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Consideraba a sus alumnos como la cruz de su vida, la escoria de la sociedad. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero no podía impedirlo. De hecho, cuanto más se lo permitían, más se ensañaba con ellos. Cuando los veía con esa mirada de terror y resignación, más deseaba denigrarlos y humillarlos, pues los consideraba una pandilla de criminales en potencia de los que no se podía sacar ningún provecho. Les enseñaba para nada, pues en cuanto entrasen en la cárcel se convertirían en carne de cañón, y eso le irritaba. Aquellos muchachos recibían educación sin que les costase lo más mínimo y ninguno parecía darse cuenta de la importancia de eso. ¿Cómo no darse a la bebida? Aquellos muchachos, con lo pobres que eran, tenían la oportunidad de abrirse camino sin que les costase un penique, ni a ellos, ni a su familia, y, sin embargo, no se aprovechaban de las circunstancias y no se daban cuenta de lo afortunados que eran. Aquello significaba poder elegir, algo de lo que carecía la mayor parte de la población mundial. Y a él no le quedaba más remedio que vivir con ellos, que tratar de educar a ese puñado de mierdas y todo por la sencilla razón de que no lo consideraban suficientemente bueno como para enviarlo a otro lugar donde sus lecciones se considerasen más meritorias. Si ellos representaban la escala más baja de la sociedad, ¿en qué lugar se encontraba él? ¿Por qué les resultaba tan extraño entonces que echase un traguito de vez en cuando para pasar el día?

Jonjo aceptó con resignación los golpes propinados por el padre, quien, una vez desahogada su rabia y con la mano dolorida, retrocedió tambaleante hasta su silla.

– Abrid vuestra Biblia -dijo- y buscar las revelaciones de San Juan Bautista. Para mañana os las debéis saber de punta a rabo, puesto que os voy a preguntar hasta la última palabra del texto. Y pobre de aquel que no se las sepa.

Los muchachos obedecieron, pues ya sabían de antemano que se las iba a pedir. Las revelaciones eran su tema favorito y había que sabérselas a pies juntillas.

Jonjo estaba deseando frotarse los hombros, pero sabía que más le valía no hacerlo porque el padre Patrick podría sorprenderle y entonces empezaría de nuevo con la misma monserga. Apretó los dientes y le rezó a la Virgen para pedirle que pusiera fin a sus insaciables deseos de ver al padre muerto de una vez por todas.

El padre Patrick vio la cara del muchacho y dijo en tono enfadado:

– Tú, enano, a partir de mañana asistirás a la primera misa de la mañana durante una semana.

– Sí señor, digo, padre.

La misa de las seis de las mañana era una verdadera tortura, ya que tenía que levantarse a eso de las cinco y media para asistir a ella. El lado positivo es que su madre siempre asistía, así que no le faltaría compañía, algo que también le agradaba a ella. Además, si comulgaba, le recompensaba con un desayuno bastante espléndido: un huevo y rebanadas de pan frito, por lo menos. Su madre les recompensaba de esa manera por su sacrificio y soñaba con el día en que la acompañasen todos a la misa matinal, aunque sólo fuese para provocar la envidia de las demás mujeres. A su madre le preocupaba enormemente lo que pensasen los demás, especialmente si se trataba de religión o de temas relacionados con la iglesia. Sin embargo, era una pena que sólo la acompañasen cuando se veían en dificultades, aunque no permitía que esa menudencia le aguase su felicidad. Verlos asistir a misa ya le resultaba más que grato y, al igual que su hermano, Jonjo tenía muy pocas cosas en la vida de las que disfrutaba como para echarlas a perder.

Jonjo regresó al mundo de los vivos porque el padre empezó a tomarla de nuevo con un chico italiano con los ojos negros y grandes, y una tos asmática.

– ¿Qué le pasa a esta clase? ¿Está sufriendo una epidemia de narcolepsia galopante? ¿Acaso la enfermedad del sueño está sustituyendo al aburrimiento y hastío con el que me enfrento a diario o es que, una vez más, el mortífero ataque de esa estupidez hereditaria, mi gran enemiga, ha vuelto a asomar su cabeza? Una típica queja de los ingleses, algo que jamás vi en todos los años que pasé en Irlanda.

El padre Patrick siempre comentaba lo mismo, casi a diario les soltaba esa cantinela, sin esperar respuesta. Hablaba por el mero hecho de hablar, por el placer de oír su propia voz.

Jonjo se relajó y se frotó los hombros disimuladamente, preguntándose si su hermana se encontraría bien, ya que era el primer día que asistía a la escuela y el primer día que no estaba bajo la estrecha vigilancia de sus hermanos. Jonjo, a los ocho años, ya comprendía lo importante que eran los lazos familiares y cuidar de su hermana, pues su madre se lo había inculcado desde el principio.

– Quiero mi dinero, señora Reardon.

La señora Reardon miró a la mujer diminuta que estaba de pie, en la puerta de su casa, y sonrió con una facilidad que no dejaba traslucir su comportamiento habitual. Con toda la inocencia del mundo respondió:

– ¿De qué dinero habla, señora Cadogan?

Simulaba estar interesada en la respuesta que pudiera darle. Tenía los brazos cruzados sobre sus enormes pechos, las piernas separadas y la postura de un luchador callejero. Era una mujer con la que más valía no enfrentarse, y ella lo sabía, pues se había ganado a pulso su reputación. Y aquella enana con el pelo negro y espeso, y las mejillas encendidas de rabia, estaba a punto de aprenderlo. Si las cosas se ponían feas, le daría la paliza del siglo antes de ponerla de patitas en la calle y amenazarla con ir a la policía. Las irlandesas eran famosas por su temperamento, por lo vagas que eran y por querer la paga de un día por no hacer nada.

– Usted ya sabe a qué dinero me refiero y le advierto que, si no me lo da, lamentará para siempre este día.

Elsie Reardon se quedó impresionada a pesar de todo. Se encargaba de buscar asistentas externas y luego de cobrar por los servicios, pero solía quedarse con el dinero. Mujeres como ésa las había a millones; antes de que se hubiese marchado ya habría cincuenta esperando ocupar su puesto. Limpiar no era una tarea difícil, porque hasta la más inútil sabía fregar los suelos o limpiar ventanas. Sabía que las primeras semanas siempre trabajaban con ganas, por lo que las amas de casa quedaban muy satisfechas y solicitaban sus servicios con cierta regularidad. Que cambiase tanto la plantilla no era algo que sorprendiese a las personas que la contrataban, así que casi siempre terminaba quedándose con todo el dinero.

– Perdona, señorita, pero te he dado una oportunidad y no has dado la talla. La señora de la casa me ha dicho que le enviase a otra persona.

Sonrió de nuevo, con sus carnosos brazos levantando el pecho para dar más énfasis a lo que decía.

Angélica Cadogan empezaba a enfadarse, pero, al igual que le sucedía a su hijo mayor, no lo mostraba y, por tanto, no resultaba evidente para aquellos que la rodeaban. Era ese tipo de personas que se iba enfadando lentamente hasta estallar, pero una vez que eso sucedía ya nadie podía hacer nada para contenerlos.

– Es usted una embustera. La señora Brown me ha pedido que me quede permanentemente y yo le he respondido que sí. Así que deme mi dinero.

Elsie Reardon era consciente de que sus vecinas estaban presenciando la escena con impaciencia: una pelea suscitaba la curiosidad de todas.

– Hazte un favor y vete a tomar por culo.

Angélica miró a la enorme mujer que tenía delante, su mugrienta ropa, su pelo aún con los rulos de la noche anterior y la pintura de labios que se había puesto encima sin la más mínima delicadeza. Dejó en el suelo la enorme bolsa de compras que llevaba y, acercándose a ella, le dijo: