– ¿Max? -preguntó Afdera rápidamente, pero sus deseos se vinieron abajo cuando la joven oyó con más atención: «Éste es el contestador automático de Maximilian Kronauer. Deje, por favor, su mensaje y número de teléfono. Le llamaré cuanto antes», y a continuación sonó un molesto pitido-. Max, soy Afdera. Sólo quería hablar contigo. Estoy en El Cairo y seguramente regrese a Europa mañana o pasado mañana. Tengo que ir a Berna de nuevo. Espero poder verte allí. Me gustaría mucho. Estaré alojada en el Bellevue Palace. Adiós. Espero verte pronto.
Algo triste, colgó el auricular, pagó al encargado del locutorio y salió a la calle, en donde volvió a perderse en el bullicio del Jan el-Jalili.
La tarde estaba ya cayendo sobre El Cairo, dejando una tenue luz a la puesta del sol. Crescentia Brooks aseguraba que se debía al telón casi invisible que se formaba en la capital egipcia por el polvo levantado en el desierto y que quedaba suspendido en el aire.
Tras realizar algunas compras, detuvo un taxi y entregó al chófer el papel con la dirección que le había dado Badani.
Sumergido entre el tráfico y los cruces, cuyos semáforos habían dejado de funcionar hacía décadas, el taxista se dirigió al elegante barrio de Heliópolis, en la zona noreste de la ciudad.
A Rezek Badani, originario de El-Minya, al igual que Abdel Gabriel Sayed, no le habían ido nada mal las cosas. Gracias a su habilidad negociadora, precios altos y mucha paciencia, había conseguido hacer una pequeña fortuna que le permitió acceder a la clase dirigente cairota. Se decía incluso que Badani estaba protegido por uno de los hijos del presidente Anuar el Sadat. Lo cierto es que, a pesar de sus orígenes humildes, había logrado casarse con la joven y bella hija de un comerciante copto de telas. Badani le llevaba casi quince años cuando contrajeron matrimonio. En poco tiempo, el comerciante la había llenado de hijos a los que cuidar.
En la calle Ramsis se levantaba un bloque de viviendas algo ruinoso, propiedad de Badani, en uno de cuyos pisos vivía junto a su numerosa familia.
Afdera tocó la campanilla de bronce junto a la puerta y esperó. Al otro lado podía oírse a varias personas corriendo de un lado a otro.
La puerta se abrió y ante Afdera apareció una atractiva jovencita de no más de veinte años, vestida con un uniforme de criada muy ceñido, mientras intentaba peinarse y arreglarse la ropa al mismo tiempo. Estaba claro que aquella joven era amante de Badani.
– El señor Badani la está esperando -anunció la criada.
El piso, de unos trescientos metros, no era nada ostentoso y tampoco elegante. El salón, aunque espacioso, estaba mal iluminado. Dos sofás con fundas de plástico, una mesa de cristal y varios ceniceros llenos de colillas de cigarrillos Cleopatra, la marca que fumaba Badani, y otra mesa baja eran el único mobiliario. Curiosamente, poca gente podría saber que en tres cajas fuertes repartidas por la casa se escondían valiosas joyas, reliquias arqueológicas, fragmentos de papiros y manuscritos, monedas antiguas de época romana y mucho dinero en efectivo: libras inglesas, dólares americanos, pesetas españolas y liras italianas.
La casa de Badani solía estar casi siempre llena de gente; en ocasiones, varios parientes suyos recalaban allí para tomar un café o un té con menta en la cocina. Sin embargo, esta vez el marchante estaba únicamente acompañado por la joven criada y una cocinera.
– El señor Badani me ha indicado que va a quedarse a cenar -dijo la criada.
– Perfecto, muchas gracias. Acepto la invitación.
Ella, al igual que su abuela antes, sabía que para los egipcios la comida era el paso previo a los negocios, y lo que la había llevado hasta allí bien podría calificarse como un negocio. Afdera se puso a leer el diario de su abuela mientras esperaba a Badani. En ese momento apareció ante ella el comerciante, despidiendo un fuerte aroma a perfume egipcio barato.
Rezek Badani se había puesto un traje marrón a rayas y unos zapatos de charol negros. La criada miraba con recelo a Afdera, tal vez porque pensaba que la joven podría convertirse en una rival, mientras colocaba en la mesa baja un mantel de hilo fino.
– Perdone, señor Badani, pero quería preguntarle.
La pregunta de Afdera quedó interrumpida por la mano alzada de Rezek Badani.
– Antes de hablar, cenemos. Después, si usted quiere, puede preguntarme lo que desee.
La criada y otra mujer, que posiblemente había estado en la cocina hasta ese momento, comenzaron a poner diversos platos sobre la mesa con melojia, una típica sopa egipcia de verduras con arroz, pichones con dátiles y pasta de garbanzos con aceite de oliva. Como postre, había varios tipos de dulces árabes.
– Pueden retirarse -indicó Badani a las mujeres.
Tras la cena, Afdera volvió al ataque.
– ¿Podemos hablar ahora?
– Tal vez no desee hablar de ese libro sin recibir algún dinero por la información. ¿De cuánto dinero dispone? -quiso saber Badani.
Afdera observó un tablero de trik-trak.
– ¿Sabe usted jugar al trik-trak? -preguntó.
– Soy el mejor jugador de El Cairo.
– Le propongo lo siguiente: juguemos; si le gano, responderá a todas mis preguntas. Sin omisiones.
– ¿Y si pierde?
– ¿Qué desearía recibir?, ¿dinero?
– Nada de eso. Si me desafía a jugar al trik-trak, subamos la apuesta.
– ¿Y qué propone? -preguntó Afdera.
– Si usted pierde, se quedará a dormir aquí conmigo.
– Olvídelo -dijo bruscamente Afdera haciendo ademán de levantarse para dirigirse hacia la puerta-. Se ha equivocado de persona. Lo último que se me pasaría por la cabeza sería acostarme con un tipo como usted.
– No me malinterprete. Sólo le estoy proponiendo que si pierde, dormirá usted aquí, completamente desnuda. Sólo me dejará observarla. No la tocaré, se lo prometo. Sólo deseo verla desnuda y poder oler su ropa.
– ¿Y si gano me dirá usted todo, absolutamente todo lo que sabe?
– Sí, lo haré -respondió Badani.
– Bien, acepto -contestó Afdera.
Una hora y media después, Rezek Badani veía cómo iba perdiendo una partida tras otra, casi ofendido porque le ganase una mujer y frustrado en su deseo de ver a aquella joven desnuda. Lo que el comerciante no sabía era que siendo niña, ella y su hermana Assal pasaban horas y horas escuchando ópera junto a su abuela y jugando al back-gammon durante los veranos en la Ca' d'Oro.
– Ahora es mi turno -dijo tras ganar la cuarta partida a Badani.
– Bien, soy todo suyo -respondió el comerciante humillado-. Estoy dispuesto a responder a sus preguntas.
– ¿Quién le dijo a usted que el libro podía tener algún valor?
– Charles Eolande, un experto en papirología del Instituto Oriental de Chicago. Había trabajado durante algunos años en Alemania hasta que se trasladó a Estados Unidos. Varios comerciantes de antigüedades de El Cairo adoptamos de cierta forma a Eolande como asesor. Cada seis meses venía a Egipto para adquirir piezas para él, para universidades y para, digámoslo así, otras instituciones.
– ¿Qué tipo de instituciones? -interrumpió Afdera.
– El Vaticano. Tal vez los Museos Vaticanos, pero no lo sé seguro. Lo que sí sé es que Eolande estaba muy bien relacionado con algún alto miembro de la curia vaticana. No sé con quién, pero le aseguro que ganaba mucho dinero asesorándole. Eolande compraba muchas piezas y manejaba mucho dinero en efectivo. Hizo una verdadera fortuna durante la década de los sesenta, cuando el mercado de papiros era casi inexistente, pero en los años setenta ese mercado cayó en picado. Creo que porque muy poca gente entendía de ellos.
– ¿Qué tipo de piezas interesaban a Eolande?