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Jacquie D’Alesandro

El Karma Tiene La Culpa

Prólogo

Isabelle Girard, alias «la legendaria Madame Karma», observaba a la multitud que paseaba por el espacioso jardín, desde su mesa de adivina. Era un día soleado, perfecto para celebrar la fiesta de San Valentín en el recién remodelado edificio de lujo Fairfax, al sur de California. El evento estaba siendo un éxito. Había gente de todas las edades. Familias con niños, parejas, solteros y grupos de adolescentes, paseaban por los caminos rodeados de flores y/o, por el césped, probando la comida de los puestos que habían montado algunos restaurantes de la zona. Muchos asistentes llevaban bolsas con el logotipo de una de las tiendas de Fairfax mientras que otros cargaban con cuadros u objetos de cerámica comprados en uno de los puestos de artesanía montados para la ocasión. También había diferentes entretenimientos, gente que pintaba el rostro de los asistentes, malabaristas, magos y la propia Madame Karma. Incluso había un grupo de música y una pista de baile donde disfrutaban algunas parejas.

Isabelle suspiró satisfecha. Le gustaba participar en eventos como aquéllos. No sólo le proporcionaban un ingreso extra y le permitían ampliar la cartera de clientes, sino que le encantaba estar al aire libre. El sol y el aire fresco hacían que se sintiera rejuvenecida. Y después de haber trabajado como adivina durante más de seis décadas, Madame Karma agradecía el cambio de escenario.

Se fijó en la fuente con forma de «U» que estaba en el centro del jardín y vio que las gotas de agua suspendidas en el aire formaban una arco iris. El lugar estaba rodeado por setos y flores y había numerosos bancos de hierro situados en lugares estratégicos, unos a la sombra de los árboles y otros a pleno sol. Era el lugar perfecto para que los visitantes del complejo comercial descansaran un rato, o para que los empleados de las oficinas disfrutaran de su comida.

También era el lugar ideal para que las parejas disfrutaran de unos momentos románticos. Sobre todo, en el día de San Valentín.

Isabelle se fijó en una de las parejas y notó que estaban profundamente enamorados. Isabelle centró sus energías, o como ella las llamaba, sus sentimientos cósmicos, en la pareja, y sonrió al percibir el motivo de su felicidad manifiesta. Estaban esperando un bebé. Ella confiaba en que se acercaran a su mesa para poder confirmar sus sensaciones.

Continuó haciendo el estudio de otros visitantes. Muchos de ellos poseían auras importantes y le provocaban intensas reacciones físicas. Una vez más, esperaba que aquellas personas se acercaran a su mesa. No sabía si era debido a que se celebraba el día de San Valentín, o a la alineación de los planetas, pero en el ambiente había una fuerte presencia de amor y romance. Sin embargo, sabía por experiencia que mucha gente luchaba contra la fuerza del destino. O del karma. Y que ignoraban a la pareja perfecta por motivos preconcebidos, centrándose en personas que, a la larga, no conseguirían hacerlas felices, cuando tenían a la persona que daría un sentimiento de plenitud a sus vidas delante de sus narices.

Era una lástima, porque si esas personas aceptaran su karma, les iría muy bien en los asuntos del corazón. Luchar contra el destino era como tratar de enfrentarse al océano con una escoba… El fracaso estaba asegurado.

Quizá, ese día, aprovechando la energía romántica que estaba suspendida en el ambiente, ella consiguiera que algunos de los visitantes encontraran su camino. Podría ayudarlos a encontrar a su media naranja o, al menos, evitar que eligieran a la persona equivocada.

Al ver que una mujer joven se acercaba a ella, se recolocó en la silla. Aquella mujer tenía un aura especialmente brillante. Isabelle notó que sus instintos se activaban con anticipación.

Estaba a punto de pronosticar el karma y el destino.

Capítulo 1

Lacey Perkins se acercó a la mesa de la adivina con una taza de té humeante en una mano y una gran galleta en la otra.

El sol de la tarde calentaba su piel. Incapaz de resistirse, se detuvo unos segundos para disfrutar de él con los ojos cerrados. Llevaba metida en Constant Cravings desde por la mañana temprano y, por mucho que adorara su tienda de café, agradecía un momento de respiro.

A juzgar por la cantidad de gente que había en los jardines y el gran número de clientes que habían entrado en Constant Cravings durante todo el día, la fiesta de San Valentín que celebraban en Fairfax estaba teniendo mucho éxito. Desde luego, sus ventas habían excedido mucho sus expectativas, y durante todo el día había reconocido a muchos de sus clientes habituales.

Pero lo que más le animaba era el número de clientes nuevos, y el hecho de que la mayoría hubiera guardado una de las tarjetas que tenía junto a la caja registradora. Era posible que aquellas personas que habían visitado el local por primera vez, regresaran a por alguno de sus cafés, tés, y galletas recién hechas. Que entraran en su página web, y que le encargaran algún artículo para un evento especial.

Ella había trabajado mucho para convertir en realidad el sueño de tener una tienda, y se sentía orgullosa de lo que había conseguido con Constant Cravings. Era una tienda distinta a las múltiples franquicias que existían en Los Angeles. Estaba situada en Baxter Hills y Lacey había cuidado al máximo todos los detalles, desde la decoración, los postres, y las servilletas de colores que utilizaba. Esperaba que ese día sirviera no sólo para que las personas que habían entrado por primera vez se convirtieran en clientes habituales, sino también para que hablaran de la tienda a sus amigos y sus ventas aumentaran.

Con lo que por fin, conseguiría librarse de Evan Sawyer.

De pronto, y como si el hecho de haber pensado en el gerente del edificio Fairfax, que además era el gerente del local donde tenía la tienda, lo hubiera hecho aparecer, Lacey lo vio al otro lado del jardín. Como siempre, estaba frunciendo el ceño y, a pesar de que era sábado y hacía calor, vestía traje de negocios y corbata.

Aquel hombre siempre tenía un aspecto impecable, como si acabara de salir de una sesión de fotos para la revista GQ. Traje negro, camisa blanca perfectamente planchada, y zapatos lustrosos. Y aunque el viento le hubiera alborotado el cabello, conseguía mantener un despeinado perfecto.

Sí, mostraba el tipo de perfección que a ella siempre le había hecho sentir torpe y descuidada, y que hacía que deseara pasarse las manos sobre su traje arrugado, y haberle dedicado más tiempo a su peinado. Algo completamente ridículo. ¿Qué le importaba que a él no le gustara su aspecto? Aunque nunca le había dicho nada al respecto, la miraba dejando claro que no le daba su aprobación. Y desde luego, tampoco ocultaba que no aprobaba su manera de gestionar Constant Cravings.

Llevaba ocho meses como arrendataria en Fairfax y todos los encuentros que había tenido con Evan Sawyer habían sido frustrantes. Él era una persona estricta, y siempre se quejaba de los maniquíes vestidos en ropa interior con los que ella decoraba el escaparate. Decía que eran demasiado sugerentes, igual que las galletas que tenían forma de busto de mujer y torso de hombre y que, sin embargo, eran las que más vendía. Además, la última idea que ella le había propuesto y que consistía en ampliar la tienda si algunos de los locales que tenía a los lados se ponían en alquiler, le había parecido aberrante.

Cualquiera habría pensado que el hombre se habría ilusionado con la idea de que ella quisiera ampliar la tienda puesto que generaba buenos ingresos, parte de los cuales iban destinados a Fairfax. Pero no, todo lo que él había hecho era quejarse. Era un hombre nervioso, inflexible, y adicto al trabajo. Y a juzgar por su aversión a todo lo que estuviera relacionado con la sensualidad, ella sospechaba que debía de ser aburridísimo entre las sábanas.

Una lástima, porque para las mujeres a quienes les gustaban los ejecutivos, resultaba un hombre atractivo. Por suerte, ella no lo encontraba atractivo. Además, sería ridículo que lo hiciera cuando aquel hombre no era su tipo. ¿Qué más daba que le quedaran bien los trajes de chaqueta? ¿O que tuviera los ojos azules más bonitos que había visto nunca? Había muchos hombres con cuerpos fornidos y ojos bonitos. Y, probablemente, la mayoría también sabía sonreír. Y reír. Y tomarse un instante para detenerse a oler las rosas. Y no ofenderse porque las galletas tuvieran forma de torso.