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– Ése lo odio aún más que el antiguo -dijo Glass.

Su suegro rió.

– Eres igualito que todos los irlandeses -dijo-. A todos nos encanta sufrir.

Manuela, la criada filipina, apareció con una jarra de limonada recién hecha y tres vasos altos. Depositó la bandeja sobre la mesa y retrocedió unos pasos, alisándose con ambas manos el delantal, con los ojos clavados en el suelo a la vez que sonreía. Una de las bromas habituales en la familia era que Manuela estaba incurable y desesperadamente enamorada de John Glass, quien siempre la confundía en su fuero interno con Clara, la criada que tenía Louise en Manhattan. Le pidió que le llevase un gin-tonic y ella asintió sin decir palabra antes de marcharse veloz. Louise sirvió limonada para su padre y para ella. Glass fue a apoyarse contra la balaustrada de madera y encendió un cigarro. Bajo el porche, el césped se extendía perfectamente recortado hasta los primeros robles, en la linde de la parcela. Desde más allá de los árboles, y desde lo alto, llegaban ecos de charlas y risas breves, e incluso llegaba, muy tenue, el tintineo de las copas. Winner, el agente literario, era el dueño de la siguiente casa según ascendía la loma, y Winner tenía fama por las fiestas que celebraba. Volvió Manuela con la copa de Glass y de nuevo se marchó como si huyera.

– Aquí dice -dijo el Gran Bill, y puso la mano encima del periódico, doblado a su lado en el asiento- que el Ulster es el sitio del que ahora hay que estar pendientes. Tiene un enorme potencial económico y está a la espera de recibir el impulso indicado para despegar con verdadera fuerza.

Se agachó de lado, con la cabeza vuelta, para leer una frase impresa en el periódico.

– «La libra protestante, resuelta a dar su merecido al euro.» Vaya, me gusta… ¡La libra protestante!

– Dando caña al crédito de los católicos -dijo Glass.

El Gran Bill asintió de manera apenas perceptible y esbozó una sonrisa constreñida, tolerante.

– Pero antes tendrán que partir peras con los británicos -dijo.

Louise, sentada con el vaso en la mano al otro extremo del balancín, rió con ligereza.

– Pero eso sin duda ya lo habrán intentado…

Su padre negó con un gesto.

– Las leyes del fisco en el Reino Unido estrangulan la libre empresa. Eso es lo que vosotros, en la República -se dirigía a Glass-, entendisteis a la primera, la necesidad de acabar con cualquier impuesto sobre la actividad empresarial. Ahora que me acuerdo…

Glass dio un trago y contempló la densa pared de árboles a punto de retoñar que cerraba la parcela por aquel extremo. Una especie de zarcillo vegetal se abría camino muy despacio en su mente: por poco alcanzó a percibir el crujir de los engranajes. Por encima de cualquier otro estado de ánimo, el aburrimiento era el que más temor le inspiraba cuando se veía a punto de entrar en él. Su suegro se disponía en ese momento a relatar una historia mil veces contada, sobre cómo, veinticinco años antes, una vez convocó una reunión secreta de los dirigentes de Irlanda del Norte, en la Isla de Man, con la intención de darles un buen meneo y hacerles entrar en razón acerca del futuro que esperaba a su infortunado y minúsculo Estado. Glass decidió interrumpirle.

– ¿Te acompañó Charles Varriker en aquella histórica ocasión?

Fue Louise, y no su padre, quien dio mayor muestra de sorpresa. Se quedó mirando a su marido, y durante un instante pareció que le temblase el labio inferior.

– Hombre, John -murmuró tal como si él acabase de proferir una obscenidad. Su padre miró a Glass y la miró a ella y volvió a empezar, sin saber dónde se hallaba, como un jinete al que su montura acaba de tirar e intenta por todos los medios volver a encaramarse. En sus ojos apareció de pronto el desconcierto y la vejez.

– ¿Charlie? -farfulló-. No, no. Charlie ya estaba muerto para entonces. ¿Por qué preguntas ahora por él? -se volvió de nuevo a su hija con aire quejumbroso-. ¿Por qué pregunta por Charlie?

Louise había recobrado el aplomo. No hizo caso a la pregunta de su padre, y depositó el vaso de limonada con firmeza sobre la mesa antes de ponerse en pie.

– Debo ir a hablar con Manuela, es por la cena -dijo, y entró en la casa despacio, adrede, con la espalda muy recta, como si le costara cierto esfuerzo no echar a correr.

Al verse a solas, los dos callaron durante un rato. El Gran Bill miraba al suelo, a uno y otro lado de sus pies, como si vagamente buscara algo que se le hubiera caído en un descuido. Glass encendió un cigarro con la colilla del que acababa de fumarse casi hasta el filtro. Estaba casi mareado, como si se hallase en alta mar y rumbo a la negrura, sabedor solamente de lo poco que sabía.

– Charlie Varriker -dijo el Gran Bill en un tono a un tiempo taciturno y defensivo- era uno de los mejores hombres que he tenido el privilegio de conocer. Era grande porque era bueno -miró de golpe a Glass, y en su semblante apareció una luz afiebrada y agresiva-. ¿Entiendes qué es lo que quiero decir con eso? ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiero decir? La bondad no es una cualidad que se valore mucho hoy en día. Empieza a ser algo pasado de moda. Pues bien: Charlie era así, Charlie era un tipo chapado a la antigua. Creía en el honor, en la decencia, en la lealtad a sus amigos. Cuando estaban a punto de despellejarme vivo apareció él para salvarme el pellejo financieramente, entendámonos, y nunca me exigió siquiera que le diese las gracias. Charlie era así. Era bueno, era grande, yo le quise -se puso en pie y torció el gesto como si algo le doliera, una punzada en su interior, y miró a la parcela, hacia los pinos, con ojos de los que había desaparecido la luz, ojos que parecían de pronto vítreos, opacos, como dos vidrios de una ventana en la que ha empezado a formarse el vaho-. Sí -dijo-.Yo le quise.

Se dio la vuelta y entró en la casa, siguiendo el mismo camino que había tomado su hija. Glass, apoyado aún en la barandilla, se dedicó a fumar el resto del cigarro, y luego lanzó la colilla a la hierba, abajo. Había percibido un sonido tenuísimo, y al levantar la mirada descubrió que había empezado a caer una lluvia fina y mansa.

Louise y él cenaron solos, servidos con atención gatuna por la callada Manuela. Cenaron en la Sala India. En las paredes había originales de Edward Curtis; en un aparador hecho de encargo descansaban piezas de cerámica de los indios hopi. La lluvia susurraba en la ventana emplomada, al lado de ambos, y una luz verdosa envolvía la mitad más externa de la sala. El padre de Louise se había retirado a descansar, le dijo ella.

– Ojalá no hubieras mencionado a Charles Varriker. Le altera tener que recordar todo aquello.

– Sí, se le notó a la legua.

Louise cortaba en ese momento un espárrago triguero hecho al vapor en cuatro pedazos de idéntica longitud.

– ¿Qué te dijo acerca de él? ¿Qué te dijo de Charlie, quiero decir?

– Que le quiso.

A ella se le escapó una risa breve y rara.

– ¿Que le quiso? -dijo-. Le odió. Y se siente culpable por ello, cómo no.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué el qué?

– Por qué le odió y por qué se siente culpable.

Ella hizo un alto con el cuchillo y el tenedor en suspenso, y lo miró.

– Ah, entiendo -dijo-.Con tu habitual mentalidad de sucio periodista, estarás pensando que Billones tiene algo de lo que debe en efecto sentirse culpable.

– Te juro por Dios que no sabes cuánto me gustaría que dejaras de llamar a tu padre por ese ridículo apelativo.

Ella entornó los ojos con una ira cada vez más reconcentrada, pero él no le dio tiempo a reaccionar, y rápidamente siguió con lo que iba a decir.

– Has dicho que se siente culpable. ¿Por qué, si no es culpable? Eso es lo que me pregunto.

– Eres irlandés -dijo ella-. No me irás a decir que no es posible que alguien se sienta culpable por más que sea inocente del todo.

– Nadie es inocente del todo. Nunca.

– Anda, ¡no me vengas con esas paparruchas! -dijo ella, con un desprecio tan raudo como una bofetada en toda la cara-. Lo sabes hacer mejor, no te rebajes a eso.