Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.
– Ahí viene un hombre… Entró recién… apaguen.
Enrique lo miró atónito y maquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quién había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.
El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.
Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.
Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.
– ¿Quién será? -suspiró Enrique.
Lucio respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe… y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba
Con vértigo inconsciente analizaba:
"Se acerca… no piensa… si pensara no pisaría así… arrastra los pies… si sospechara no tocaría el suelo con el taco… acompañaría el cuerpo en la actitud… siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies… y él lo sabe… está tranquilo."
De pronto, una enronquecida voz, cantó allí, abajo, con la melancolía de los borrachos:
Maldito aquel día que te conocí,
ay macarena, ay macarena.
"Ha sospechado… no… pero sí… no… a ver", y creí que mi corazón se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.
Al llegar al pasillo, el desconocido rezongó nuevamente:
ay macarena, ay macarena.
– Enrique -susurré-, Enrique.
Nadie respondió.
Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido de un eructo.
– Es un borracho -sopló en mi oreja Enrique-. Si viene lo amordazamos.
El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se detuvo, y le escuchamos forcejear en el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.
– ¡De buena nos libramos!
– Y vos, Lucio… ¿qué estás tan callado?
– De alegría, hermano, de alegría.
– ¿Y cómo lo viste?
– Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zás, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la voglio dire. ¡Qué emoción!
– Mirá si el tipo se nos viene al humo.
– Yo lo "enfrío" -dijo Enrique.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– ¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.
Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.
– ¿De qué te reís? -preguntó malhumorado Enrique.
– No sé.
– ¿No encontraremos ningún cana?
– No, de aquí a casa no hay.
– Ya lo dijiste antes.
– ¡Además, con esta lluvia!
– ¡Caramba!
– ¿Qué hay, che Enrique?
– Me olvidé cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.
Se la entregué, y a grandes pasos Irzubeta desapareció.
Aguardándole, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.
Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntariamente se me cerraron los párpados, y por mi espíritu resbaló, en un anochecimiento lejano, el semblante de imploración de la amada niña, inmóvil, junto al álamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insistía:
"¡Te he querido, Eleonora! ¡Ah!, ¡si supieras cuánto te he querido!"
Cuando llegó Enrique, traía unos volúmenes bajo el brazo.
– ¿Y eso?
– Es la Geografía de Malte Brun. Me la guardo para mí.
– ¿Cerraste bien la puerta?
– Sí, lo mejor que pude.
– ¿Habrá quedado bien?
– No se conoce nada.
– ¿Che, y el curdelón ese? ¿Habrá cerrado con llave la puerta de calle?
La ocurrencia de Enrique fue acertada. La puerta cancel estaba entreabierta y salimos.
Un torrente de agua, borbolleando, corría entre dos aceras, y menguada su furia, la lluvia descendía fina, compacta, obstinada.
A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la soltura de nuestras piernas.
– Lindo golpe.
– Sí, lindo.
– ¿Qué opinás, Lucio, que dejemos esto en tu casa?
– No digás estupideces; mañana mismo reducimos todo.
– ¿Cuántas bombas traeremos?
– Treinta.
– Lindo golpe -repitió Lucio-. ¿Y de libros?
– Más o menos yo calculé setenta pesos -dijo Enrique.
– ¿Qué hora tenés, Lucio?
– Deben ser las tres.
No, no era tarde, mas la fatiga, la angustia, las tinieblas y el silencio, los árboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello hacía que la noche nos pareciera eterna, y dijo Enrique con melancolía:
– Sí, es demasiado tarde.
Estremecidos de frío y cansancio, entramos a la casa de Lucio.
– Despacio, che, no se despierten las viejas.
– ¿Y dónde guardamos esto?
– Espérensen.
Lentamente giró la puerta en sus goznes. Lucio penetró a la habitación e hizo girar la llave del conmutador.
– Pasen, che, les presento mi bulín.
El ropero en un ángulo, una mesita de madera blanca, y una cama. Sobre la cabecera del lecho extendía sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorosísima, miraba al cielo raso un cromo de Lida Borelli.
Extenuados nos dejamos caer en la cama.
En los semblantes relajados de sueño, la fatiga acrecentaba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmóviles permanecían fijas en los muros blancos, ora próximos, ora distantes, como en la óptica fantástica de una fiebre.
Lucio ocultó los paquetes en el ropero y pensativo sentóse en el borde de la mesa, cogiéndose una rodilla entre las dos manos.
– ¿Y la Geografía?
El silencio tornó a pesar sobre los espíritus mojados, sobre nuestros semblantes lívidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.
Me levanté sombrío, sin apartar la mirada del muro blanco.
– Dame el revólver, me voy.
– Te acompaño -dijo Irzubeta incorporándose en el lecho, y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.