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– No -repuso-. Aún no me he puesto. Es decir, no he empezado a escribir. Hay algunas cosas que debo resolver antes de empezar en serio.

– ¿Quieres decir que has de hacer una labor de investigación?

Él la miró con dureza. No, era sencillamente imposible que supiera nada de Dylan Riley; a nadie había dicho ni palabra del Lémur. Ella seguía leyendo la carta, pero poniendo ahora toda su atención embelesada y radiante, como la ponía en todo lo que hiciera, incluso, pensó él compungido, el amor.

– Sí, claro. Investigación, esas cosas -murmuró.

Llegó el camarero y Glass pidió unos linguini con almejas. Louise se conformó con una ensalada verde. Nunca comía otra cosa a la hora de almorzar. En cuyo caso, se preguntó Glass, ¿por qué dedicaba tanto tiempo a examinar la carta? Tras tomar la comanda, el camarero señaló con el lápiz el cubierto del tercer comensal como si fuese a preguntar algo, pero Louise negó con un gesto.

– Es posible que venga David -dijo a Glass-. Le dije que saldríamos a almorzar y que se viniera a tomar café si quería.

Glass no hizo comentario alguno. David Sinclair era el hijo que había tenido Louise de su primer matrimonio, con un abogado de Wall Street que parecía haber pasado por su vida sin dejar apenas rastro, al margen, naturalmente, del joven que para ella ocupaba el centro de su mundo. Glass buscó al camarero con la mirada y estudió entonces la carta de vinos; si su hijo adoptivo se iba a reunir con ellos, a él le haría falta algo más que una simple copa de Prosecco.

Llegaron los platos y ambos comieron en silencio al principio. La lluvia menuda lloraba sobre el cristal; los coches y los taxis que pasaban de largo rebrillaban y parecían deslizarse como en un espejismo húmedo. Glass se preguntaba por qué sentiría la necesidad de no decir ni pío sobre Dylan Riley. La vida de Bill Mulholland era todo un emblema de los últimos dos tercios del siglo caótico, violento, deslumbrante en su innovación y por fin concluido no muchos años antes. Nadie contaría con que un biógrafo llevara a cabo sin ayuda de nadie la muy extensa investigación que precisaría para escribir la vida de un hombre como él; nadie, tal vez, salvo el hombre en sí. Bill Mulholland era el auténtico individualista inquebrantable, a prueba de bomba, y exigía que quienes se hallaran a su alrededor estuviesen hechos de la misma pasta, que poseyeran su misma resistencia. ¿Qué clase de escritor amariconado iba a contratar a otra persona para que le hiciera el trabajo de acarreo? Había ofrecido el encargo a su yerno, junto con unos honorarios de un millón de dólares: como él mismo dijo, confiaba en él; confiaba en él, lo cual se traducía, como bien entendió Glass, a no tirar de la manta en unos cuantos puntos. Era el propio Glass -y no su suegro, al contrario de lo que dijo a Dylan Riley- quien deseaba conocer todos los hechos con todo detalle, incluidos los más inoportunos, o especialmente ésos. Glass creía que Aristóteles tenía toda la razón: quien conoce un secreto tiene el poder.

Tomó un trago de vino y estudió a su esposa. Estaba pendiente de su plato de verduras con la misma concentración remilgada y maniática que una garza a la orilla del agua. Ella le había apremiado insistentemente para que aceptara la oferta de su padre. «Antes no había nada que te gustara tanto como un desafío -le dijo en su día-, y escribir la vida de mi padre será un desafío en toda regla». Él también reparó entonces en el tiempo verbal que había empleado: «no había». «Y un millón de dólares -añadió ella con una sonrisa sesgada, irónica- nunca dejará de ser un millón de dólares, digo yo».

No fue el dinero lo que le llevó a aceptar el encargo. En tal caso, ¿qué rué? Supuso que Louise tenía razón. ¿Qué mayor desafío podía salirle al paso, qué reto mayor que escribir la biografía oficial de su suegro, uno de los más despiadados y controvertidos integrantes de la última cohorte de guerreros en activo durante la guerra fría, los que habían logrado, o al menos así lo creían ellos, arruinar del todo y hacer añicos el Imperio del Mal?

«Sabes de sobra que tendrás que someter el manuscrito, antes de la publicación, a los chicos de Langley. Te tienen que dar el visto bueno -le había dicho su suegro a la vez que le guiñaba el ojo de un modo que ya era famoso-. Hay algunas cosas que nunca se podrán contar». Y Glass, al acordarse de ese apunte, volvió a pensar en Nixon, en el pobre Dick el Tramposo, sudoroso bajo la iluminación del plato, en una época ya muy lejana.

Llegó David Sinclair. Era alto, de una pulcra delgadez, como su madre, pero de cabello negro, moreno, tal como ella era pelirroja y de tez nacarada; Rubín Sinclair, su padre, era un pazguato hirsuto y práctica-; mente sin civilizar, procedente de Kentucky. David era apuesto, y lo era a la manera de un dandi, aunque tenía los ojos un tanto saltones y, por desgracia, demasiado juntos; siempre que Glass veía a su hijo adoptivo se acordaba de aquello que dijo Truman Capote sobre Marlene Dietrich, y es que si hubiera tenido los ojos un poco, sólo un poco, más juntos, habría sido una gallina. Siempre tan mordaz, tan anglosajón, tan perverso el bueno de Truman. Glass había intentado entrevistarlo una vez, luego de un almuerzo ineludiblemente regado con vino en abundancia, en el Four Seasons, en medio del cual el novelista, que estaba como una cuba, apoyó la mejilla sobre el mantel y terminó por quedarse dormido y ponerse a roncar de manera ruidosa. Glass era en aquel entonces tan joven que no pasó ninguna vergüenza ajena, y encantado de la vida se terminó el pichón asado que había pedido, así como el resto de una botella de Mouton Rothschild, tan campante, a sabiendas de que semejante lujo corría de cuenta del Sunday Times de Londres.

– Hola -dijo David Sinclair a Glass, y se deslizó sinuosamente en su asiento a la vez que desdoblaba una servilleta para ponérsela sobre el regazo. La actitud que tenía con su padre adoptivo era por lo general de un escepticismo entre desdeñoso y socarrón-. ¿Y cómo sigue el gran mundo?

Glass sonrió de manera casi imperceptible.

– No era tan grande -dijo- la última vez que me asomé a echar un vistazo.

David pidió un té a la menta. Vestía un traje de lana oscura, camisa blanca, de seda, y corbata también de seda. Llevaba un Patek Philippe en la muñeca, uno de los modelos más discretos. Su madre lo mimaba hasta la extenuación; él era la única debilidad verdadera que tenía.

– David tiene una noticia para ti -dijo ella en ese momento-. ¿No es verdad, cariño?

El joven enarcó las cejas y cerró los ojos un instante, en su característica versión de un encogimiento de hombros.

– Ah, pensé que ya se lo habrías dicho tú, claro. Estabas tan emocionada… -dijo.

Louise se volvió hacia su marido.

– David pasará a formar parte de la fundación.

– ¿La fundación?

– ¡Por Dios, John! El Fondo de Inversiones Mulholland. A decir verdad, va a ser el nuevo director.

– Oh.

– ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿Un simple «oh»?

– Pensé que eras tú la directora.

– Correcto. Lo era. Empezaba a ser demasiado para mí, ya te lo dije. A partir de ahora, prefiero ocupar un puesto menos vistoso.

– ¿Y él no es -a Glass le produjo cierto placer hablar marcadamente de su hijo adoptivo como si no estuviera delante de él-… quiero decir, no es un poco joven para asumir tan gran responsabilidad?

David rió un instante por alguna razón inescrutable, y probó el té.

– Yo al principio seguiré pendiente y estaré atenta para echarle una mano en todo lo que necesite -dijo Louise con un punto de malhumor. Siempre le causaba resentimiento que alguien le pidiera explicaciones^-. Además, está el personal de la fundación… Todos tienen una enorme experiencia.