– Antes de que me eches la bronca, déjame presentarte a Leonardo Colaiani, uno de los mayores expertos en historia medieval -dijo Afdera, apartándose para dejar que Ylan estrechase la mano al medievalista.
– He leído sus estudios sobre arqueología cruzada -dijo el director de la AAI -. A lo mejor le gustaría que le organizáramos una visita a las excavaciones de Acre.
– Me gustaría mucho, sobre todo al complejo de los hospitalarios.
– No hay ningún problema -afirmó Ylan-. Ese complejo es el más importante de los vestigios subterráneos del San Juan de Acre cruzado. Se encuentra en la parte norte de la actual ciudad vieja. En la estructura que acabamos de descubrir se encontraba el comando central de la Orden de los Hospitalarios, los Caballeros de San Juan. ¿Sabe que descubrimos un amplio entramado de edificios de aproximadamente cuatro mil quinientos metros cuadrados, con salas y habitaciones construidas alrededor de un gran patio central?
– Sí, he leído todo lo relativo a ese descubrimiento en las revistas académicas. Está claro que su departamento ha hecho un gran trabajo de conservación.
– Bueno, antes de que os caséis, ¿podemos ir a Jerusalén? -interrumpió Afdera.
– ¡Oh, sí, cómo no! Ahora mismo viene mi chófer a recogernos. ¿Vais a dormir en casa?
– No, Ylan, muchas gracias. Hemos reservado habitaciones en el Hotel American Colony, en Nablus Road. Allí estaremos mejor y así no os molestaremos a ti, a Helena y a los niños.
– Ya sabes que te adoran, pero si prefieres ir a un sucio hotel lujoso de cinco estrellas, con piscina, sauna y uno de los mejores restaurantes de la ciudad, pues no hay nada más que hablar.
– Te quiero, Ylan.
– Yo también a ti, pero Helena y los niños se van a poner muy tristes de que no vengas a casa.
A poco más de cincuenta y tres kilómetros, el Mercedes-Benz de Ylan comenzó a ascender por una autopista plagada de curvas. Al llegar hasta las afueras de la mítica ciudad, el vehículo entró por la carretera que rodeaba las colinas en dirección a la zona oriental. El hotel se encontraba justo a pocos metros de la línea de armisticio de 1949, establecida tras la primera guerra árabe-israelí. Ylan les dejó en el hotel y quedaron en verse al día siguiente.
Fundado en 1902 por el barón Ustinov, abuelo del actor Peter Ustinov, el American Colony nació con la idea de ofrecer una confortable habitación a los visitantes llegados de Europa y América. Poco a poco, se convirtió en una referencia de lujo y comodidad para los viajeros occidentales y peregrinos que llegaban hasta Tierra Santa.
Durante la Primera Guerra Mundial ondeó en el hotel la bandera blanca de neutralidad, convirtiéndose en un hospital de heridos en campaña. Poco a poco, esa neutralidad hizo que fuera un oasis entre las turbulencias políticas que azotaban la región. Políticos árabes y también judíos podían acercarse al American Colony para mantener reuniones con periodistas internacionales, espías de la CIA o el KGB, oficiales de alto rango de las Naciones Unidas o diplomáticos llegados desde todos los rincones del planeta. Durante toda la noche Afdera sólo pudo pensar en Max hasta que consiguió conciliar el sueño.
Al día siguiente, el patio central del hotel se mostraba bullicioso durante la hora del desayuno. Éste era un acontecimiento que su abuela le había enseñado a no perderse. Allí se sentaban dos corresponsales, el de la BBC y el de una radio española, que vivían en el hotel desde hacía más de cinco años. Se decía incluso que uno de ellos trabajaba realmente para la CIA en la región, como enlace con los grupos palestinos, que estaban en contra de una posible negociación de paz con Israel, pero como todo en el American Colony, aquello también podía ser tan sólo una leyenda más.
– ¿Señorita Brooks? -preguntó el camarero.
– Sí, soy yo.
– Tiene una llamada. Si quiere, puede responder aquí o en recepción.
– Prefiero responder en recepción, gracias.
Reconoció al otro lado de la línea la voz de Ylan.
– ¿Cómo has dormido en ese cuchitril? -preguntó el director de la AAI entre grandes risotadas.
– Ha sido difícil, entre sábanas de lino y algodón egipcio. La verdad es que lo he pasado muy mal durmiendo en este hotel mientras me daba un masaje en el spa y tomaba un baño turco.
– Si quieres, cuando estés lista, os espero a ti y al profesor Colaiani en el Museo Rockefeller. Por cierto, niña, me ha llamado un tal Kronauer, Maximilian Kronauer, para decirme que es amigo tuyo y que se acercará también esta mañana hasta el museo para verte.
Afdera permaneció en silencio, recordando la última noche que se habían visto, en la Ca' d'Oro. Le parecía que habían transcurrido años, en lugar de pocos días.
– ¿Estás ahí? -Oh, sí, Ylan, estoy aquí. Me parece bien lo de Max. Lo veré entonces también allí -dijo antes de colgar.
Después del desayuno, Afdera y Colaiani salieron del hotel y se dirigieron a pie rumbo a la calle Sultán Suleiman, frente a la puerta de Herodes, en cuyas cercanías se levantaba el edificio que albergaba la AAI. A poca distancia, les seguía un Peugeot gris con dos hombres.
El museo, financiado por el magnate John Rockefeller en 1927, alberga una larga historia a través de sus colecciones, que abarcan desde la Edad de Piedra al siglo XVIII. El edificio, mezcla de arte bizantino, islámico y art déco, fue escenario de una de las más cruentas batallas durante la guerra de los Seis Días. A pesar de ello, los objetos que atesoraba no sufrieron ningún daño.
Colaiani siguió a Afdera a través de pasillos llenos de vitrinas y atravesaron un luminoso claustro tapizado por un hermoso jardín adornado con fuentes árabes.
– El señor Gershon la está esperando. Pase, señorita Brooks -dijo la secretaria.
Al abrir el despacho, Afdera sólo vio a Ylan, que estaba hablando con alguien que la puerta ocultaba. Nada más entrar, apareció Max, que tenía entre sus manos un libro sobre las tumbas de los cruzados en San Juan de Acre.
Al ver a Afdera, Max se levantó y se dirigió hacia ella, dándole un inocente beso en la mejilla.
– Vaya, veo que os conocéis muy bien -observó Ylan, sin dejar de mirar a Afdera a los ojos. La joven supo interpretar el tono sarcástico de su jefe.
– Hola, Max, ¿cómo estás?
– Preparando mi viaje a Siria.
– ¡Oh, vaya! Así que se va usted a Siria…
– Sí, así es. El gobierno de Damasco me ha contratado para traducir unos rollos escritos en arameo.
– Max es un experto en lengua aramea -explicó Afdera, dirigiéndose al director de la AAI.
– Pues tal vez podamos contratarlo aquí en Israel para que nos ayude a traducir varias inscripciones que se encuentran en diversas piezas de alfarería -propuso Ylan.
– Será un placer para mí trabajar con usted, profesor Gershon. He oído hablar muy bien de usted en el mundo académico.
– ¿Incluso en Damasco?
– Incluso en Damasco-repitió Max.
– Bueno, pues si quieren, nos sentamos en esta mesa y Afdera me cuenta qué quiere de mí y de Israel.
Cuando los cuatro se sentaron, Afdera extrajo de su bolso el diario heredado de su abuela.
– Este diario fue escrito por mi abuela. En él relata todos los avatares seguidos por el evangelio de Judas, desde que lo descubrieron en la cueva de Gebel Qarara hasta que llegó a sus manos y cómo terminó su andadura en la caja de seguridad de un banco de Hicksville, en Nueva York. Yo he agregado las pistas que hemos ido descubriendo y lo relativo a la llamada carta de Eliezer. Todas las pistas apuntan a que ese documento, escrito supuestamente entre los años sesenta y setenta de nuestra era, debe de estar escondido en la tumba de un caballero cruzado en Acre, y para eso te necesitamos.
– Ya sabes que no hay un registro completo de las tumbas cruzadas halladas en las catacumbas, porque la mayor parte de ellas no tenían ningún tipo de inscripción para ser identificadas. Los sarcófagos están registrados por la AAI con un número y la situación de la propia tumba dentro de la catacumba -aseguró Ylan-. Por cierto, ¿qué te hace estar tan segura de que esa carta o documento está enterrado en Acre?