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– Levantaos y vayámonos de aquí -ordenó.

Simón, el encargado de la seguridad, les conminó a que salieran de la casa de uno en uno para que pasaran inadvertidos y les aconsejó que se dirigieran hacia la Puerta Dorada, que permanecía abierta y sin vigilancia de soldados romanos con motivo de la Pascua.

Poco después, el Maestro volvía a reencontrarse con sus discípulos entre la arboleda de Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. Algunos se sentaron en el suelo, recostados en los árboles, y otros permanecieron de pie, hablando.

La noche discurría entre plegarias y largas disertaciones cuando, de repente, aparecieron de entre los árboles soldados empuñando sus espadas. Varios discípulos se pusieron en pie.

– Llegó la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos! Mirad, el que me va a entregar está cerca.

Todas las miradas se concentraron en el apóstol que más cerca estaba del Maestro, Judas Iscariote, a quien había tendido su mano. En un lugar apartado, ajeno a lo que allí estaba sucediendo, Pedro observaba la escena.

Varios guardias del templo, comandados por Jonatán, prendieron a Jesucristo. Simón el Zelote, acostumbrado a huir y atacar a las fuerzas romanas y herodianas que le acechaban en las montañas galileas, presintió el peligro. Con una daga en la mano corrió a proteger al Maestro, que ya se había identificado y extendía sus manos para ser prendido.

– Guarda tu daga -le ordenó el Maestro mientras los guardias le ataban ya las manos.

Pocas horas después, mientras Jesús era interrogado en el Gran Sanedrín, una mujer se acercó a Pedro y, ante un grupo de soldados, le espetó:

– ¿No eres tú también un discípulo de ese hombre?

Pedro sacudió la cabeza, negando conocer al detenido. Se había producido la primera negación.

Cuando Jesús era trasladado para ser presentado ante el sumo sacerdote, Pedro se encontró de pronto rodeado por una muchedumbre. Una criada agitó un dedo, acusándole de ser un seguidor de aquel que estaba siendo juzgado ante el sumo sacerdote. La mujer alegaba que había visto a Pedro caminar junto al Hombre, que iba montado en un burro.

Pedro negó con firmeza.

– ¡No le conozco! Yo iba caminando detrás del animal -gritó en su defensa. Se había producido la segunda negación.

Cuando intentaba abandonar el lugar, un criado golpeó a Pedro en el pecho y le increpó:

– Tu propia forma de hablar te descubre como seguidor de ese Hombre.

El discípulo comenzó a maldecir al criado por mentiroso, gritando a quien quisiera oírle que él no conocía a «aquel Hombre». Tan convincente fue su discurso que los criados y guardias que se habían acercado debido al alboroto se echaron para atrás. Tras la tercera negación cantó el gallo.

Pocas horas después, el Hombre, el Maestro de los doce apóstoles, sufriría la Pasión. Fue azotado hasta la extenuación, golpeado, escupido y, por último, crucificado en el monte del Gólgota.

Los espectadores que se habían congregado para ver la crucifixión fueron poco a poco dispersándose mientras los soldados hacían guardia al pie de la cruz. Cuando los militares pensaban que el reo había fallecido, éste levantó la cabeza y, mirando a los ladrones que estaban crucificados a su lado, dijo:

– Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Tres horas después de haber sido crucificado, el reo volvió a hablar:

– Todo está cumplido. -Éstas serían sus últimas palabras.

Longinos, el oficial romano encargado de comprobar la muerte del reo y que actuaba como exactor mortis, agarró su lanza por un extremo y se la clavó al Hombre en el costado.

A pocas millas de allí, uno de los apóstoles huía tras el oculto manto de la noche en una barca de pesca, rumbo al seguro puerto de Alejandría.

Durante horas, días y noches, bajo la luz de las pequeñas lámparas de aceite, el anciano dictó a su discípulo Eliezer sus recuerdos. Quería dejar constancia de cuál había sido su lugar en la historia.

Habían pasado seis lunas cuando una noche, Eliezer, tal y como había hecho en tantas ocasiones, entró en la choza para continuar con la transcripción de los recuerdos de su maestro.

– ¿Maestro? -preguntó el discípulo, sin obtener respuesta-. ¿Maestro?

El discípulo acercó la lámpara de aceite al último de los apóstoles. Su rostro amarillento y cubierto de sudor mostraba que había muerto esa misma noche, entre terribles pesadillas.

Eliezer comprendió entonces que aquellos pliegos de papiro que se encontraban a su lado, amontonados sin orden alguno, cambiarían el curso de la historia de la cristiandad. Lo que ignoraba en aquel momento es que había muchas personas a quienes no les interesaría que aquellas palabras saliesen a la luz hasta el final de los tiempos.

***

Gebel Qarara, Egipto Medio, 1955

Las montañas de Gebel Qarara se alzaban majestuosas con su color cobrizo, típico del desierto egipcio. Su aspecto misterioso y árido le conferían un aire ciertamente lunar, como si fuera de otro planeta.

Desde las alturas, los fuertes y constantes vientos arrastraban nubes de arena caliente que se pegaba al cuerpo como una fina película. Los mismos vientos circulaban a lo largo y ancho del valle hacia lo más profundo, convirtiéndolo en un horno constante de cuarenta grados a la sombra.

El fondo del valle se había convertido en una zona muy frecuentada por los fellahim, campesinos que exploraban la región en busca de sabakh, un fertilizante rico en nitratos muy utilizado por los agricultores. Una noche, tres fellahim penetraron en el valle. El cabecilla del grupo se llamaba Hany Jabet. Le seguía su amigo Mohamed y un sobrino de éste. Los tres hombres portaban antorchas y palas que cargaban sobre tres pequeños burros.

Una colina cerca de una pared fue el lugar elegido por el grupo para empezar a buscar el tan ansiado sabakh que podría aliviar el hambre de sus familias al menos durante unos días. Para muchos de estos hombres esta sustancia era un modo de subsistencia mientras no tuviesen la suerte de encontrar alguna tumba perdida que poder saquear para después vender los objetos en el mercado clandestino de El-Minya o incluso en los de El Cairo o Alejandría.

Hany Jabet, Mohamed y su sobrino se dispusieron a cavar con sus palas de madera. De repente, Mohamed golpeó algo duro muy cerca de la roca. Al principio, pensó que se había topado con la piedra de la ladera de la montaña, pero un segundo golpe dejó caer una importante cantidad de arena que cubría una especie de lápida funeraria. Los tres hombres creyeron que era sólo una parte más de la pared, pero a Hany le llamó la atención porque parecía que la había pulido la mano del hombre y no los elementos.

Los tres hombres se miraron sorprendidos, pensando en su fuero interno que podrían haber descubierto la tumba perdida de un faraón o de un sumo sacerdote. Tanto unos como otros eran enterrados con importantes y valiosas ofrendas, objetos que serían fáciles de vender en el mercado negro.

El saqueo de tumbas se llevaba practicando en Egipto desde el mismo día en que se levantaron las primeras pirámides. Los faraones incluso ordenaban que, a su muerte, los arquitectos y excavadores fuesen enterrados junto a ellos para salvaguardar la ubicación exacta de la entrada secreta a la cámara mortuoria.

Los tres hombres continuaron golpeando la lápida con sus palas, intentando dejar a la vista el tamaño real de la entrada. Mientras golpeaban la piedra pulida con los primeros rayos de sol de la mañana soñaban con haber encontrado una tumba que sacase a la luz algún indicio de los cuatro mil gloriosos años de historia de Egipto.

Los fellahim se turnaban para intentar apartar la gruesa lápida que daba acceso al interior de la cueva. Con cada golpe de pala, iban desprendiéndose restos cada vez más grandes de la losa.