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Danny vio que se aproximaban las luces de un coche y se levantó expectante. Oyó que los perros ladraban y que el guardia acudía para atarlos con el fin de que sus invitados pudiesen entrar sin ser devorados.

Un suave golpe en la puerta le dibujó una sonrisa en la cara. Le gustaba la gente de buenos modales, siempre había sabido apreciar esa decencia que últimamente parecía estar perdiéndose. Abrió la puerta y, alegremente, respondió:

– Pasa, muchacho, y ponte cómodo.

Danny le hizo un gesto para que tomase asiento.

Donald Hart entró en la habitación con suma inquietud y vestido con su mejor traje. Resultaba evidente, no sólo por lo nuevo que estaba, sino por lo incómodo que parecía embutido en él. Aun así, se había esforzado y Danny le agradeció el gesto porque denotaba respeto, no sólo por él, sino por el muchacho en cuestión; una cualidad que Danny Boy sabía que le haría abrirse camino. Después de todo, estaba allí por haberse hecho valer, por haberle dado una buena tunda a Jonjo. A Danny no le podía haber causado mejor impresión si le hubiese traído la cabeza de un poli de la Brigada Criminal servida en una bandeja.

– ¿Todo va bien, Donald?

El muchacho asintió nerviosamente.

A Danny Boy le gustaba su aspecto. Ya le había demostrado que los tenía muy bien puestos y, por lo que se había enterado ese mismo día, el muchacho gozaba de una buena reputación. Al parecer, era de fiar y muy astuto. Además, tenía una retahíla de hermanos a los que cuidar. Su padre, un jamaicano, había desaparecido del mapa dejándolo al cuidado de tres hermanos que dependían de él para comer, además de su madre, una mujer de buen ver que, gracias a su hijo, se encontraba en una buena situación. Tenía una pequeña empresa que dirigía desde su casa y el muchacho le había proporcionado el dinero para ponerla en marcha, una empresa de limpieza que contrataba a muchas mujeres que necesitaban trabajo. También la ayudaba a pagar la hipoteca y las facturas. Su madre era muy conocida por su generosidad con la gente a la que la suerte no le sonreía y con aquellos que necesitaban un lugar seguro durante unos cuantos días. Tampoco se mostraba contraria a dar su dirección para que alguien lograse la libertad bajo fianza. Era una mujer muy versátil que le había transmitido su sabiduría a su hijo.

Danny Boy estaba más que impresionado con el muchacho y su decisión de abrirse camino en la vida. De alguna manera, era como si se viese a sí mismo. De hecho, ahora consideraba la humillación de su hermano como un regalo del destino, ya que le había hecho conocer a Donald. Pensaba ayudar a ese muchacho en todo lo que pudiese. Como decía la Biblia, «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

Pues bien, el muchacho había pecado, ya que le había dado una tunda a su hermano. En su mundo, ése era un pecado mortal, un pecado muy grave. Sin embargo, él no tenía la menor intención de arrojarle ninguna piedra, sino todo lo contrario, lo iba a recompensar por tener tantas agallas. Comprendía los principios del muchacho y, hasta cierto punto, admiraba el modo en que había resuelto la situación. Cualquier otro se hubiese achantado, habría pensado en él, en Danny Boy, y no en su autoestima. El era un pecador reconocido, al igual que ese joven, y, cuando le enseñase todo lo que tenía que enseñarle, el chico sería un pecador de enormes proporciones.

Que sea la pasma la que tire la primera piedra si quiere, que Danny Boy, como siempre, estará dispuesto a tratar con ellos. Él contaba con una cualidad que muy pocos tenían, y era su habilidad para reconocer en quién podía confiar y en quién no. Y él confiaba en ese muchacho y pensaba cubrirlo de gloria porque sabía que le sería recompensado con creces.

Marsh llevaba un buen rato sin decir una palabra y Arnold empezaba a impacientarse.

– Dale un codazo, no vaya a ser que se haya muerto de una sobredosis.

La voz de Michael sonaba a mofa, ya que sabía que los cocainómanos podían pasar de un estado muy alterado a una situación de completo retraimiento.

– ¿Se encuentra bien, Michael?

– Por supuesto que sí. Lo único que le pasa es que está cagado de miedo. Sabe que se ha pasado de la raya y ahora teme el castigo.

Al contrario que Arnold, que estaba verdaderamente preocupado por su víctima, Michael interpretaba su papel.

Michael conocía por experiencia el poder de una amenaza. El miedo a que algo pudiera suceder era aún peor que un ataque personal, aunque a Marsh también le daría de esa medicina, ya que una amenaza no tenía ningún sentido si luego no se llevaba a cabo.

Michael estaba de acuerdo con Danny Boy en que las leyes no eran eficientes porque jamás se llegaban a cumplir en su totalidad. A menos que el delito implicase dinero o propiedad, el sistema judicial consideraba oportuno poner a la gente en libertad. Resultaba irrisorio permitir que los rateros y la gente de esa calaña estuvieran libres. Por eso, la gente joven ya no tenía límites ni pautas. El hecho de que fuesen jóvenes ya era más que suficiente para que saliesen con bien de cualquier delito, hasta del asesinato. Asesinatos sin razón ninguna, asesinatos de completos extraños por unas cuantas libras y un rifle en la nevera de la víctima antes de regresar a casa con papá y mamá. Resultaba ultrajante ver cómo esa gente se las apañaba para salir libre de cualquier asunto. Si le guardaban rencor a alguien era por una buena razón, y la persona en cuestión conocía de sobra el posible resultado de sus fechorías. Robar a una ancianita, aterrorizarla, arrebatarle su pensión, se consideraba un delito menor y se conseguía la libertad condicional. Sin embargo, si robabas una caja de ahorros, podías estar seguro de que no verías la luz del día al menos en doce años. No era justo, y hasta el público en general estaba llegando a considerarlo desde ese punto de vista. Un ratero apenas cumplía condena, a menos que asaltase la casa de un lord o alguien importante. Lo mismo les sucedía a los timadores que se aprovechaban de los ancianos. Eran chulos que debían ser encerrados y apartados de la sociedad, personas que, por sus propias acciones y por su completo y total menosprecio por los más débiles, habían perdido el derecho a deambular por las calles.

Pues bien, allí estaban ellos con uno de los llamados pilares de la sociedad, un poli cuya obsesión por el juego sólo era superada por su adicción a la cocaína. Un hombre que les había sido presentado por su jefe, otro poli corrupto que sólo se salvaba porque estaba de acuerdo con ellos en que la ley parecía favorecer a los peleles de la sociedad. Ese hombre era el responsable de proteger y cuidar a las personas honestas de la sociedad, personas a las que ni Michael ni sus colegas tenían el más mínimo interés en robar, si acaso todo lo contrario, pues serían los primeros en denunciar semejante ocurrencia. Sin embargo, los que eran considerados como la escoria de la sociedad eran ellos, no ese hombre ni los empleados de la compañía del gas que trucaban los contadores para robarle a la empresa. Los polis corruptos siempre lo ponían de mala leche, especialmente cuando se pasaban de la raya, cuando se creían más útiles de lo que eran en realidad, como el caso del que tenía delante, que era sumamente estúpido, bebía más de la cuenta y creía estar fuera de su jurisdicción. ¿Por qué los policías siempre creían controlar la situación, cuando aceptaban dinero suyo todas las semanas, y sólo por eso tenían que renunciar a cualquier recompensa que pudieran recibir por ser polis honestos? Eran unos rastreros que se sentían felices traicionando a las personas que trabajaban con ellos y a las personas a las que se suponía que debían proteger.

Michael se metió en una calleja bastante sucia y condujo bajo la luz de la luna. Arnold miró a su alrededor, interesado.

– ¿Dónde estamos?

Michael continuó por un pequeño sendero y aparcó el coche bajo un enorme roble.