– Muchas gracias por todo, Yigal. Nos has sido de gran ayuda -dijo Afdera.
– Tan sólo te deseo que descubras la tumba de tu caballero. Cuide de ella, padre -pidió el astrónomo mientras se alejaba de ellos para regresar al observatorio.
Max y Afdera alquilaron un coche y pusieron rumbo a la costa hacia la mítica ciudad de San Juan de Acre.
Durante el trayecto, cruzaron el desfiladero de Hattin, escenario de la famosa batalla entre Saladino y las huestes cruzadas.
– Es curioso -comentó Afdera-. Parece que Hugo de Fratens nos persigue. Estamos pasando justo por el mismo lugar en donde se desarrolló la batalla de los Cuernos de Hattin en 1187. Aquí, el ejército templario y hospitalario a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y Reinaldo de Chatillon, combatió contra las tropas de Saladino, el sultán de Egipto. Saladino acabó con la vida de cincuenta y ocho mil cruzados.
– Es fantasmagórico -murmuró Max, observando la planicie ante la entrada del desfiladero.
San Juan de Acre, actual Acre
Afdera y Max hicieron su entrada en la ciudad de Acre. -Podemos coger una habitación en un hotel del casco antiguo -sugirió la joven-. Allí esperaremos noticias de Ylan y Colaiani.
– De acuerdo. Cuando estuve aquí, hace unos años, dormí en un pequeño establecimiento llamado el Hostal de Walied, en el casco antiguo. Está muy cerca de la torre del caballero cruzado. Por lo menos esta noche dormirás más cerca de él.
Durante todo el día, la pareja se dedicó a visitar los alrededores del Jan el-Shawarda y su torre del siglo XIII. En varios de sus muros podían apreciarse símbolos masónicos, como el compás y la escuadra, mezclados con emblemas cruzados. Afdera comprobó que en la torre y sus alrededores no existía vigilancia alguna.
– Tal vez podamos regresar esta noche, cuando el mercado esté cerrado -propuso la joven.
– Ya me advirtió tu amigo Ylan de esto.
– Vamos, Max, no seas cobarde. Estamos tan cerca… Casi podemos tocar la carta de Eliezer con la punta de nuestros dedos. ¿Vas a acompañarme?
– No, y si me obligas, te ataré a la cama para que no salgas por la noche cuando esté dormido.
– Eso sólo puedes solucionarlo durmiendo conmigo -se insinuó Afdera.
– Ya sabes que hasta que no terminemos con este tema de tu caballero cruzado no vamos a hablar de lo nuestro.
– ¡Ah! ¿Es que hay algo «nuestro»?
– No seas sarcástica conmigo. Ya sabes a qué me refiero, y no, no voy a dejarte venir esta noche sola.
– Pues acompáñame. O me acompañas o te quedas solo en el hotel.
– ¡Maldita sea, Afdera! Vas a conseguir que nos detengan o que nos maten.
– Vamos, Max…
– De acuerdo, te acompañaré, pero no sé en qué estoy pensando. Compremos ahora lo que podamos necesitar y vayamos al hostal. Descansaremos un rato. Nos espera una noche muy, pero que muy larga -advirtió.
Con la caída de la noche sobre San Juan de Acre, las calles quedaron absolutamente desiertas. Lo que por la mañana era un bullicioso mercado de pescado y especias se había convertido durante la noche en una plaza desolada. Antes de salir del hotel, Afdera metió en una bolsa como las que usan los militares israelíes una cizalla, dos palancas, dos linternas, dos martillos, varias cuñas metálicas y de madera y dos cuerdas.
– ¡Qué frío hace! -se quejó Max.
– Es el frío húmedo del mar.
– ¡Quién me mandará hacer cosas como ésta y seguirte en tus locuras! Deberíamos esperar la llamada de Ylan.
– Vamos, Max, no te quejes más.
Ninguno de los dos se había dado cuenta aún de los dos hombres que les seguían a una distancia prudencial. Los asesinos del Círculo Octogonus estaban cerca.
La torre, levantada en el siglo XIII, se erguía imponente sobre el Jan el-Shawarda, junto a la gran mezquita de Al-Jazzar. La luna iluminaba la plaza, antaño ocupada por los cruzados que llegaban a Tierra Santa para combatir al infiel.
– Ilumíname aquí -pidió Afdera a Max mientras extraía de la bolsa la cizalla para cortar el grueso candado de la cancela de entrada a la torre.
– Si alguien nos ve, llamará a la policía.
– No te preocupes. Si nos cogen, ya sé ocupará Ylan de sacarnos de la cárcel. Y ahora, ayúdame.
Afdera y Max consiguieron abrir la puerta oxidada que daba acceso al interior.
– ¿Y qué buscamos ahora?
– Debemos buscar alguna lápida o alguna gran losa que dé paso a la parte subterránea de la torre. Tiene que haber alguna puerta de acceso a la zona de las catacumbas. Busca por ese lado.
– ¿Puede ser ésta? -dijo Max, iluminando una gran losa de piedra con un pequeño escudo en un lado en el que destacaba un león.
– Aquí es -aseguró Afdera-. Ayúdame. Tenemos que encontrar algún resorte o una cerradura escondida. Solían sellar las entradas a las catacumbas con lápidas no muy gruesas que eran fáciles de levantar.
Afdera y Max comenzaron a extraer con las cuñas la arena y el polvo amontonado durante siglos en los huecos de la piedra Mientras Afdera rascaba los huecos, Max iba soplando para dejar limpias las rendijas.
– Aquí está. Max, dame una de las palancas. Yo la colocaré aquí y tú en el otro extremo. Cuando diga uno, dos y tres nos apoyamos en las palancas para levantar la losa, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Uno, dos y tres… -En ese momento, la losa que franqueaba la entrada a la catacumba se movió levemente.
– Debemos colocar cuñas metálicas mientras movemos la piedra. De acuerdo, una vez más…, uno, dos y tres -ordenó Afdera.
Esta vez la piedra se levantó desencajándose de sus bordes mientras Max incrustaba las cuñas para evitar que se cerrase el acceso nuevamente.
– Vamos, debemos volver a intentarlo.
– ¿Por qué no esperamos a Ylan y le pedimos una grúa?
– Vamos, no te quejes más y tira de las palancas.
Una vez más la piedra volvió a moverse, dejando a la vista un oscuro hueco bajo ella. Afdera acercó la linterna para intentar ver algo, sin demasiado éxito.
– Intentémoslo de nuevo -propuso esta vez Max.
La piedra volvió a moverse desplazándose hacia un lado y dejando el suficiente hueco para que un cuerpo pequeño pudiera pasar a través de él.
– Voy a bajar. Átame la cuerda a la cintura. Si doy un tirón, es que todo va bien. Si doy dos tirones, es que una rata gigante intenta devorarme y puedes dejarme y salir corriendo.
– Eso me gustaría.
– Sí, lo sé -respondió Afdera mientras saltaba a la cripta.
La joven alcanzó el suelo, situado a unos tres metros bajo la torre, mientras Max permanecía en la superficie atento al menor movimiento de la cuerda que Afdera llevaba atada a la cintura.
El estrecho pasillo, con inscripciones cruzadas a ambos lados del muro, desembocaba en una antecámara vacía. Iluminó hacia el techo, intentando descubrir una segunda cámara secreta. Mientras golpeaba levemente los muros con la palanca de hierro, un sonido seco le indicó que había encontrado lo que buscaba.
Comenzó a golpear la pared con fuerza hasta que varios pedazos se desprendieron, dejando al aire una segunda cámara. Arrimó la linterna al pequeño hueco y se acercó para intentar ver algo en aquella oscuridad. Aparecieron ante sus ojos tres sarcófagos de piedra.
Siguió golpeando el muro con la palanca hasta que éste cedió, dejando un hueco más grande por el que poder entrar.
Afdera estudió atentamente los tres sarcófagos. Tan sólo el colocado en la pared norte mostraba una cruz en uno de los lados. Si Hugo de Fratens había sido el elegido por Luis de Francia para salvaguardar un valioso documento de la cristiandad, estaba claro que aquélla debía ser su tumba.
Antes de abrirla, la joven decidió regresar a la entrada de la cripta, en donde aún la esperaba Max.
– Max, ¿estás ahí?
– Sí, aquí estoy. ¿Has encontrado algo?