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El portátil que le había proporcionado el personal de Mulholland, elegante, reluciente, de un gris niquelado, como el de una pistola, se encontraba sobre la mesa y parecía desafiarle a que lo abriese. Hasta el momento se había abstenido de recoger el guante. Aún estaba muy lejos del instante en que por fin se sentiría listo para empezar a escribir; estaba lejísimos, a semanas vista, posiblemente a varios meses. Dedicaba las horas improductivas de su jornada laboral a repasar historias de la Oficina de Servicios Estratégicos, la OSS que antecedió a la CÍA, y de la CÍA misma, del FBI, la DST, la DGSE y la SDECE, el NKVD y el KGB y el GRU -los soviéticos tenían una veleidosa propensión a cambiar cada dos por tres los nombres de sus agencias de seguridad-, y el MI5 y el MI6, cómo no, aunque nunca llegó a tener muy clara cuál era la diferencia entre ambas agencias británicas. Avanzando a tientas en medio del follaje erizado de los acrónimos se sentía como el héroe deslucido y sin embargo honesto de un cuento popular con moraleja, que ha de abrirse camino por un laberinto de señales mágicas, de portentos indescifrables, hasta llegar a la guarida del gran hechicero.

Y es que algo de hechicero tenía en efecto el Gran Bill Mulholland. Había sido, o afirmaba haber sido, el pájaro más raro en medio de un bullicioso aviario plagado de rarezas: había sido eso que se llama un agente con la conciencia recta. Había personas a las que Glass, que tanto aborrecía los tópicos y las frases hechas, se dijo que más le valía no denominar jamás «los más altos mandos del escalafón» de los servicios secretos de Occidente, y eran personas que juraban por la probidad del Gran Bill; había otros que también maldecían al oír hablar de tal cosa. A Alien Dulies en persona, cuando era director de la CÍA, se le había oído en cierta ocasión referirse al Gran Bill, en un lapsus nada característico, en un descuido de su habitual urbanidad, llamándolo «ese maldito hijo de puta que es un santurrón con corbata». Y es que William Mulholland, cuyo segundo nombre de pila era, con pavoroso acierto, Pius, estuvo de por vida poseído por la convicción de que también los servicios secretos, o tal vez de manera muy especial, tenían el deber de ser tan francos y abiertos con el público como en efecto permitieran las medidas de seguridad. «De lo contrario -según decía él con toda sencillez-, ¿por qué insistimos en afirmar que somos una democracia?». Y esta doctrina, como recordaba Glass a menudo, se había dictado en los años cincuenta o, mejor dicho, a comienzos de los años cincuenta, nada menos, cuando Joe McCarthy y sus secuaces eran los amos del cotarro del antirrojerío más furibundo. El Gran Bill atribuía su honestidad compulsiva a la influencia de su amada madre, Margaret Mary Mulholland, de dichosa recordación. Probablemente mereciera Margaret Mary, cómo no, un capítulo entero en la biografía de su hijo, y John Glass tuvo que reconocerlo con cierto desánimo. Se iba a ganar a pulso ese millón de dólares.

Cuando sonó el teléfono dio un respingo. En secreto aborrecía los teléfonos, pues le daban miedo. Según el siniestro reloj que lo miraba ceñudo desde la pared frontera, eran ya las diez cuarenta y siete de la mañana. El día era luminoso, con bastante viento, y desde su llegada había intentado por todos los medios no reparar en que todo el edificio temblaba casi de forma voluptuosa sacudido por las rachas más potentes.

– Hola, qué hay -dijo la voz, y aunque Glass se había pasado toda la semana esperando esa llamada, por un instante no la reconoció. Le llegó una risa apagada-. Aquí Riley. El sabueso que has contratado, nada menos -a Glass se le ocurrió que tal vez el tipo no parodiase su acento, y que la dicción marcadamente pija que le gustaba adoptar al fin y al cabo pudiera tener por objeto remedar a Sherlock Holmes, o a Lord Peter Wimsey.

– Me estaba preguntando adonde habrás llegado -dijo Glass.

– Pues resulta que he llegado a un montón de sitios, tanto virtuales como reales. Y he encontrado cantidad de cosas.

Glass imaginó un pájaro desgarbado, bajo un matorral, picoteando las hojas caídas, un amasijo en descomposición.

– No me digas…

– Pues sí, ya te digo -repuso Riley, y esta vez a Glass no cupo la menor duda de que imitaba su forma de hablar-. Es lo que te estoy diciendo -se hizo el silencio.

Glass no supo qué decir, qué pie darle para que continuara. Un tenue, muy tenue fastidio, una sombra de intranquilidad, acababa de instalarse en la región de su diafragma.

– Escucha -dijo Riley, y Glass tuvo la muy precisa impresión de que el joven se había arrellanado en un sillón y se rascaba distraído la espaciosa entrepierna de los vaqueros-. Para empezar, ya sé cuánto te paga el Gran Bill por escribir la vistosa historia de su vida.

Glass se oyó tragar saliva. Había pensado que su suegro, su esposa y él eran los únicos que sabían esa cifra. ¿Cómo podía haberse enterado el Lémur? El Gran Bill, con toda certeza, habría sido el último en descubrir semejante pastel. ¿Acaso se había ido Louise de la lengua? No hubiera sido propio de ella, desde luego.

– Estoy seguro -dijo Glass con comedimiento- de que te habrá llegado el soplo de que es una cantidad exorbitante.

El Lémur no se tomó la molestia de insistir.

– De mis honorarios no hemos hablado -dijo.

– Te pregunté si querías que se te hiciera un contrato tipo, no sé si lo recuerdas.

– Lo que cuenta es que éste no está siendo un trabajo tipo.

Glass aguardó a que siguiera, pero el joven no tenía ninguna prisa. Era evidente, incluso por teléfono, que una vez más se lo estaba pasando en grande.

– Vamos -dijo Glass, e intentó no dar síntomas de preocupación-, dime qué es lo que has averiguado.

El Lémur volvió a reírse de un modo casi insonoro.

– Tal como entiendo yo las cosas, somos socios en este proyecto. Nos ha unido el azar y la palabra de quien te recomendase que contactaras conmigo, pero somos socios pese a todo. ¿De acuerdo?

– No. Yo te he contratado. Soy tu jefe. Tú eres mi empleado.

– … y teniendo en cuenta que estamos juntos en este negocio, me parece de justicia que me trates como a un socio en pie de igualdad.

– Con lo cual quieres decir…

– Quiero decir que me corresponde medio millón de dólares. El cincuenta por ciento de los honorarios que percibirás por escribir este libro implacable y del todo imparcial. A partes iguales. ¿De acuerdo, John?

A Glass se le había cubierto de sudor el bigote. Se quedó provisionalmente en blanco.

– Dime -dijo, y a sus oídos le pareció que graznaba-, dime qué es lo que has averiguado.

De nuevo, por el hilo del teléfono le llegó esa sensación de estiramiento lánguido, perezoso, y el placentero acto de rascarse.

– No -dijo Dylan Riley-, todavía no.

– ¿Por qué?

Hubo una pausa, como si se parase a pensar.

– No lo sé. Sospecho que es deformación profesional. Me entero de un secreto y lo que me apetece es guardarlo un rato, disfrutarlo, ¿sabes?, paladearlo como un buen vino. ¿No te parece que tiene su lógica, tío?

Un destello de luz del exterior, de una luminosidad extraordinaria, reventó en las retinas de Glass, obligándole a apartar el rostro. ¿Se las habría ingeniado alguien en alguno de los rascacielos vecinos para abrir una ventana? Escrutó el exterior, pero no discernió movimiento, un brazo levantado, un cristal oblicuo. Se quedó alelado, sin saber qué decir. ¿Cómo se había torcido la cosa tan deprisa, y de manera tan completa? En un momento, su mayor problema había sido librarse de un cigarro apagado; al siguiente, estaba sudando de manera copiosa, mientras el cabeza de alcornoque que había cometido la estupidez de contratar pretendía chantajearlo por medio millón de dólares. ¿Dónde estaba el eslabón, la cuerda floja que conectase aquel entonces con este ahora? Se llevó la mano a la frente; se oyó respirar pegado al teléfono, sss-sss, sss-sss.