– No empieces con eso. Ya sabes a lo que me dedico. Me gustaría estrecharte entre mis brazos, pero sabes que no puedo. No puedo violar mis votos sacerdotales.
– ¡A la mierda tus votos! Sólo quiero verte, que estés junto a mí.
– Sabes que no es posible. Te aseguro que si no hubiese tomado los votos, serías la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.
– Perdóname que te grite, Max, pero llevo unos días bastante nerviosa. Me gustaría que estuvieses aquí en Venecia.
– Puedo ir mañana mismo si me necesitas -propuso Max.
– Estoy ya en la etapa final de mi investigación y creo que en unos días podría descubrir algo importante.
– ¿En qué punto estás ahora?
– Ya sabes que conseguí descifrar la frase en rúnico que se encuentra en el lomo del león del Arsenale. Con Leonardo Colaiani…
– ¿Has vuelto a verle?
– Me lo encontré en casa de Vasilis Kalamatiano en Ginebra.
– Ten cuidado. Es un tipo peligroso. No me fío de él.
– Yo no lo creo. No creo que sea peligroso, aunque sí poco de fiar. Está ahora en Venecia como una especie de vigilante de los intereses de Kalamatiano. Lo que hemos descubierto es que existe en Venecia un trono de piedra que usó San Pedro a su paso por Antioquía. Creemos que en ese trono se esconde una nueva clave que nos llevará hasta la carta de Eliezer.
– ¿Cómo estás tan segura?
– Por las pistas que nos hemos ido encontrando hasta ahora. Al parecer, la frase del león se refería a una estrella que ilumina el trono de la iglesia, y puede que ese trono al que se refiere sea el que está en Venecia.
– ¿Dónde se encuentra ese supuesto trono de Pedro? -preguntó Max, interesado.
– En una iglesia de Venecia, en la isla de San Pietro di Castello. Tenemos previsto ir esta misma noche.
– No lo hagas hasta que yo no llegue. No quiero que vayas sola con ese tipo. Lo arreglaré para poder estar mañana en Venecia. Sólo prométeme que me esperarás para entrar en esa iglesia.
– De acuerdo, te esperaré hasta mañana, pero no más tiempo. Necesito encontrar alguna nueva pista del lugar en donde supuestamente se esconde la carta de Eliezer y no quiero estar esperándote durante meses hasta que vuelvas a dar señales de vida -le advirtió Afdera.
– De acuerdo. Te prometo que mañana mismo estaré en Venecia y te acompañaré a ver esa iglesia. Por cierto, ¿tienes permisos?
– ¿Y quién necesita permisos en Venecia, querido Max? Estamos en Italia.
– Acabaremos todos muertos o en prisión, pero bueno, te acompañaré mañana por la noche. Hoy quédate en casa. Cuando llegue mañana a Venecia, te llamaré.
– ¿Te quedarás a dormir en la Ca' d'Oro?
– Puedo resistirlo todo excepto la tentación, así que prefiero dormir en el Palace Bellini. Reservaré una habitación.
– Pues tú te lo pierdes, pero ya sabes lo que dicen, Max. Un beso puede llevarte a caer en la tentación, y aunque caer es un pecado, por lo menos lo disfrutarías -dijo Afdera, sonriendo.
– Buenas noches, preciosa. Mañana te veré en Venecia.
– Buenas noches, Max. Te quiero.
Cuando Afdera pronunció las últimas palabras, Max había cortado ya la comunicación y no llegó a oírlas.
Sobre las once de la mañana sonó la campana en la Ca' d'Qro. Rosa salió por el patio interior y abrió el portalón.
– Hola, Rosa, ¿cómo está?
– Muy bien, estoy muy contenta de verle, señorito Max.
– Yo también me alegro de verla.
– ¿Ha desayunado?
– Sólo un café.
– Déjeme que le prepare un buen desayuno veneciano mientras le digo a la señorita Afdera que está usted aquí.
Subió con Rosa dos pisos hasta la balconada desde la que se divisaba el Gran Canal, con los vaporetti navegando de un lado a otro, cargados de turistas rumbo a San Marcos.
Mientras leía las noticias que llegaban desde el Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice, pudo oír a su espalda los pasos de Afdera bajando las escaleras rápidamente.
– Hola, bandido -saludó Afdera, lanzándose en sus brazos.
– Yo también te quiero -respondió Max, riendo.
– ¿Cuándo has llegado?
– Esta madrugada, pero estaba tan agotado que decidí darme una ducha y meterme en la cama. Cuéntame, ¿qué tal estás?
– Muy bien…, pero que muy bien. Ya me ves -dijo Afdera, abriéndose la bata y mostrando su cuerpo a través de un camisón casi transparente.
– Anda, ven, siéntate aquí y no me tortures más.
Durante horas, Afdera relató a Max su reunión en Noruega con la profesora Strømnes, su encuentro con Kalamatiano y las pistas encontradas en el león del Arsenale que la habían llevado hasta el trono de Pedro en la isla de San Pietro di Castello.
– ¡Quiero ir esta misma noche! -exclamó Afdera-. No quiero esperar más.
– ¿Por qué no lo hacemos como es debido y pedimos permisos al Patriarcado de Venecia? Estoy seguro de que para una investigación así nos los concederían.
– ¿Estás loco? Hay un grupo que está matando a todos los que han estado en contacto con el libro de Judas. ¿Y si fuera un grupo dirigido desde el propio Vaticano?
– Eso no podemos saberlo. El patriarca, el cardenal Hans Mühler, es muy amigo de mi tío y estoy seguro de que aceptaría de buen grado darnos los permisos para entrar en la basílica.
– No quiero arriesgarme. ¿Podrías asegurarme que ese grupo de asesinos del octógono no son enviados desde el Vaticano? Si me lo aseguras, estoy dispuesta a acompañarte al Patriarcado y pedir los permisos. Si no me lo aseguras ahora mismo, lo haré a mi manera, tanto si me ayudas como si no.
– Está bien. Hagámoslo a tu manera -sentenció Max.
– Esta noche a las nueve nos veremos aquí, en la Ca' d'Oro, e iremos juntos hasta la isla de San Pietro. Antes de ir, podemos cenar algo en Alla Vedova.
– ¿Y Colaiani?
– Es mejor que se quede aquí, esperándonos. Lo más seguro es que sea una carga y contigo tengo suficiente.
– De acuerdo, nos vemos a las nueve -respondió Max, levantándose para dirigirse hacia la salida.
– ¿Quieres que le diga a Rosa que te acompañe?
– No hace falta. Conozco la salida -afirmó Max mientras besaba a Afdera en la frente.
La noche cayó sobre la ciudad de los canales. Max había llegado ya al restaurante y estaba apoyado en la barra hablando con Mirella Doni, la propietaria.
– ¿Es que piensas quitármelo? -dijo Afdera nada más entrar.
– Me gustaría, pero no podría hacerle caso con la cantidad de trabajo que tenemos en el restaurante -respondió Mirella, tras dar un largo sorbo a una copa de vino blanco.
Max reparó en el bolso en bandolera de color verde que llevaba Afdera.
– ¿Llevas ahí la pistola y la ganzúa?
– He cogido dos linternas, un cuaderno de papel cebolla, lápices le punta blanda, una Polaroid con flash y dos botellas de agua. Espero que tú traigas las metralletas -dijo Afdera.
– Traigo un crucifijo para que nos proteja. Ya me imagino esposado por la policía y teniendo que llamar a mi tío para que pague la fianza por colarme en una iglesia cerrada por restauración.
– Está bien que lleves el crucifijo, así podrás golpear a cualquiera que nos ataque.
– No seas irreverente.
– Perdona, era una broma.
Al salir del restaurante, las calles estaban casi desiertas, sólo había algún turista ocasional.
Afdera y Max caminaron por las estrechas calles, atravesando puentes y canales, en dirección a la plaza de San Marcos. Antes de entrar en los soportales de la histórica plaza, Max se detuvo al oír los pasos de alguien que les seguía. De repente, se giró, pero el sonido de los pasos también se detuvo.
– Puede que sean turistas -sugirió Afdera.
– Puede ser, pero debemos ir con cuidado.
Tras atravesar la plaza, continuaron por la Riva degli Schiavoni, la Riva de San Biagio y la Via Giuseppe Garibaldi hasta alcanzar el puente de Quintavalle, que une San Pietro con Venecia. La isla, antaño ocupada por una fortaleza, fue uno de los primeros asentamientos venecianos.