Cuando se giró hacia Max vio que tenía un hilillo de sangre seca detrás de la oreja.
– Estás herido.
– No es nada. Ese tipo me golpeó con algo duro en la cabeza -respondió mientras se tocaba la zona de la herida.
– Déjame que te lo limpie. Quítate la camisa. La tienes manchada de sangre. Rosa te la lavará mañana para que la tengas limpia -ordenó Afdera mientras entraba en el baño y regresaba con una palangana con agua caliente y una toalla limpia.
La joven comenzó a lavar la herida, acercando su cuerpo cada vez más a la espalda de Max. Éste sintió el pecho de Afdera apoyado en su espalda y cómo se aceleraba la respiración de la joven.
– Déjame que te mire también la frente. Tienes una pequeña brecha sobre la ceja.
En ese instante las manos de Max comenzaron a recorrer su cuerpo, desde las piernas hasta las nalgas. Afdera acercó sus labios a los de Max y empezaron a besarse apasionadamente.
– Te amo, te amo, te amo, Afdera -alcanzó a decir Max. De pronto se alejó bruscamente de ella, se vistió y abandonó la habitación. Afdera podía haberlo retenido con una sola palabra, pero prefirió no hacerlo. Quizá al rescatarla de las garras de aquel tipo en la iglesia de San Pietro se había olvidado momentáneamente de su condición sacerdotal y por eso había estado a punto de entregarse a ella.
A la mañana siguiente Afdera se levantó con un fuerte dolor de cabeza, pero con suficientes ganas y ánimo como para seguir trabajando en la traducción de la inscripción que aparecía en la estela funeraria.
Cuando bajó a la terraza ya estaban desayunando Assal, Sam y Colaiani.
– Buenos días a todos -saludó.
– Buenos días, hermanita. ¿Cómo te encuentras?
– Como si anoche me hubiera bebido treinta martinis. Tengo la cabeza que me va a explotar.
– ¿Cuándo quiere que nos pongamos a trabajar con la inscripción en árabe? -preguntó el medievalista-. Conozco a un tipo en Venecia, Stefano Pisani, un historiador que trabaja en el Museo Naval, capaz de traducir ese texto.
– De acuerdo. Llámelo mientras me tomo un café bien cargado, seis aspirinas, me doy una ducha y me visto. Necesitamos saber cuanto antes qué dice esa inscripción si queremos encontrar alguna pista nueva de la carta de Eliezer. Bajaré en unos minutos -dijo Afdera dirigiéndose a las escaleras para subirlas rápidamente.
Al entrar en la habitación pudo sentir aún el olor de Max. «¿Adónde habrá ido?», se preguntó.
Media hora después se reunía en la entrada del palacio con Colaiani y su hermana Assal.
– ¿Es que tú no vienes? -preguntó a Sam.
– No, muchas gracias. Ya he tenido bastante con mi aventura en Aspen. Prefiero esperaros aquí y que me contéis lo que descubráis.
– De acuerdo. Espéranos y comemos juntos -dijo Assal, besándole en la mejilla.
Las dos hermanas y el medievalista se dirigieron hacia el Museo Naval, en la Riva de San Biagio. Dos imponentes anclas montaban guardia en la entrada. En su interior se exponían armas, objetos, maquetas, divisas, blasones, estandartes y embarcaciones originales que hacían volar la imaginación hacia los mares de todo el mundo y de todas las épocas.
Stefano Pisani les esperaba en la entrada. Era un gran experto en materia naval y uno de los más importantes coleccionistas de forcolas, la pieza donde se apoya el remo en las góndolas. Se trataba de un hombre delgado, con una barba corta ligeramente descuidada y ojos vivaces.
– Hola, ¿cómo estás, querido amigo? -saludó Colaiani a Pisani-. Te presento a Afdera y Assal Brooks, nietas de Crescentia Brooks.
– ¿Cómo están? Es un placer. Conocí a su abuela en una conferencia, creo que fue en Marsella hace diez años, en donde se hablaba del expolio de pecios y la venta ilegal de piezas extraídas de los fondos marinos. Ya me dirán qué es eso del trono de San Pedro -pidió el historiador-. Pero antes deben admirar el Bucintoro.
Ante los tres visitantes apareció la joya del museo. El Bucintoro era la espléndida y magnífica nave recubierta de oro en la que, el día de la Ascensión, el dux de la República de Venecia contraía matrimonio con el mar, acompañado por centenares de embarcaciones de todas clases que la seguían en una especie de desfile naval.
– Es una buena copia del siglo XIX -dijo Pisani-. El original fue quemado por orden de Napoleón cuando sus tropas ocuparon Venecia. Para Napoleón, el Bucintoro representaba el orgullo de los venecianos y por eso ordenó su destrucción. Pensaba que, al destruirlo, el orgullo veneciano quedaría reducido a cenizas, pero no fue así.
Afdera se fijó en un hermoso cañón ametrallador chino expuesto justo en la primera sala.
– Es de la guerra de los bóxers de 1900 -explicó Pisani-. Lo trajo a Venecia y después lo donó al museo un famoso marinero llamado Corto Maltés. Al parecer, mató a muchos chinos con él cuando intentaba seguir un tren cargado de oro por Shanghai, Manchuria y Siberia.
El conservador llevó a sus tres visitantes a lo largo de interminables pasillos y galerías cubiertas de objetos navales hasta un gran despacho con ventanales al Arsenale. Afdera fijó su vista en uno de los leones y sonrió por los juegos del destino.
El despacho de Pisani parecía más un camarote de un galeón del siglo XVIII que una oficina en pleno siglo XX. Globos terráqueos, astrolabios, cartas de navegación y retratos de capitanes venecianos de la escuela de Tintoretto decoraban el despacho.
– Siéntense en esta mesa. Aquí estaremos más cómodos -propuso el conservador-. Me estoy volviendo loco con las fundaciones. Necesito dinero para una investigación que deseo llevar a cabo en aguas de Alejandría, pero las fundaciones italianas afirman que para eso no tienen dinero. ¡Increíble! Pero bueno, cuéntenme, ¿qué les ha traído aquí?
Afdera tomó la palabra. Le explicó brevemente a Pisani que su abuela le había dejado en herencia el libro de Judas y le puso al tanto de los pasos que habían dado.
– El libro fue restaurado y traducido por una fundación de Berna. Su traducción nos llevó a una serie de pistas sobre una posible carta escrita por un discípulo de Judas…
– ¿Se refiere a Judas Iscariote, el apóstol traidor?
– Tal vez podríamos demostrar que Judas no fue tan traidor como se piensa o como la historia oficial de la Iglesia católica nos ha hecho creer.
– ¿Y dónde entro yo en su historia?
– Descubrimos una pista en una estela funeraria musulmana del siglo XIII. Esa pista podría llevarnos hasta algún punto que nos permita acercarnos a ese documento del discípulo de Judas y para eso le necesitamos. Me gustaría que nos tradujera el texto árabe que aparece en la estela. Colaiani me ha dicho que es usted un experto.
– Estudié durante años filología árabe y me especialicé en lenguas y culturas mediterráneas para poder leer las cartas y tratados de navegación escritos por los grandes navegantes árabes de los siglos VIII al XIV, con el desarrollo del astrolabio. La verdad es que tengo el árabe un poco oxidado, pero podría intentarlo. Aunque el árabe que se utiliza ahora no es el mismo que el de hace siete siglos.
Afdera sacó de su bandolera las páginas de papel cebolla que había copiado la noche anterior en la basílica de San Pietro. En la Ca' d'Oro las había unido como si fueran piezas de un enorme puzle y la estela apareció ante los ojos de Pisani a su escala real. La joven sacó también las fotografías que había hecho al respaldo del trono de piedra.
– Interesante, verdaderamente interesante -dijo el conservador, observando las líneas que conformaban los caracteres árabes a través de una gran lupa.
– ¿Cree que podría traducirlo? -preguntó Afdera, impaciente.
– Supongo que sí, o por lo menos podría darles una traducción muy aproximada.
– Con eso nos bastaría. ¿Cuándo podrá tenerla?
– Calculo que si me pongo ya con ello, mañana mismo podría estar lista. -De repente, el conservador levantó la vista hacia Afdera y Colaiani y preguntó-: ¿Qué ganaría yo con ello?