Выбрать главу

– Es curioso, pero estaba muy interesado en especial en los fragmentos de papiro que se encontraban dentro de los cartonajes, el ataúd interno y más ligero hecho de papiro que envuelve a las momias. Le interesaban los cartonajes romanos y de la época ptolemaica. Tal vez estuviese buscando algo. Realmente nunca lo supe.

– ¿Cree que sabía que podía existir el libro de Judas?

– No lo creo, aunque con Eolande y su socio nunca se puede saber. Lo cierto es que él era el mayor experto en textos escritos en papiro. A lo mejor alguien le había dado alguna información sobre el libro, pero esas pistas debían de ser bastante dispersas.

– ¿Quién era ese otro socio del que habla? -preguntó Afdera.

– Déjeme recordar. Creo que se llamaba algo así como Coloiani, o Colaiani. Ahora recuerdo. Su nombre era Leonardo Colaiani, un experto en historia de las cruzadas de la Universidad de Florencia.

– ¿Cuál era el papel de Colaiani en todo esto?

– Yo creo que tanto Colaiani como Eolande estaban buscando algo más importante que ese libro de Judas -contestó Badani, bajando la voz, como si se tratase de un comentario confidencial.

– ¿Por qué cree eso?

– Colaiani y Eolande eran asesores de un tipo muy peligroso al que llaman el Griego y del que es mejor alejarse. No le recomendaría ni siquiera que se acercara a él -advirtió el comerciante.

– ¿Cuál es su nombre?

– Su nombre real es Vasilis Kalamatiano, el marchante más importante de antigüedades desde hace más de treinta años. Dicen que comenzó su carrera durante la Segunda Guerra Mundial, comprando primero a bajo precio propiedades incautadas a los judíos ricos de Europa y después obras de arte y antigüedades a precio de saldo a antiguos dirigentes nazis que intentaban conseguir dinero en efectivo de forma rápida para poder huir de la justicia aliada una vez acabada la guerra.

– ¿Dónde podría encontrar a ese griego?

– Tiene varios negocios en Ginebra y Berna, aunque no cuenta con una sede concreta donde se le pueda localizar.

– Así que Eolande y Colaiani eran sólo ojeadores de Kalamatiano.

– Así es.

– ¿Y quién maneja a Vasilis Kalamatiano?

– Quien tenga dinero suficiente para adquirir las obras de arte y antigüedades que ofrece. Sus clientes son millonarios, fundaciones, jefes del crimen organizado que desean blanquear el dinero conseguido con las drogas o la prostitución en actividades lícitas como el arte, el Papa…

– ¿Ha dicho el Papa? -preguntó Afdera.

– Sí, el Papa…, o eso creo. El Vaticano, la Secretaría de Estado, los Museos Vaticanos han tenido siempre una estrecha relación con Kalamatiano, y no creo que eso haya cambiado. Las mejores piezas siempre se ofrecían primero a la Santa Sede, y si éstos no se mostraban interesados, entonces Kalamatiano se las ofrecía a fundaciones o millonarios coleccionistas. Además, cuenta con una gran influencia entre los gobiernos y autoridades de Egipto y las instituciones que organizan las grandes ferias internacionales.

– Lo que todavía no entiendo es la relación de Eolande con ese otro tipo, Colaiani. ¿Qué tiene que ver un especialista en papiros con un experto en la historia de las cruzadas?

– No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que ambos trabajaban a las órdenes de Kalamatiano y éste, a su vez, tal vez para el Vaticano.

– ¿Debería hablar con los tres?

– Yo no le recomendaría acercarse a Kalamatiano. Inténtelo con el italiano. Tal vez él, al ver a una mujer bonita, acepte como yo hablar con usted.

– Déjeme hacerle una última pregunta -dijo Afdera, ya de pie cerca de la puerta-: ¿por qué nadie contactó con usted sabiendo que tenía el evangelio de Judas Iscariote?

– Querida, este negocio es muy pequeño y todos sabemos las piezas que tiene la competencia o las que dice tener y sabemos que no tiene. Yo tuve el libro tan poco tiempo que ni siquiera pude estudiar su contenido, y todos lo sabían. También supieron cuándo me des hice de él y cuándo se lo traspasé a Liliana Ransom.

– Así que, según usted, Kalamatiano podría saber que el libro estaba en poder de mi abuela.

– Sin duda alguna, querida. Sin duda alguna. El Griego lo sabe todo.

– ¿Podría tener el suficiente poder como para ordenar asesinatos de personas relacionadas con el libro?

– No creo que Kalamatiano llegase hasta ese punto, pero quién sabe si los hombres que le pagan estarían dispuestos a matar con tal de conseguir ese libro.

– ¿Cree usted que el Vaticano podría ordenar esos asesinatos? No me lo puedo imaginar siquiera.

– Pues a mí no me extrañaría. Déjeme relatarle algo que muy pocos saben. En el mundo de las antigüedades se cuenta que hace unos años mucha gente relacionada con un extraño y antiguo libro que no había conseguido ser descifrado fueron muriendo uno a uno. Se rumoreó que el Vaticano, o alguien del Vaticano, podrían estar detrás de aquellas muertes, pero misteriosamente nadie llegó a investigar lo suficiente. Incluso se sabe que el libro estaba en la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y que poco después desapareció sin dejar el menor rastro. La universidad en cuestión nunca llegó a investigar el tema. Lo más curioso de toda esta historia es que los muertos fueron encontrados con un octógono de tela sobre ellos, iguales a los que encontraron sobre Liliana Ransom y en la boca de mi antiguo socio, Boutros Reyko, pero no se altere. Tal vez sólo sean leyendas. Simples leyendas.

– Yo no creo en leyendas, señor Badani, a no ser que estén documentadas. Soy arqueóloga e historiadora. Si no lo leo, no lo creo. Muchas gracias por todo, señor Badani, pero debo irme. Buenas noches.

– Buenas noches, señorita Brooks. Llámeme cuando quiera y recuerde mi proposición -dijo el marchante acompañando a Afdera hasta la puerta sin dejar de admirar por detrás las formas de la joven.

Eran las dos de la mañana cuando Afdera salió del ruinoso edificio y se encaminó hacia el paseo del Nilo para intentar conseguir un taxi que la llevara al Mena House, en Giza. Siguió caminando hacia el puente el-Sahel, en donde decenas de jóvenes cairotas se reunían a esa hora. Tres muchachos se acercaron a ella con intención de entablar conversación, pero Afdera, con una sonrisa, declinó la invitación de uno de ellos.

– Sólo necesito un taxi -dijo.

Uno de los tres jóvenes dio un fuerte silbido, levantando la mano para atraer la atención de un taxi que en ese momento giraba en dirección contraria a la que estaban ellos.

– Su taxi, señorita -dijeron los tres a coro abriéndole la puerta del vehículo, sin perder ninguno de ellos la esperanza de conseguir una cita con aquella bella occidental.

En ese mismo momento, vestido completamente de negro, el padre Lauretta entraba en el edificio donde residía Badani. El asesino del Octogonus permaneció en absoluto silencio bajo la oscuridad de la escalera hasta no detectar movimiento alguno.

– Hermano Lauretta, éste es el momento para su iniciación en nuestro Círculo. Su hora ha llegado. Debe acabar con la vida de ese falso cristiano que adora más el dinero que a Dios -le había dicho el padre Reyes.

Lauretta apretó el botón del ascensor de hierro, que comenzó a bajar con un fuerte chirrido, casi como si fuera a caer desde lo alto. Al entrar, cerró las puertas y pulsó el número cinco.

Mientras regresaba en taxi a su hotel en Giza, Afdera Brooks se dio cuenta de que se le había olvidado el diario de su abuela en casa de Rezek Badani. Nerviosa, dio instrucciones al taxista para que diese la vuelta y la llevase nuevamente al punto de partida. Tenía que recuperarlo a toda costa.

– Necesito que me deje usted en un edificio de la calle Ramsis. Se lo pagaré, y le pagaré también si me espera unos minutos para llevarme otra vez a Giza -propuso Afdera.

– No se preocupe. La esperaré -respondió el conductor dando un volantazo para cambiar de sentido.

El padre Lauretta se encontraba ya ante la puerta de Rezek Badani. Antes de tocar la campanilla extrajo del doble forro de su manga una fina daga de misericordia. Seguidamente llamó. El asesino escuchó unos pasos acercándose al otro lado de la puerta, unas cerraduras que se abrían y una voz que exclamaba: