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Lawrence Mangan miró a los dos jóvenes, sabiendo que no tardarían en darle problemas si no los ponía en su sitio. Sonrió, con esa sonrisa tan fácil y peculiar suya. Se percató de la animosidad de Danny Cadogan y, de alguna manera, sintió admiración por el muchacho que tenía delante. Admiración porque creía plenamente en sí mismo y en lo que hacía, sin importarle lo que los demás pensasen al respecto.

Danny era una persona arrogante y Lawrence sabía que se había ganado la admiración de muchos peces gordos. De hecho, en ese momento, quizá fuese su principal arma, ya que más de un capo aprovechaba y utilizaba su antagonismo natural. El muchacho también sabía de lo que era capaz y se deleitaba demostrándolo con sus hechos y en su forma de comportarse. Lawrence pensó que las predicciones de Louie se habían cumplido: el muchacho aspiraba a lo más alto y, cuando se decidiera a ascender, nadie se interpondría en su camino. Por tanto, tenía que asegurarse de que en el futuro se sintiese más valorado y perdonarle por su última fechoría. Debería cuidarse las espaldas y, cuando lo considerase oportuno, sabría instintivamente qué hacer. El muchacho era una anomalía y pensaba utilizarlo y aprovecharse de él hasta que tomase una decisión al respecto.

Había infravalorado a ese muchacho; además, cuando vio su casa, se percató de por qué tenía tanta necesidad de hacerse valer. Su casa era un agujero de mala muerte, un agujero muy limpio, eso había que admitirlo, pero un agujero. Danny Boy Cadogan había dejado tullido a su propio padre, por tanto no tendría el más mínimo problema en hacerle otro tanto a cualquiera que se interpusiese en su camino. Deseaba convertirse en un capo, un verdadero capo, y estaba dispuesto a lograrlo aunque para eso tuviese que quitar de en medio al más pintado.

Hubo un silencio tenso y molesto hasta que Michael lo rompió hablando con tranquilidad y respeto.

– ¿Le sirvo una copa, señor Mangan?

Ese comentario relajó el ambiente y la tensión se desvaneció cuando Lawrence sonrió de nuevo y asintió con la cabeza. Luego, alegremente, dijo:

– ¡Sois unos cabrones! Habéis dejado tieso a Jimmy Powell.

Danny se dio cuenta de que se había librado de que le echase una reprimenda y eso le hizo sentirse bien. Le gustaba llegar al límite y Lawrence Mangan era la primera de una serie de personas a las cuales pensaba dejarle claro hasta dónde llegaban los suyos. Para empezar, ya se había pasado de la raya y se había salido con la suya. Además, estaba amasando un buen dinero y pensaba utilizarlo para aumentar su potencial. A Mangan no le quedaba otra opción que dejarle el camino libre, y Danny estaba dispuesto a trabajar duro y esperar pacientemente hasta que se le presentase la siguiente oportunidad. El dinero era esencial para llevar a cabo sus planes y pensaba amasar el suficiente como para poner remedio a cualquier inconveniente que se le presentase, y eso incluía al hombre que tenía delante. Cuando llegase el momento oportuno, lo quitaría de en medio y le arrebataría todo lo que le había dado. Además, pensaba hacerlo con el mínimo de ruido y el mayor dolor posible. Utilizaría a ese cabrón como trampolín para su carrera delictiva, pero, hasta entonces, haría todo lo que le pidiese con una sonrisa complaciente.

Estaba decidido a conseguir todo lo que siempre había querido y deseado en la vida, de eso no le cabía duda.

Big Danny Cadogan se había enterado de la última hazaña de su hijo y, desde entonces, se había sentido sumamente molesto. De hecho, se había convertido en el tema de conversación de todos y eso le irritaba más de lo que quería admitir. El muchacho se estaba convirtiendo en una leyenda en su propio ambiente y los celos le estaban carcomiendo como un cáncer.

Mientras tomaba el té y hojeaba el Racing Post, observaba de reojo cómo su hijo más pequeño andaba detrás de su hermano tratando de pedirle un favor como si fuese el hombre de la casa, cosa que, a fin de cuentas, es lo que era.

– ¿Por qué me dices eso, Jonjo?

Danny Boy hablaba con un tono meloso, lleno de afecto y fraternidad. Jonjo estaba muy ligado a su hermano, todo lo ligado que se podía estar.

– Por favor, Danny, todo el mundo va a tener una por Navidad.

Jonjo miraba fijamente a Danny, convencido de que si se lo pedía varias veces, terminaría por concedérselo.

Así sucedía siempre, más si se lo pedía delante de su padre. Jonjo sabía que a Danny Boy le gustaba alardear de quién era el que mandaba en casa, demostrar que era capaz de cuidar de su familia. Le encantaba ver a su padre humillado por su hermano pequeño y sus necesidades. Ese tipo de cosas eran las que le hacían sentirse bien y feliz, al menos durante un rato.

– Creo que tienes muchas opciones de que te la regale por Navidad, Jonjo, pero sólo si ayudas a mamá en la casa y cuidas de tu hermana pequeña. Tenemos que cuidar los unos de los otros. Al fin y al cabo, la familia lo es todo, colega.

Jonjo emitió un suspiro de alivio, un largo y prolongado suspiro que dejó claro a todos los presentes que daba por hecho que le regalaría la bicicleta de carreras si no hacía una de las suyas, por supuesto.

– Ya sabes que cuido de ellas, Danny. Yo siempre hago lo que me corresponde.

Fue una indirecta muy inteligente dirigida a su padre, a sabiendas de que suscitaría una sonrisa en la cara de Danny.

Ange escuchaba compungida. Aunque estaba agradecida porque ya no tenía que trabajar tan duro como antes, lamentaba que su marido hubiese perdido el respeto y el amor de sus hijos. Aunque tuviesen razón y él no fuese nada más que un puñetero holgazán, era su puñetero holgazán y eso era lo único que a ella le importaba.

A Danny Boy se le estaban subiendo demasiado los humos y ella ya no sabía cómo manejarlo. Desde que había perdido su último hijo, Danny se había distanciado de ella, y Ange no sabía cómo recuperar algún tipo de relación con él sin pelear de nuevo por que su marido recuperase su lugar en la casa. La rueda de la vida te machaca lentamente, solía decir su madre, pero ella se estaba cansando de esperar a que pasase.

Su hija entró tan campante en la cocina, con el pelo brillante y los dientes relucientes. Al ver a Danny Boy se le iluminó la cara. La niña era la única alegría de su vida y ella lo sabía, y no sólo eso, también se aseguraba de que sus padres se dieran cuenta de ello. Era una chica muy astuta que necesitaba que alguien le bajase los humos, algo que Ange estaría dispuesta a hacer cuando llegase el momento oportuno. Entonces, que Dios la ayudase porque iba a disfrutar borrándole esa sonrisa de su bonita cara a bofetones.

Cuando Annuncia miró a su madre con su acostumbrada e irritante altanería, Ange tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre ella en ese mismo instante. Esperó a que la niña se sentase y luego le colocó un plato con huevos y beicon; la tensión entre las dos se podía palpar.

Danny Boy observaba el ritual de todos los días entre su madre y su hermana y, echándose hacia delante, le gritó:

– ¿Por qué no le das las gracias a tu madre?

Lo dijo con tanta rabia que la madre y la hija se sobresaltaron.

– Acaba de prepararte el desayuno y tú, que te crees una reina, no le dices ni lo más mínimo.

– Perdona, Danny. Gracias, mamá.

Miraba a su madre con ojos asustados y la voz le temblaba por la emoción. No miró a su padre porque sabía de sobra que no tendría el valor de defenderla.

Ange trató de relajar la situación, ya que la pena que le inspiraba su hija la hacía olvidar sus anteriores resquemores.

– Es sólo una niña, Danny. Seguro que me lo agradece, ¿verdad que sí, hija?

Jonjo empujó el plato vacío y se echó sobre el respaldo de la silla con la esperanza de que esa discusión no redujera sus probabilidades de conseguir la bicicleta y de que su hermana no lo fastidiase todo, como siempre. Danny Boy, una vez más, había dejado claro a todos los presentes quién era el que mandaba.