– La montaña de Gabal Qusqam, donde actualmente está el monasterio de Al-Moharrak, es una de las paradas más importantes en el viaje de la Sagrada Familia por Egipto. Es tan sagrada que incluso se la denomina el segundo Belén. Este monasterio se encuentra al pie de la montaña occidental conocida como El Qusqam, nombre que se atribuye al pueblo que quedó en ruinas. La Sagrada Familia permaneció seis meses y diez días en la cueva, que se convertiría después en el altar de la iglesia antigua de la Virgen en la parte occidental del monasterio -relató Abdel Gabriel-. El altar de esta iglesia, el más antiguo de la historia, es una gran roca en la que se sentaba Nuestro Señor Jesucristo a orar. En este monasterio se apareció el ángel de Dios a José en sueños y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño».
– Mateo, capítulo 2, versículos 20, 21 -dijo Afdera entre dientes.
– Así es, niña. Conoces muy bien las Sagradas Escrituras -afirmó el excavador con cierta admiración-. A su vuelta, la Sagrada Familia tomó un camino distinto, un poco hacia el sur hasta la montaña de Asiut, conocida como montaña de Dronka, Gabal Dronka, que fue bendecida por la Sagrada Familia y donde se levantó un monasterio en nombre de la Virgen. José, María y Jesús llegaron a El Cairo Viejo, después a Matariah, luego a Al Mahamma, de allí al Sinaí y, a continuación, hacia Palestina, instalándose en el pueblo de Nazaret, en Galilea.
– Y así acabó su viaje. Un viaje de sufrimiento que duró más de tres años entre la ida y la vuelta y en el que recorrieron más de dos mil kilómetros, teniendo como único medio de transporte una mula y una barca para cruzar el Nilo -completó la joven.
– Así fue, y por eso esta tierra que pisamos es sagrada para los cristianos.
– Tal vez por eso quisieron llegar hasta aquí los cruzados -reflexionó Afdera.
– No lo sé, pero dentro de unas horas, cuando entremos en la cueva, tal vez sepamos algo más -precisó Abdel Gabriel, dándose ya la vuelta para intentar dormir.
Unas horas después, la joven sintió que alguien la zarandeaba por el brazo tratando de sacarla de un profundo sueño. Aquello le recordó el ataque sufrido y reaccionó intentando golpear al hombre que la sujetaba. Era Abdel Gabriel, que la despertaba para ponerse en camino hacia la cueva.
– Perdóneme, Abdel, estaba soñando, y al despertarme pensé que me atacaban.
– No te disculpes, niña, lo entiendo. Yialla al Fel gabal, al magara, vamos a la montaña, a la cueva -dijo el excavador.
Afdera y Abdel caminaron por un largo valle inundado de catacumbas naturales, esculpidas durante siglos en las laderas de la montaña por los elementos climatológicos. Unas grandes columnas parecían sostener unos techos abovedados. De repente apareció ante ellos una roca lisa, tallada posiblemente por la mano del hombre.
El excavador agarró un azadón y comenzó a extraer la arena y las piedras que taponaban la entrada de la cueva. Con el acceso ya despejado, Abdel Gabriel introdujo la pala y consiguió mover la piedra, dejando salir un fétido olor del interior. Antes de entrar, Afdera tomó una bocanada de aire fresco y se introdujo por el estrecho pasillo siguiendo la luz de la linterna de Abdel, que había entrado primero.
Unos metros más y la joven notó la mano del excavador.
– Cuidado, niña. Hay un gran desnivel. Aquí fue donde supuestamente cayó Mohamed y pisó uno de los sarcófagos por accidente -la alertó Abdel.
Afdera vio tres ataúdes. Uno de ellos con la tapa hundida. En el interior podía verse una tela descolorida sobre lo que parecía un cuerpo momificado por el paso del tiempo. El cadáver tenía sobre cada uno de los ojos y la boca un doblón de plata con el escudo del rey Luis de Francia. Cogió una de las monedas y la introdujo en una bolsita de cuero; seguidamente, apartó la tapa rota del ataúd y extendió la tela arrugada que envolvía el cuerpo. Enseguida pudo identificar el escudo de armas del rey Luis. Nerviosa ante el descubrimiento, Afdera sacó un cuaderno y comenzó a copiar el símbolo y a dibujar la cueva y el sarcófago.
– ¡Es increíble! -dijo en voz alta, sin que el excavador entendiese muy bien a qué se refería-. Este hombre que yace aquí es seguramente uno de los caballeros que acompañaron a Luis de Francia durante la séptima cruzada. Te estoy hablando, Abdel, de mediados del siglo XIII.
– Lo que no entiendo es qué relación tienen estos soldados con el libro:-exclamó el excavador.
– Eso lo descubriré más tarde. Se lo aseguro, Abdel.
Durante el camino de regreso a El Cairo, Abdel Gabriel reveló a Afdera que su siguiente parada debía ser un reconocido negocio de antigüedades en el popular mercado de Jan el-Jalili, propiedad de un extraño tipo llamado Rezek Badani, y que ya había mencionado Liliana Ransom.
– No te fíes de él, niña -le advirtió el excavador-. Cuando se trata de negocios, podría venderte a su madre si con ello fuese capaz de ganar dinero.
– Tendré cuidado, descuide.
A poca distancia de allí y desde una de las oscuras cuevas, alguien les observaba a través de unos potentes prismáticos. Los dos asesinos del Círculo seguían de cerca a la joven Afdera Brooks.
Tras un viaje agotador de regreso por carreteras imposibles y cubierta de polvo, la joven se instaló en el Mena House de Giza. Este hotel palacio, a la sombra de las pirámides, había sido inaugurado en 1869. El olor a jazmín de sus jardines inundaba las estancias. Allí habían dormido reyes y emperadores, generales y príncipes, millonarios y cortesanas, actrices y divas de la ópera.
Cuando Afdera llegó hasta sus puertas en el destartalado vehículo del excavador, sucia, con el rostro tumefacto y con una mochila como único equipaje, el portero la observó con cierta desconfianza. Tras despedirse de Abdel con un beso en la mejilla y enviarle o.tro a Binnaz y a los niños, Afdera se dirigió a la recepción. Reservó una habitación, pidió hora para un masaje y ordenó que le subiesen un sandwich de carne y dos coca-colas bien frías. «Necesito desprenderme de este polvo amarillento que me cubre», pensó la joven mientras el ascensorista la miraba sin disimulo.
A varios kilómetros de allí, Abdel Gabriel se detenía en el puesto de Beni Suef para repostar combustible, llamar por teléfono a su esposa y comer algo para reponer fuerzas. Tras hablar con Binnaz y saludar a sus hijos, Abdel se acercó a un puesto de comida cercano para degustar un buen bocadillo de carne y un té a la menta. Mientras lo hacía, pudo oír cómo un hombre intentaba comunicarse con la gente de su alrededor y les preguntaba cómo ir hacia el sur.
– Yo voy hacia el sur. Puedo llevarles si quieren -propuso Abdel, confiado.
– Oh, muchas gracias -dijo el desconocido-. Somos sacerdotes y venimos desde Italia para seguir la ruta de la Sagrada Familia en Egipto.
– Yo soy también cristiano como ustedes. Soy copto. Mi nombre es Abdel -precisó.
– Si quiere le pagaremos el viaje hasta donde nos lleve -propuso uno de los sacerdotes.
– No es necesario. Es de buenos cristianos ayudarse en el duro camino de la peregrinación y mi deber como tal es llevarles hasta donde digan.
– Le diré al hermano Pedro que se dé prisa y nos iremos cuando usted quiera.
Pasados unos minutos, Abdel vio a los dos sacerdotes acercarse hasta donde estaba detenido su coche.
– Soy el padre Miguel -se presentó uno de ellos, sentándose en el asiento delantero, junto al conductor-. Él es el hermano Pedro, aunque la verdad es que habla poco.
El padre Pedro era un gigantón de enormes manos que se intentaba acomodar detrás del asiento del conductor.
– Siéntese en el otro lado -le propuso Abdel Gabriel-, así podrá estirar mejor las piernas.
– Si hoy inviertes en sacrificio y dolor, mañana ganarás regocijo, logro y satisfacción. No lo dude, querido Abdel. El padre Pedro prefiere permanecer detrás de usted.