Cuando Danny sintió esa oleada de excitación al ver a su hijita no tuvo la más mínima duda de que existía un Dios, pues sólo él era capaz de crear algo tan perfecto y maravilloso. Oía el ruido de sus labios mientras mamaba ruidosamente del pecho de su madre y, en lo más hondo de su corazón, se dio cuenta de que, para cuando volviese de España, ya estaría tomando el biberón.
– Espero que no hayas estado bebiendo -dijo.
Mary negó con la cabeza ligeramente, con los brazos alrededor de su frágil bebé. Las palabras de su marido sonaron un tanto amenazadoras y sabía de sobra que era capaz de agredirla cuando menos lo esperase.
– No empieces de nuevo, Danny Boy. Esta noche no, por favor.
Se lo estaba rogando, con la voz cargada de inquietud y miedo. Danny se preguntó cómo tenía el descaro de hablarle de esa manera cuando sabía de sobra que a él le importaba un carajo lo que pensase o quisiera. Sin embargo, no le respondió. Permaneció sentado, mordiéndose el labio inferior y con la mirada repleta de júbilo y alborozo, como si hubiese dicho algo gracioso.
El puro brillaba fastidiosamente en la oscuridad de la habitación y Mary sintió que el miedo se apoderaba de ella. Danny era más que capaz de apagárselo en la misma cara, en el pecho o en la espalda, pues no sería la primera vez que lo hacía, aunque solía golpearla en sitios que no se veían, en las piernas y en los brazos, en el estómago y en la espalda; es decir, en aquellos lugares que luego pudiera ocultar, ya que jamás dejaría que los demás descubriesen que él la maltrataba, porque permitirlo sería como admitir su propia derrota. A ella también le preocupaba que Michael se enterase, pues no sabía cómo reaccionaría; lo que pudiera pensar y la verdad eran dos cosas muy distintas. Por mucho que apreciase a su hermano, jamás lo pondría en contra de Danny Boy, al menos no intencionadamente, puesto que nadie podía salir vencedor de las batallas que él iniciaba cada día. Danny Boy era un lunático, un demente en el sentido literal de la palabra, incapaz de ver nada malo en sus acciones y en su forma de imponerse a los demás. Para él sólo había una forma de vivir y ésa era la suya.
Danny se acomodó mejor en el asiento, a pesar de que su cuerpo era demasiado grande para él y, como de costumbre, terminaba balanceándose en el filo. El dormitorio era muy hermoso, estaba adornado con bonitos muebles y emanaba dinero y riqueza. Un lugar como ése debería hacerlo sentir feliz, pero nada más lejos de la verdad. Odiaba aquel lugar. Igual que odiaba tener que justificar su riqueza y saber que había sido mucho más feliz en casa de su madre. Era posible que en muchos momentos se hubiera comportado como una rastrera que mostraba una lealtad que estaba fuera de todo entendimiento, pero no había duda de que había sabido cuidar de su hijo mayor. Sí, ella había cuidado de él y, mientras vivió en su casa, fue un niño feliz. Hasta que decidió admitir de nuevo a su padre. Entonces todo cambió, ya que Danny se daba cuenta del papel que representaba en su vida: él sólo era el proveedor, el hombro donde llorar, el padre subrogado de unos niños que ella había engendrado con un hombre que la trataba como un trapo sucio.
La adicción de su hermano había sido consecuencia directa de las extravagancias de su padre, aunque para él sólo había sido un síntoma de debilidad; la misma debilidad que la de su padre, sólo que, en lugar de beber y jugar, le había dado por la heroína. Los heroinómanos eran personas débiles, cobardes, y eso todo el mundo lo sabía. El caballo era como los tranquilizantes que tomaban las mal llamadas mujeres con el fin de mitigar la apatía de sus aburridas vidas. Los narcóticos eran como el alcohol, pero ¿quién podía culparlas por ello? Al fin y al cabo, eran las mismas que veían en la tele Dallas o escuchaban Los cuarenta principales. De hecho, Danny era de los que creían que la heroína era el menos venenoso de esos dos hábitos, pero se había tomado la adicción de su hermano como un insulto personal contra él y todas sus creencias. Ahora, además, tenía la certeza de que no la había probado desde que lo había sorprendido, por eso consideraba su rehabilitación como un triunfo personal. La interrupción brusca a la que había sometido a su hermano demostraba que era posible dejar la heroína si de verdad se deseaba. Sin embargo, seguía sin sentir el más mínimo respeto por Jonjo, ya que cualquiera que se echara a perder de esa manera, cualquiera que perdiera el control sin asumir responsabilidad alguna ni pagar por ese privilegio, era sencillamente un paria, un don nadie, un capullo de mierda. Ahora estaba dispuesto a consentir que Jonjo, si necesitaba estimularse un poco, esnifara algo de coca o speed, e incluso se inyectara esteroides, pero con ningún pretexto heroína, pues la consideraba una tomadura de pelo, un insulto a todo lo que él creía y por lo que había luchado.
Jonjo era un hombre del pasado aun antes de haber empezado a vivir, al menos a ojos de Danny. Ahora, además, ya no podía confiar en él. ¿Cómo iba a hacerlo? Un yonqui es siempre un yonqui, y eso lo sabía todo el mundo. De hecho, cuando leía el periódico de los domingos y veía a todos esos niños ricos, como los Blandford, tirando su vida por la borda, una vida que, dadas las circunstancias, merecía la pena vivir, comprendía la impotencia que debían de sentir sus padres. El dinero que tenían y la vida que les habían ofrecido sólo habían servido para que se convirtiesen en unos holgazanes que no servían para nada. Años de esfuerzo y trabajo para conseguir esa fortuna, ¿para qué? ¿Para crear una generación que se mostraba partidaria del socialismo, que simulaba que el dinero carecía de importancia para ellos y que se permitía esa actitud porque jamás le había faltado de nada? Sus antepasados debían de estar revolviéndose en la tumba al ver semejante desgracia.
Danny odiaba al mundo, en lo que se había convertido y en lo que representaba. De hecho, el asunto de las Malvinas sólo había sido una excusa para que el electorado se olvidase de la alta tasa de paro que había en el país en ese momento. Al menos, eso es lo que él creía. Sin embargo, al igual que la mayoría de los atracadores, él estaba encantado con Thatcher porque, sin darse cuenta, había facilitado que personas como él pudiesen blanquear el dinero. En ese momento era posible comprar una propiedad al contado, hipotecarla e invertir el dinero en negocios, por muy inestables que fuesen. Mientras ellos tuvieran la escritura, estaban a salvo. Se podían cerrar por la mañana y reabrirse esa misma tarde, ya que nadie poseía nada y lo único que se necesitaba era un contrato de arrendamiento. Lo único que había que hacer era cambiar el nombre que aparecía en los formularios y todos contentos. Así de simple.
Thatcher le había otorgado al hombre de la calle las oportunidades que antes sólo tenían los privilegiados de la clase alta. Le había dado a la clase obrera no sólo la oportunidad de comprar sus casas de protección oficial, sino la de convertirse en clase media en ese proceso. Había creado una nueva clase de tories, ya que una hipoteca era una forma muy astuta de evitar que la gente se declarase en huelga. Los bancos que te concedían una hipoteca no te permitían que pagases los atrasos abonando una libra a la semana como habían hecho los ayuntamientos si les debías el alquiler, pues les importabas un carajo y no tenían el más mínimo escrúpulo en ponerte en la calle aunque no tuvieras adonde ir. Ellos contaban, además, con la ventaja de que eran más dueños de tu propiedad que tú mismo.
Casi todos eran unos sinvergüenzas y unos canallas, pero esos epítetos ahora constituían una ventaja para cualquiera que tuviera algo de dineroy un almacén en algún lugar. Había visto cómo se había especulado con el terreno y sabía que era cuestión de tiempo que el Mercado Común interviniese y acudiese a su rescate. Sabía que a España y sus islas no les faltaba mucho para ser también propiedad de los especuladores. De momento, no te extraditaban, pero no tardarían en hacerlo. Y posteriormente, no sólo se verían obligados a hacerlo, sino que desearían hacerlo, aunque para ello tuvieran que librarse de las personas a las que ahora cortejaban con tanto entusiasmo.