Выбрать главу

Michael sabía que su amigo tenía razón. Habían cobrado una deuda de juego para Lawrence, algo muy normal en los últimos tiempos, sólo que esta vez el hombre al que tenían que cobrar la deuda había sido lo bastante afortunado como para tener un golpe de suerte esa misma tarde. De hecho, tenía dinero de sobra para pagar la deuda y para meterse en una nueva. Ellos cogieron el dinero de Lawrence, tal como se esperaba, pero luego decidieron quedarse con el resto para darle una lección. Al menos, eso fue lo que se dijeron uno al otro. Estaban tan colgados que en realidad le robaron, incluso llegaron a encañonarlo con una pistola. Le vieron el manojo de billetes y decidieron que tenían derecho a llevarse un porcentaje por las molestias que se habían tomado buscando a ese cabrón por todo el Smoke.

El hombre en cuestión, un tal Jimmy Powell, no era precisamente conocido por tener demasiados amigos y se había ocultado tan bien que ellos se habían demorado en el cobro de la deuda; por eso, cuando lo vieron, decidieron darle una buena zurra, no porque quisieran quedarse con el dinero, sino porque se había reído y mofado de ellos. Había cometido el error de no tomarlos en serio, más aún teniendo dinero para pagarles. Y lo que es peor, había pensado que iba a salirse con la suya.

Había sido un robo en toda regla, pero también un dinero fácil. Pensaron que lo único que habían hecho era aprovechar una oportunidad que se les había presentado; por tanto, ¿qué había de malo en ello? No habían sido los primeros ni serían los últimos en aprovechar la oportunidad de llevarse un pellizco por su cuenta. Además, el hombre en cuestión no estaba en situación de quejarse. Después de todo, él tenía la culpa de que hubieran recurrido a ellos. Lo malo era que lo habían pillado con más dinero de la cuenta. Quince de los grandes no era moco de pavo y el tipo era un mierdecilla que se había escabullido alegremente mientras ellos llevaban semanas buscándolo. Pensaban que se merecían ese dinero extra por su dedicación al trabajo y por el mero hecho de haberse burlado de ellos. Sin embargo, ambos sabían que había algo más, que era la forma en que Danny Boy quería decirle a Lawrence que no estaba contento con la situación. Los estaba utilizando como recaderos, algo que Danny le recordaba cada vez que tenía ocasión, pero se había equivocado con ellos pensando que por unas pocas libras tenía garantizada su lealtad.

Los estaba poniendo a prueba, ellos lo sabían y, lo que es peor, sabían que él lo sabía. En los últimos años los había utilizado para hacer el trabajo sucio y ellos habían respondido bien y de buena manera. Pero ahora ya tenían veinte años, se habían hecho hombres y ambicionaban más de lo que él les ofrecía. El dinero era algo fácil de conseguir, ambos tenían un don para hacerlo. Danny, además, se estaba impacientando y quería librarse de esa atadura para hacer lo que quisiera cuando quisiera. Michael sabía que Danny era capaz de lograrlo y, como de costumbre, lo arrastraría a él también. No era la primera vez que se habían salido de la línea, ni tampoco sería la última, pero era la primera vez que se habían llevado un buen dinero, una cantidad cuantiosa, dinero de un gánster, además.

Bueno, ahora lo único que podían hacer era ver cómo se sucedían los acontecimientos. Las cosas habían salido así y ellos se habían aprovechado de la oportunidad, por lo que no les quedaba otra opción que esperar y ver cómo se resolvía el asunto.

Michael, al igual que Danny Boy, tampoco sabía a ciencia cierta si le darían una paliza cuando menos lo esperaran o recibirían la aprobación que tanto ansiaba Danny. En cualquier caso, ambos lo sabrían antes de que se acabase el día.

Mary Miles tenía quince años y, fuese donde fuese, atraía las miradas de todos. La atención que le prestaban no era la debida, lo sabía porque su madre se había encargado de hacerla sentirse culpable por ello. Se comportaba como si Mary pudiera evitar que eso sucediera. Los hombres, jóvenes y mayores, la miraban y se sentían tan atraídos por ella que podía palpar el deseo, a pesar de que no hacía nada para suscitarlo.

Al cumplir los doce, había desarrollado en un santiamén un pecho que era la envidia de todas sus compañeras de escuela. Sin embargo, su madre la hacía sentir como si lo hubiera hecho con el único fin de contrariarla. Cuanto más guapa y atractiva se ponía, más responsable se sentía por el malestar de su madre y menos estima se tenía. Pensaba que tenía un cuerpo grotesco y escuchaba incrédula cómo su madre le advertía que terminaría mal. Cada vez que su madre se emborrachaba, cosa que sucedía a cada momento, se dedicaba a destruirla. Siempre estaba en boca de todos. Su capacidad para ingerir alcohol era legendaria, pero conservaba la sensatez necesaria para asegurarse de que su hija no saliese nunca a la calle con sus amigas. Michael, a quien Mary adoraba, era aún más dominante y la tenía más controlada que su madre en muchos aspectos, pero él, al menos, lo hacía por su bien.

Cuando se arrodilló en la iglesia, Mary notó la mirada de su madre puesta en ella. Empezó a rezar intensamente, como solía hacer, rezar por lo único que deseaba en este mundo: alejarse. Alejarse no de su madre, sino del medio donde había nacido. Alejarse del alcohol, de la miseria, de la constante vigilancia que se precisaba para vivir en ese mundo. Mary odiaba la forma en que la coaccionaban para que hiciera lo que se esperaba de ella. Su madre tenía un don especial para provocarle un desánimo que otras chicas, las que se decían más experimentadas, habrían tardado años en comprender. Mary sabía por qué la miraban los hombres; de hecho, a veces hasta disfrutaba con ello porque era el único poder que tenía. Además, eso molestaba a su madre, lo cual era un aliciente más.

Mary se parecía a su madre. Ambas eran muy bellas, pero mientras Mary ansiaba disfrutar de ello, su madre procuraba que no siguiera su mismo camino, que no echase a perder su vida con alguien a quien después ya no vería ni por asomo. La religión era su único consuelo y la había acogido con tal fervor que eso le había dado cierto caché al cura entre su círculo de amistades. No importaba lo borracha que estuviese, siempre iba a la misa del gallo; era una forma de justificar su comportamiento. No importaba de qué la acusasen, cosa que solía suceder con frecuencia al final de sus escapadas, siempre asistía a misa religiosamente. Ese juego de palabras siempre la hacía reír, pero la hipocresía formaba parte de su vida.

Pensaba vigilar a su hija como si fuese un halcón y pensaba asegurarse personalmente de que no se echaría en brazos del primer cabrón inútil que se presentase. Si usaba el sentido común, le encontraría un buen partido, pero sólo si la vigilaba estrechamente y ella seguía sus consejos. Se estaba haciendo mujer; los hombres se interesaban por ella, y ella empezaba a sentir lo mismo. Por esa razón, la señora Miles quería asegurarse de que su hija terminase con alguien que le diese algo más que hijos y quebraderos de cabeza. Quería que encontrase a alguien que cuidase de ella, alguien que le diese no sólo un puñado de libras, sino un lugar respetable en la familia. Quería que su hija supiese que, una vez que se acababa eso que llamaban amor, a muy pocas mujeres les quedaba nada, salvo seguir existiendo. Una vez que la belleza se desvanecía y su cuerpo empezaba a engordar y descolgarse, lo único que les quedaba era tratar de seguir adelante, ya que para entonces tenían un racimo de niños colgando de sus pechos que acaparaban toda su existencia.

Ella lo sabía de sobra. Se había limitado a existir durante años y ahora dependía de su hijo para que le proporcionase el sustento diario. Michael era un buen muchacho, pero sin Cadogan hacía tiempo que se habría hundido en la miseria. Al igual que su padre, carecía de agallas y, si él le fallaba, su hija sería la gallina de los huevos de oro. Si Michael se hacía valer, podría encontrar un buen partido para ella y sería respetada. Sin él, seguro que caería en manos de un guaperas que tuviera unos bonitos dientes y mucha labia.