– Vaya, ¿ha cambiado de opi…? -estaba preguntando Badani cuando el padre Lauretta dio un fuerte empujón a la puerta, golpeando al marchante en mitad del pecho. Badani corrió en la oscuridad hacia la cocina con la intención de coger un cuchillo con el que defenderse de su atacante, pero éste era más rápido.
El intruso estaba ya cerca de él blandiendo la daga cuando Badani le arrojó una pequeña cacerola con agua hirviendo para el té. Durante un momento, el asesino perdió la daga en el resbaladizo suelo de la cocina, pero continuó atacando como si fuese un autómata programado. Tenía que acabar con el objetivo.
Con la misma cacerola en la mano, el comerciante volvió a golpear en la cabeza a su atacante, pero Lauretta no pensaba darse por vencido consiguió nuevamente hacerse con la daga. Era su primera misión para el Círculo Octogonus y no estaba dispuesto a fallar. Se levantó de un salto y se colocó en posición de combate con el arma escondida en su mano derecha.
Badani había conseguido armarse con dos cuchillos y estaba decidido a matar a aquel hijo de perra que intentaba asesinarle.
– No sabes con quién te has metido. Yo corría descalzo por la calle robando comida cuando tú todavía saltabas de un testículo a otro de tu padre. Vas a morir y va a ser muy doloroso -dijo Badani, blandiendo una de las hojas ante los ojos del padre Lauretta.
– Inténtalo, cerdo infiel -le retó el asesino del Octogonus.
Con un ágil movimiento para esquivar el ataque de Badani, Marcus Lauretta hizo un rápido giro con su cuerpo golpeando con el codo la cara de su adversario. El impacto fue tan grande que Badani se tambaleó, golpeándose la cabeza en el horno de hierro.
Lauretta se sentó sobre la espalda de Badani, le levantó la cabeza con la mano izquierda y, cuando ya blandía la daga de misericordia para introducírsela por la nuca, sintió que alguien entraba en la cocina a su espalda. Antes de que pudiese darse cuenta, Afdera le asestó un fuerte golpe en la cabeza con una gran sartén de hierro.
– Vamos, vamos, señor Badani, levántese -le apremió, intentando levantar el peso muerto del egipcio-. Necesito que se levante. No puedo con usted y si no lo hace, este tipo va a despertarse y no va a dejarnos con vida ni a usted ni a mí. Necesito que haga un esfuerzo.
Badani, con la cara manchada de sangre, intentaba abrir los ojos.
– ¿Qué ha pasado? ¿Es que ha cambiado de opinión? -dijo, sonriendo tratando de ponerse en pie.
– No se haga ilusiones. Ha tenido suerte de que me olvidase el diario de mi abuela en su casa. Si no, no habría regresado y usted estaría muerto -aclaró Afdera.
– ¿Cómo ha entrado? -preguntó Badani aún medio aturdido.
– La puerta estaba abierta. He oído el ruido. La verdad es que pensé que estaría entretenido con su criada y no debajo de un tipo a punto de apuñalarle en la nuca.
– Necesito lavarme y ponerme algo de ropa.
– De acuerdo, pero mientras tanto ayúdeme a atar a este tipo. No sé si lo he matado o si lo he dejado inconsciente.
– Déjeme asegurarme -pidió el egipcio, propinando un fuerte puntapié en los riñones del padre Lauretta. Al escuchar un leve gemido, Afdera exclamó aliviada:
– ¡Está vivo! Menos mal, nunca he matado a nadie.
– ¡Yo sí, y no me importaría que este pedazo de mierda fuese el próximo! -exclamó el egipcio.
Badani volvió a la cocina con un cordón de cortina. Con rapidez, sujetó las manos de su atacante por la espalda y se las ató.
– Regístrele mientras me lavo un poco y me pongo algo de ropa. Voy a llamar a un primo mío de la policía de El Cairo para que se haga cargo de este tipo. Cuando pase una noche en una celda de la prisión central de El Cairo, se le van a quitar las ganas de matar a alguien o de ir al baño.
Afdera comenzó a registrar los bolsillos del hombre. Nada. Ninguna identificación, ninguna pista de su identidad.
Mientras revisaba los bolsillos interiores de la chaqueta, tocó una especie de pequeña tela con la punta de los dedos. Con sumo cuidado, la extrajo y la abrió sobre la palma de su mano. Era un octógono con una frase escrita en el centro: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
Cuando Badani volvió a entrar en la cocina, el asesino comenzaba a recuperar la consciencia.
– Ayúdeme a sentarlo en una silla en el salón. Hay que vigilarlo hasta que llegue mi primo. Él se hará cargo de todo.
Entre los dos cogieron al padre Lauretta por debajo de los brazos y lo arrastraron hasta el salón.
– Tráigame un té, por favor. Necesito tranquilizarme para saber qué haré con este tipo -pidió Badani mientras le quitaba los zapatos y los calcetines.
Mientras Afdera se encontraba en la cocina, aún con rastros de sangre en el mobiliario y el suelo, pudo oír cómo el comerciante egipcio golpeaba varias veces al asesino del octógono en la planta de los pies con una especie de fusta para caballos.
– Habla, cerdo. ¿Quién te envía?
– Incertu exitu victoriae, indivisa manent, siendo incierto el resultado de la victoria, unidos permanecemos -repetía una vez tras otra mientras Badani volvía a golpearle en las plantas de los pies con la fusta-. Animus hominis est inmortalis, corpus mortale, el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal -pronunció el asesino.
La entrada de Afdera en el salón provocó una interrupción en e interrogatorio, pero cuando la joven se disponía a entregar la taza de té a Rezek Badani, el asesino se puso en pie y tras pronunciar la frase Etsi ¡tomines falles deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañar, se lanzó contra el cristal de la ventana.
Rezek Badani y Afdera se asomaron y vieron el cuerpo del asesino del octógono cinco pisos más abajo, rodeado por un gran charco de sangre.
– Ahora ya no necesito a mi primo, sino a un enterrador -sentenció el marchante de antigüedades, observando el cadáver de aquel desdichado.
– Sí, estoy de acuerdo -murmuró Afdera.
– Vuelva a su hotel mientras yo espero a la policía. No se preocupe por nada, yo sé cómo encargarme de este asunto.
– Pero no puedo dejarle solo.
– Usted me ha salvado la vida. Si no llega a entrar, ese tipo me hubiera matado. Mis hijos, mi esposa, mi familia le deben mi vida, y yo le devuelvo el favor. Por favor, regrese a su hotel. Yo me ocuparé del cadáver. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. Estoy en deuda eterna con usted.
– Pero ¿qué va a hacer?
– No se preocupe. Como buen copto, tengo una numerosa familia aquí en El Cairo. Tengo decenas de primos que pueden acogerme en su casa. Ahora, váyase antes de que llegue la policía. Llámeme desde Europa para decirle si consigo organizarle un encuentro con Colaiani.
Antes de salir, con el diario de su abuela en la mano, Afdera besó en la mejilla a Badani, mientras éste le guiñaba un ojo.
Ciudad del Vaticano
– Eminencia, tengo que hablar con usted, es urgente -pidió monseñor Mahoney.
– ¿De qué se trata? -respondió el cardenal Lienart, intentando mirar el reloj que tenía en la mesa justo al lado del teléfono blanco, con línea directa con el Sumo Pontífice.
– He recibido una llamada de nuestro hermano, el padre Reyes…
El cardenal Lienart interrumpió la conversación bruscamente y ordenó a su secretario que se presentase ante él en su despacho del Palacio Apostólico.
– Eminencia, así lo haré -balbuceó el secretario.
Una hora después, el cardenal secretario de Estado August Lienart apareció en su despacho en pijama con una bata de seda roja. En el lado izquierdo podía verse bordado el dragón alado, símbolo de la familia Lienart.