Ciudad del Vaticano
Sobre las once de la noche, el cardenal Lienart se encontraba reunido con varios prefectos de las Congregaciones y Comisiones Pontificias. Hasta que el Santo Padre no se recuperase totalmente de sus heridas, él, como secretario de Estado, seguiría liderando los asuntos terrenales de la Iglesia católica. Tras finalizar el encuentro, decidió convocar a su secretario.
– ¿Monseñor Mahoney?
– Soy yo, eminencia -respondió el secretario.
– Necesito que se presente en mi despacho cuanto antes. El tiempo apremia y debemos estar preparados, como le dije.
– Perfecto, eminencia, estaré allí en unos minutos.
La reunión debía mantenerse en el máximo secreto. Los asuntos que iban a tratarse en aquel despacho serían de suma importancia no sólo para el destino del próximo Sumo Pontífice, sino también para la seguridad y estabilidad de la religión católica en el mundo.
Mahoney llegó temprano, como siempre, y tocó levemente la puerta con los nudillos.
– Pase, pase, monseñor -ordenó Lienart.
– Dígame, eminencia, ¿en qué puedo servirle?
– Usted sabe que desde este mismo momento su reloj ha comenzado su cuenta atrás. Tiene desde ahora pocos días para solucionar y dejar todos los cabos bien atados -afirmó Lienart mientras encendía un grueso cigarro habano-. Y ahora quiero saber cómo está la situación de nuestro Círculo.
– En este momento, el hermano Cornelius sigue de cerca a Afdera Brooks. El hermano Pontius tuvo un altercado la otra noche con esa mujer y ese sacerdote, Maximilian Kronauer. Consiguieron herirle, pero se está recuperando en el Casino degli Spiriti. He dado órdenes al hermano Cornelius para que no adopte ninguna medida hasta que sepamos adónde nos va a llevar esa joven. El hermano Alvarado está también en Venecia esperando instrucciones.
– Tal vez el hermano Alvarado deba viajar a Ginebra para dar un escarmiento a ese griego llamado Kalamatiano. Sabe demasiado sobre ese traidor de Judas Iscariote y el rastro dejado por sus palabras envenenadas. Ése es, sin duda, un cabo suelto que hay que atar…
– Pero está muy protegido.
– Por eso quiero que envíe a Alvarado. Él y su magia serán capaces de derrumbar cualquier barrera que se le pueda presentar hasta eliminar a su objetivo en el nombre de Dios Nuestro Señor.
– ¿Y qué hacemos con la señorita Brooks y con Kronauer? También saben mucho de Judas Iscariote y, sin duda, se han convertido en dos cabos sueltos muy importantes -aseguró el obispo.
– Accesorium non ducit, sed sequitur suum principale, lo accesorio sigue la suerte de lo principal, querido Mahoney. Debemos tener paciencia y ahora más que nunca. No podemos tropezar en estos momentos. Paso a paso se va lejos, no lo olvide. Por ahora, dígale al hermano Cornelius que vigile los movimientos de esa mujer. Una vez que él mismo decida que ha llegado el momento, tiene libre disposición para decidir su suerte.
– Entonces ¿dejamos que sea el hermano Cornelius quien decida cuándo atar el cabo de la joven Brooks?
– Sí, eso he dicho. Ordene al hermano Pontius que acompañe al hermano Cornelius. Cuatro ojos ven mejor que dos y dos cerebros piensan mejor que uno. ¿No le parece?
– ¿Y qué hacemos con Kronauer? Si su tío descubre que estamos detrás de su eliminación, podría ponernos en peligro.
– Déjeme a Maximilian Kronauer y a su tío a mí. Yo sabré cómo manejar a ambos. Por ahora, dígale a Cornelius que sólo tiene permiso para atar el cabo de esa mujer. No quiero que al padre Maximilian Kronauer le ocurra nada. ¿Me ha entendido?
– Sí, eminencia, perfectamente.
– De acuerdo. Ahora, monseñor, déjeme solo. Buenas tardes, y espero que la próxima vez me traiga mejores noticias.
Tras su reunión con su secretario, Lienart se dirigió a los jardines vaticanos. En un lugar apartado, cerca de la fuente de la Galera, debía encontrarse con Coribantes.
– Buenas noches, Coribantes.
– Buenas noches, eminencia.
– ¿En qué situación se encuentra nuestro juego de ajedrez?
– He oído que el Santo Padre tiene previsto visitar a ese turco en la prisión en la que se encuentra.
– Lo sé. He intentado hablar con ese estúpido del cardenal Dandi para hacer que Su Santidad desista de esa visita, pero al parecer desea dar su espectáculo ante las cámaras de televisión.
– ¿Qué pasaría si ese turco revelara al Papa quién organizó su intento de asesinato? Podría atar cabos y llegar hasta nosotros -dijo el agente del contraespionaje.
– No lo creo. Ese títere no sabe nada más allá de quién le entregó el arma que usó en la plaza de San Pedro. Ya nos hemos ocupado de ese individuo austríaco y, por tanto, ese Agca no podrá revelar nada al Papa sobre una posible conexión con la propia Santa Sede. Tan sólo deberían preocuparnos Foscati y su hija, Daniela.
– Ya no debe preocuparse por ello, eminencia.
– ¿A qué se refiere?
– Está muerta.
– ¿Cómo que está muerta? -preguntó alterado Lienart.
– Cuando la teníamos retenida, esa jovencita intentó escapar. En el forcejeo con nuestros amigos de Roma que la vigilaban se golpeó la cabeza. Ahora está muerta.
– ¿Quiénes son esos amigos de Roma? ¿Y qué ha hecho con ella?
– No se preocupe, eminencia. Los amigos de la Magliana, la mafia romana, se hicieron responsables de hacer desaparecer su cuerpo. Daniela Foscati no aparecerá jamás, se lo aseguro. Es mejor no preguntar. Es mucho mejor así, eminencia. Olvide el asunto. Es mucho mejor para todos…
El cardenal August Lienart mantuvo absoluto silencio sentado en aquel banco de piedra, mientras Coribantes desaparecía entre las sombras. Por un momento se le apareció el rostro de Giorgio Foscati, aunque pensándolo bien, tal vez fuese mejor así. Al fin y al cabo, tanto ese periodista como su hija eran dos cabos sueltos que alguien debía atar tarde o temprano.
Jerusalén
Para Afdera, encontrarse en Jerusalén era como estar en casa. Conocía cada rincón, cada matiz, cada olor, cada sabor de la ciudad. Junto con Venecia, eran sus hogares.
Durante el vuelo, en primera clase, Afdera se dedicó a leer los titulares de las portadas de los periódicos. La investigación por el atentado contra el Sumo Pontífice era la noticia. La mayor parte de los medios dedicaba sus páginas a mostrar semblanzas del Pontífice, con imágenes en blanco y negro de su niñez en su país natal y retratos del magnicida turco.
– Vaya, pensé que los papas serían los intocables en esta época -dijo Colaiani.
– ¿Por qué pensó eso? Para mí los jefes de Estado son todos iguales, y el Papa no es diferente. De cualquier forma, hace años que dejé de creer en ese Dios del que habla el Vaticano.
– No diga eso. Una cosa es Dios y otra los hombres que utilizan el nombre de Dios en beneficio propio, y de ésos hay muchos en el Vaticano.
– Puede que tenga razón -admitió Afdera mientras acomodaba su cabeza en una almohada para intentar conciliar el sueño.
La despertó el golpe seco del avión tomando tierra en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv. Al salir hacia la terminal, ni Afdera ni el profesor Colaiani se dieron cuenta de que alguien les seguía de cerca y les observaba desde el final de la cola del control de inmigración. Los hermanos Pontius y Cornelius, del Círculo Octogonus, mantenían su estrecha vigilancia sobre la joven.
En cuanto salieron, Afdera divisó la figura desgarbada de Ylan Gershon, el amigo de su abuela y director de la Autoridad de Antigüedades de Israel.
– ¡Afdi, Afdi, estoy aquí! -gritó Ylan, dando ridículos saltos para hacerse ver.
– ¡Hola, Ylan! ¿Qué tal estás?
– Encantado de volver a verte e impaciente por saber cuándo vas a reincorporarte a tu puesto.