que toman la droga para romper con su rutina diaria o para mantenerse despierto, sino para ponerse hasta el cogote de ella.

Michael suspiró al ver los síntomas de un paranoico, al ver todos los indicios que advertían de que ese hombre ya no estaba dispuesto a recibir consejos amistosos de nadie. Se dio cuenta de que tenía delante un hombre con los días contados. Dejándose caer en una silla frente a ellos, Jeremy Marsh sonrió de oreja a oreja, abriendo completamente la boca, lo cual no resultaba agradable. Su mirada desorbitada y el sudor que le impregnaba la cara provocaba el rechazo de cualquiera. Se veía que estaba completamente colocado. Parecía brincar en el asiento y sus movimientos era tan compulsivos que apenas lograba encender un cigarrillo. Pidió una copa. La mano que sostenía el encendedor señalaba a la multitud mientras intentaba en vano encender el cigarrillo que le colgaba en la boca.