– ¿Por qué hará siempre tanto frío en esta zona del Palacio Apostólico? -se quejó Lienart mientras se subía el cuello de la bata-. Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué ha sucedido que es tan urgente?
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio.
– El padre Reyes ha llamado para informar desde Egipto. Hemos sufrido una baja.
– ¿Quién ha sido? ¿De quién se trata?
– Del padre Lauretta. Tenía la misión de acabar con un comerciante de antigüedades que había tenido contacto con el libro de Judas.
– ¿Cómo sabemos que el hermano Lauretta está muerto?
– El padre Reyes lo vio saltar desde una ventana de un quinto piso.
– ¿Y por qué no estaba el padre Reyes con el padre Lauretta? Ordené expresamente que los miembros más experimentados del Círculo debían cuidar de los nuevos miembros hasta que éstos pudiesen arreglárselas solos. ¿Qué es lo que ha fallado? Quiero saberlo de inmediato -ordenó Lienart con rostro serio mientras encendía un cigarro habano y observaba la plaza de San Pedro aún en penumbras.
– Al parecer, la misión era sencilla y por eso el padre Reyes dejó que el padre Lauretta asumiese la ejecución de ese copto infiel. El objetivo era un tipo obeso. Según parece, en el último momento intervino esa joven llamada Afdera Brooks. El padre Reyes pensó…
– Vaya, vaya con la jovencita. Tiene más agallas de lo que pensaba -dijo Lienart mientras hacía un gesto con la mano para interrumpir la explicación del padre Mahoney-. Déjeme decirle, fiel Mahoney, que los miembros del Círculo no deben pensar, sólo acatar órdenes en nombre de Su Santidad y en defensa de la fe. Yo sólo soy su mensajero y ustedes la mano ejecutora de Dios aquí en la tierra. El padre Reyes no debía haber pensado nada. Debía haber protegido al padre Lauretta. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.
En ese momento el secretario del cardenal bajó la mirada en señal e respeto.
– ¿Cuáles son sus órdenes, eminencia?
– Ordene al padre Reyes que regrese a Venecia y que se recluya en el Casino degli Spiriti hasta nueva orden. Debe orar y hablar con Dios Nuestro Señor. Es hora de llamar al padre Alvarado. Se ocupará él solo de seguir el rastro de la joven Brooks. Los padres Pontius y Cordelius seguirán a esa joven a Berna.
– Pero ¿qué hacemos con ese copto? -preguntó Mahoney.
– Ahora estará en guardia. Debemos ser pacientes. Tendremos una nueva oportunidad. De duobus malis minus est semper eligendum, siempre es mejor escoger el menor de dos males. Asegúrese de que no hay más fallos, monseñor Mahoney. De la misma forma que Dios premia, Dios castiga. No lo olvide nunca.
– No lo olvidaré, eminencia -aseguró el secretario aún cabizbajo.
– Ahora puede retirarse -ordenó mientras continuaba fumando su habano y observaba atentamente a un solitario barrendero que adecentaba la plaza de San Pedro. «Yo soy como ese barrendero. Mi misión es limpiar la porquería que interfiere en la verdadera fe. Soy como ese humilde hombre de ahí abajo, cuya labor es retirar y eliminar la basura que entorpece el verdadero mensaje de Dios», pensó Lienart, exhalando el espeso humo de su cigarro.
VII
Berna
Señor director, tiene usted una llamada privada -anunció la recepcionista.
– ¿Quién es? -preguntó Aguilar, director de la Fundación Helsing.
– No lo sé, pero creo que es alguien desde el Vaticano.
Tres tonos después, Aguilar respondía el teléfono sentado en su mesa.
– ¿Cardenal Lienart?
– No. Soy monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart.
– Dígame, ¿qué desea el Vaticano?
– Tengo órdenes para usted del cardenal Lienart.
– ¿Y quién dice que debo acatar órdenes de un cardenal del Vaticano?
– ¿Su fe? ¿Su respeto a Dios? ¿Su miedo al cardenal Lienart? -respondió Mahoney.
– ¿Qué quieren de mí?
– Su eminencia quiere que a través de usted su fundación haga una oferta a la señorita Brooks por el libro de Judas. Ella no debe saber quién es el interesado.
– ¿Y si me lo pregunta?
– Dígale que es un coleccionista millonario que desea fervientemente tener en su colección el libro, o mejor dicho, dígale que es para un millonario que tiene intención de donarlo a una universidad en Estados Unidos, pero bajo ningún concepto mencione al Vaticano.
– ¿Y si no acepta la oferta? -preguntó el director de la Fundación Helsing.
– Aceptará, créame. No podrá negarse a la oferta que usted le planteará.
– ¿Cuándo quieren que haga la propuesta?
– Sabemos que tiene previsto visitarles en pocos días, ése será un buen momento.
– ¿Cuánto debo ofrecerle?
– Será una oferta única por diez millones de dólares. Una vez que acepte, le serán abonados cinco millones en la cuenta que desee. Cuando el libro esté en nuestro poder se le entregará el resto del dinero.
– ¿Cómo sabe que la señorita Brooks aceptará su oferta? Por lo que tengo entendido no necesita dinero. Es bastante rica como para rechazarla.
– Ella no desea el libro. Sólo desea conocer su contenido desde el punto de vista científico y eso no es peligroso para el Vaticano. Asegúrese de hacerle la oferta cuando les visite. Buenas tardes, señor Aguilar.
– Buenas tardes, monseñor, y por favor presente mis respetos a su eminencia.
– Así lo haré. Descuide.
El viaje por Egipto había sido para Afdera absolutamente extenuante, pero a la vez clarificador. Necesitaba respuestas y esperaba poder encontrarlas en la Fundación Helsing. Afdera no estaba segura de qué deseaba más: conocer los secretos del libro o ver a Max de nuevo. En una página del diario de su abuela, la joven había escrito en letra pequeña y prolija los nombres de Charles Eolande, Leonardo Colaiani y Vasilis Kalamatiano. Esos nombres formaban tres nuevos eslabones en la cadena de misterios que rodeaban al evangelio de Judas y estaba dispuesta a llegar hasta ellos, costase lo que costase.
En su mente aún le rondaba el consejo que le había dado Badani de no acercarse a Kalamatiano, pero necesitaba respuestas.
Cuando se abrió la puerta del avión en la pista del pequeño aeropuerto Bern Belp, una oleada de aire fresco golpeó el rostro de Afdera. Le gustó aquella sensación en su rostro tras el calor sofocante del país del Nilo.
Se dirigió lentamente hasta la terminal, tomó un taxi y pidió al conductor que la llevase hasta el Hotel Bellevue Palace. Le gustaba aquella ciudad. Se sentía segura.
Cuando estuvo instalada en la habitación del hotel, Afdera marcó el teléfono de la Fundación Helsing y pidió hablar con Sabine Hubert.
– ¿Señorita Brooks? El señor Aguilar desea hablar con usted, le paso con él.
– Señorita Brooks, ¡qué alegría tenerla nuevamente en Berna! -la saludó Renard Aguilar-. Esperábamos verla antes por aquí.
– Sí, pero tenía asuntos que tratar en Egipto.
– Me ha informado la señora Hubert de que tiene usted previsto venir a la fundación para mantener una reunión especial con el equipo que está llevando a cabo la restauración y traducción del evangelio.
– Sí, así es. ¿Es que hay algún problema?
– Oh…, no, ningún problema. Será un placer enviarle un coche para recogerla y conducirla a nuestros laboratorios. Allí podrá ver cómo se están desarrollando los trabajos de restauración del libro. Al fin y al cabo, es usted quien paga.
– Así es. Yo soy quien paga.
– Pueden ustedes reunirse en una sala especial que tenemos aquí. Después de su reunión me gustaría invitarla a cenar. Tengo un asunto que proponerle y estoy seguro de que será de su interés -propuso Renard Aguilar al tiempo que cogía un caramelo de menta de la marca Edelweiss de un jarrón cercano, desenrollaba con habilidad el papel con los dientes y se lo metía en la boca.