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– ¿Crees en eso realmente?

– Mi vida se ha desarrollado entre lo comprensible y lo incomprensible, entre lo mágico y lo real. Aún recuerdo los siete nombres de los shed: Sam Ha, Mawet, Ashmo-dai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Nà Amah.

– ¡Increíble! ¿Cómo te puedes acordar?

– Para mí son simples recuerdos de mi niñez.

– Sabes mucho de este barrio…

– Sé mucho de esta ciudad -respondió Afdera estirando la mano para coger la de él-. Ven, te enseñaré más rincones secretos que nadie que no sea de aquí ha visto nunca. Iremos donde solía jugar con los niños judíos.

– Sabes mucho sobre la religión judía.

– Casi tanto como tú del origen del cristianismo -respondió Afdera mientras continuaban caminando por las estrechas teràs, rugas, saíizzadas y fundamentas-. ¿Tienes hambre? -preguntó repentinamente.

– Sí, un poco.

– Te llevaré a comer a Alla Vedova, en el barrio del Cannaregio, para que pruebes las mejores polpettine di carne de toda Venecia -dijo la joven entusiasmada.

– La verdad es que el nombre ya me hace desconfiar -dudó Max.

– ¡Oh, sólo son albóndigas! Pero son las mejores que jamás habrás comido en tu vida… Además, te gustará Mirella Doni, la dueña. Le encantará conocerte y contarte alguna historia tétrica de la ciudad. Ya verás.

El pequeño y tradicional restaurante estaba repleto de clientes venecianos que se mezclaban con turistas ocasionales. La barra, en donde se amontonaban platos de antipasti, estaba llena de gente que intentaba alcanzar una copa de vino. La decoración era bastante caótica, pero eso daba cierta originalidad al locaclass="underline" una fotografía del equipo de fútbol del Venecia, de la temporada 1965-1966, una publicidad de los años cincuenta de Leica, una imagen de Jean-Paul Sartre escudriñando tras sus clásicas gafas redondas de concha y su pipa, una curiosa postal de la reina Isabel de Inglaterra con un gorrito rojo y traje a juego y varias cacerolas de cobre colgadas en los techos. La propietaria del centenario local era una mujer de corta estatura pero de fuerte carácter que no paraba de dar órdenes constantemente a los camareros.

Mirella vio entrar a Afdera y a Maximilian Kronauer y se acercó a saludar a la joven mientras intentaba colocarse las gafas sobre la cabeza, a modo de diadema.

– ¡Déjame que te dé un gran abrazo, preciosidad! Siento mucho la muerte de tu abuela -dijo Mirella, estrechando a Afdera entre sus grandes brazos.

– Muchas gracias por acordarte de ella. Te presento a Max, un amigo mío; es muy aficionado a las historias de terror y a las leyendas urbanas -explicó la joven con una amplia sonrisa.

– ¡Oh, eso es estupendo! Tengo una historia muy buena, tan real como que vosotros y yo estamos aquí mismo. Después, cuando termine de contárosla, brindaremos a la veneciana -anunció la propietaria del restaurante mientras servía tres vasos de vino blanco y comenzaba a relatar su historia-: Biasio era un luganegher, un salchichero, que llegó desde Carnia, en Friuli, para instalarse aquí, en Venecia. En los registros de los ajusticiados por la Serenísima se narra que este oscuro personaje preparaba sus magistrales sguazzetto, unas viandas muy apreciadas por los venecianos, pero su secreto era que las preparaba con carne humana. Un día, un barquero llegó hasta su fonda y en su plato encontró un dedo con uña y todo. Biasio fue denunciado y condenado a muerte violenta. Fue arrastrado por un caballo, le cortaron las manos y lo decapitaron. Cuando su casa fue derruida hasta los cimientos, se encontraron restos de hasta cuarenta cadáveres.

– ¿Y cuál es la moraleja de la historia? -preguntó Max-. A los italianos os encantan las moralejas.

– ¡Sí, tienes razón! Pues la moraleja es que no preguntes de qué están hechas nuestras polpettine di carne que vas a comer. Después os daré un buen plato de bavette al nero di seppia -dijo Mirella entre grandes risotadas.

Tras una pausa, y mientras levantaba su vaso de vino, hizo callar a todos los comensales del restaurante y brindó al estilo veneciano del siglo XV:

Quien bebe bien, duerme bien; quien duerme bien, nunca piensa; quien nunca piensa, no hace mal; quien no hace mal, va al paraíso; así que bebed bien, que al paraíso iréis.

– ¡Salud! -corearon todos los presentes.

Durante la comida, Afdera reveló a Maximilian Kronauer el secreto del libro que había entregado a la Fundación Helsing de Berna y su importancia para el origen del cristianismo y, por supuesto, de la Iglesia católica romana.

– Mi abuela me dejó encomendada en herencia la misión de lavar el nombre de Judas Iscariote.

– Ten por seguro que si alguien descubre que tienes en tu poder ese libro, irá a por él y, posiblemente, también a por ti. Deberías tener cuidado y no contárselo a nadie.

– Mañana por la mañana me marcho a Egipto para intentar saber cómo llegó el evangelio a manos de mi abuela. Mi primera cita será en Alejandría… ¿por qué no vienes conmigo? Me vendría bien un experto en el origen del cristianismo.

– No puedo en estos momentos, pero, de cualquier forma, gracias por la invitación. Tengo que ir a Roma por asuntos familiares -se disculpó Max.

– Que sepas que estoy muy ofendida por no querer acompañarme y cuando regrese te verás obligado a invitarme a cenar.

– Será un placer -respondió.

Afdera no sabía qué motivo le había impulsado a contar a Max la misión encomendada por su abuela ni por qué le había invitado a ir con ella a Egipto. Al fin y al cabo, apenas le conocía, pero confiaba en Max. Tal vez necesitaba confiar en él, necesitaba confiar en alguien.

A poca distancia de allí, varios hombres comenzaban a partir del Casino degli Spiriti en dirección a la basílica de Santa Maria della Salute. Cruzaron el Campo San Filippo e Giacomo y los siete hombres entraron en la pequeña calle que conducía a la Corte del Rosario, donde, escondido a la vuelta de la esquina y encima de una puerta, había un misterioso dragón del siglo XV. Cada uno de los miembros del Círculo Octogonus apoyó su mano en el muro y murmuró una pequeña oración. Seguidamente, un vaporetto los condujo desde una orilla del Gran Canal a la otra. Allí, en la Punta della Dogana, se alzaba majestuosa la iglesia de Santa María della Salute, uno de los máximos símbolos del poder del Círculo Octogonus en la ciudad de los canales desde el siglo XVII.

Se cree que el arquitecto Baldassare Longhena se inspiró para el diseño de la iglesia en la imagen del templo de Venus Physizoa, reflejado en el Hypnerotomachia Poliphüi, cuyo ejemplar se guardaba en el rincón más recóndito de la Biblioteca Marciana.

Tras el fin de la epidemia de peste de 1631, la Serenísima decidió levantar una gran iglesia en honor de la Virgen de la Salud, protectora de la ciudad. La construcción tardó casi medio siglo en terminarse debido a su complicado diseño. Muchos expertos declaraban que el templo hacía referencia al humanismo renacentista como unión sincrética entre la madre pagana y la cristiana, en una especie de unión de protocristianismo ideal.

El cardenal August Lienart conocía el gran secreto que se ocultaba tras esta extraordinaria construcción. Midiendo el total con el pie veneciano, 35,09 centímetros, aparecía con asombrosa constancia el número ocho. Los propios octógonos que conformaban su base simbolizaban el renacer. El número ocho en simbología cristiana significa la resurrección y la vida eterna, algo que ocurría con el poderoso Círculo Octogonus, que había sido capaz de sobrevivir al paso de los siglos como guardián secreto de la fe.