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Era una verdad tan grande como un piano. Estábamos en los ochenta, los viejos carrozas estaban acabados y la nueva generación estaba dispuesta a coger las riendas. Ahora contaban con el beneficio añadido de salir en los periódicos, además del beneplácito de la opinión pública. El punk rock había sentado las bases del nuevo antihéroe; las personas tenían que pagar tantos impuestos que admiraban a cualquiera que tuviera el valor de tocarles los cojones a las autoridades.

Jamie, sin embargo, deseaba que Danny Boy quitara de en medio a su padre, lo que dejaría la puerta abierta para que los jóvenes como él se quedasen con lo suyo. Era la ley de las calles, la debilidad no estaba permitida y la violencia se justificaba si te llevaba adonde querías. De hecho, era lo que garantizaba que apareciesen nuevas generaciones, nuevos capos y, en última instancia, un nuevo orden social. Una vez que hiciese el trato con Danny Boy, su padre sería una cifra más de la estadística criminal cuyos antecedentes garantizaban un completo desinterés por parte de la pasma. Habría que soltarles algo de pasta, por supuesto, ya que, al fin y al cabo, todo el mundo tiene facturas que pagar, deudas que saldar y vacaciones que reservar.

Jamie tenía la sensación de que Danny aceptaría el trato, ya que, al igual que él, estaba buscando su lugar y esperaba pacientemente a que surgiera la oportunidad de convertirse en uno de los que conformaban el orden mundial. Las drogas y los clubes eran las dos principales fuentes de riqueza y ambos lo sabían mejor que nadie. También sabían cómo lograr que sus negocios fuesen aceptados y permitidos por los demás capos. En definitiva, que su razón era tan buena como otra cualquiera para quitar al viejo de en medio.

Danny sabía perfectamente a qué se debía su visita, no era ningún estúpido, pero tenía que representar su papel, simular que le sorprendía la audacia de lo que Jamie iba a pedirle, mostrar una reticencia que no sentía en absoluto y, después, aceptar el trato que pondría fin a la vida de su padre y diera comienzo a la suya. Era una lástima, pues a su manera había sido un buen padre, pero el hijo no tenía más remedio que cubrirse las espaldas. Además, le proporcionaría al viejo un buen entierro, con carroza de caballos, un buen ataúd y un banquete del que se hablaría durante meses. Después de todo, era lo menos que podía hacer.

Danny Cadogan podría haber escrito el guión por él, ambos lo sabían, por lo que el trato resultaba beneficioso para ambos. Juntos formarían una fuerza muy poderosa; estaban tan unidos que no se la jugarían el uno al otro. El respeto era lo más importante y Michael, que los observaba, se sorprendió de la facilidad con la que Danny se convenció de que había encontrado la conexión adecuada y de la facilidad con que engañaba a todo el mundo haciéndoles pensar que podían controlarle. Pues bien, Donald iba a ser utilizado como excusa para quitar de en medio también a Lawrence Mangan. Danny Boy quería matar dos pájaros de un solo tiro y, como Lawrence Mangan y Donald Carlton eran conocidos por ser asociados de la pasma y la hermandad criminal en general, lo considerarían como una venganza justa. Sin embargo, todo el mundo sabría la verdad: que Mangan estaba sacando de quicio a todo el mundo hablando constantemente mal de Danny desde que presenció el despiadado asesinato de Kenny. Si lograban solucionar ese problema, ambos ascenderían a la estratosfera de sus respectivos negocios. Y así sería. Danny había estado esperando algo parecido toda su vida y ahora no pensaba desaprovechar esa oportunidad. Los dos jóvenes sabían que había llegado su momento y ahora de lo único que tenían que preocuparse era de que lo planeado no repercutiera en su contra.

Ange estaba preocupada. Había oído muchos rumores acerca de la participación de su hijo no sólo en trapicheos de drogas, sino en asuntos mucho más importantes y peligrosos. Eso, en realidad, no le preocupaba, pues formaba parte del mundo en que vivían, además de que los beneficios de esos negocios le estaban reportando un estándar de vida del que disfrutaba plenamente. Lo que la preocupaba era que menospreciara sus consejos y los de su padre. Donald Carlton no era ningún estúpido. Como todos los demás, conocía el meollo del asunto y se enteraba de todo lo que sucedía a su alrededor. Ella se había enterado en la calle de que Jamie pretendía traicionar a su padre, por tanto era muy probable que él lo supiese también. Si era sincera, hasta su propio hijo era un escurridizo cabrón con el que había que tener cuidado, pero ella tenía que guardarlo en secreto y jamás lo había mencionado de puertas para fuera. Quien de verdad le preocupaba era su marido. Le costaba trabajo perdonar y olvidar lo que le había hecho, pero, como él se lo había buscado, no lo lamentaba mucho. Ange sabía que a su marido le resultaba difícil aceptar que su hijo llegara tan lejos en la vida, especialmente desde que le había jodido por completo la suya. Veía que Danny y Michael hablaban mucho de negocios delante de él y sabía que, al menos Danny, lo hacía a propósito porque disfrutaba tocándole las narices a su padre. Ange temía que su marido pudiera utilizar esa información para darle una lección a su hijo, que la utilizase para vengarse del hijo que, a ojos de todo el mundo, había usurpado su lugar. Desde entonces, la gente lo toleraba por el mero hecho de que su hijo le concedía cierto respeto en público, pero si Danny decidía anularlo, los demás le seguirían sin rechistar. Big Dan Cadogan llevaba mucho tiempo viviendo de prestado, siempre tenso, por lo que resultaba natural que pensase que la muerte de su hijo era la única forma de sentirse seguro, la única manera de que pudiese volver a andar con la cabeza bien alta. Donald Carlton apreciaría de veras un soplo como ése, seguro que se lo pagaba con un dinero que le serviría para vivir unos cuantos años. Aunque eso implicase la muerte de su hijo, Ange entendía que en ese momento de su vida aquélla sería una razón para que él le delatase.

Carlton era un cabrón de mucho cuidado y la paternidad de su hijo se convirtió en un tópico de conversación durante muchos años. Ahora era una leyenda urbana y, aunque el muchacho se parecía a su abuela paterna, su paternidad aún seguía preocupando a su padre. Todas las mujeres sabían que a los hombres les gustaba que los hijos que llevaban sus nombres también se pareciesen a ellos. Los hombres solían recalcar las semejanzas de sus hijos con un placer inaudito. Un solo cuco en el nido no era la situación más idónea y, como sólo tenía un hijo, Donald Carlton tenía buenas razones para considerar que fuese un impostor. Ninguna de sus mujeres se había quedado embarazada, sólo su esposa, y hasta ella tardó años en hacerlo antes de que anunciase a los cuatro vientos la llegada del joven James. Donald Carlton andaba ahora con una jovencita y, si lo que decían los rumores era cierto, se la tiraba cada vez que le era posible con la esperanza de dejarla preñada y redimirse él mismo.

Era una tragedia de por sí, pero además una situación muy peligrosa para su hijo mayor. Ange estaba entre la espada y la pared. Por un lado, estaba obligada a advertir a Danny Boy, dejando el nombre de su marido al margen, o dejar que las cosas fluyeran por su propio curso y enterrar a su marido o a su hijo mayor.

Se sentó a solas, se tomó el té y se quedó pensativa. Si se viera acorralada, no tendría duda a cuál de los dos protegería. La vida era una putada, no era justo que se viera obligada a decidir, pero ¿qué tenía de justo este mundo?

Gordon estaba hecho un manojo de nervios desde el día del funeral y había presenciado el último arrebato de Kenny. Mary contemplaba a su hermano mientras éste se preparaba un sándwich. Había observado que su hermano sufría de lo que la gente llamaba los nervios. Pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de Jonjo Cadogan, algo que no le molestaba, pero lo que sí le preocupaba era su afición por las drogas. Si no estaba bajo los efectos del Drinamyl, el nuevo nombre que se le daba a los ácidos, se pasaba el día dormido porque se había tomado un Mogadons. Los moggies, que así se les llamaba, eran pastillas para dormir que los yonquis tomaban antes o después de pegarse un chute.