– Muchas gracias, pero creo que este encuentro no era una cita, sino una reunión para hablar de negocios.
– ¡Oh, ustedes, las americanas, qué poco dadas son a recibir elogios por su belleza! -dijo Aguilar con el fin de suavizar la tensión que se había creado tras la brusca respuesta de la joven.
– Déjeme decirle que soy mitad americana y mitad italiana, o mejor dicho, veneciana, así que, efectivamente, somos poco dadas a saber recibir un halago de un hombre. Mi abuela decía que un halago de un latino eran palabras perdidas en el viento.
– Yo soy mitad venezolano, mitad suizo, o mejor dicho, ginebrino, así es que permítame indicarle que tengo más de suizo que de latino.
– Touché! -exclamó la joven.
Renard Aguilar era un personaje misterioso en el mundo del mercado de obras de arte y antigüedades. Su nombre había estado oscuramente relacionado a principios de la década de los años setenta con la compraventa de antigüedades de dudosa procedencia. Parece ser que, siendo director de una famosa galería en Estados Unidos, Aguilar habría comerciado con un espléndido busto de un faraón que posteriormente vendió por un millón doscientos mil dólares de la época. La pieza había sido sacada de Egipto ilegalmente y el gobierno de El Cairo, al descubrir la operación, exigió al Departamento de Estado su devolución. El FBI consiguió pruebas suficientes para demostrar que Renard Aguilar podría haber estado relacionado con el tráfico ilegal de piezas desde Egipto y Oriente Próximo para los grandes museos y coleccionistas de Estados Unidos.
Aguilar fue condenado a tan sólo un año de cárcel que ni siquiera llegó a cumplir. Alguna poderosa mano consiguió, al ser su primer delito, que supliese la cárcel por trabajos comunitarios en colegios y centros de la tercera edad, impartiendo conferencias sobre arte. Después de aquello, y cuando parecía que la carrera de Aguilar estaba acabada, reapareció en la ciudad de Berna como director de la poderosa Fundación Helsing. Ahora, aquel suizo-venezolano, vestido con un elegante traje a medida, con la manicura hecha y con un Rolex de oro en su muñeca, se sentaba ante Afdera para proponerle un negocio que sería difícil rechazar.
Después de la cena y mientras servían café y licores en la mesa, el director tomó la palabra. Antes extrajo de su bolsillo un caramelo de menta Edelweiss y se lo introdujo en la boca con rapidez.
– Estoy dejando de fumar y estos dichosos caramelos de menta calman un poco mi adicción a la nicotina -se disculpó, colocando el papel del caramelo sobre su plato-. Y ahora, querida señorita Brooks, la he hecho venir aquí, a cenar conmigo, para hacerle una oferta.
– ¿De qué oferta se trata? -preguntó Afdera.
– Un coleccionista y mecenas muy importante de Estados Unidos, que ha entregado millones de dólares a nuestra fundación, desea que en su nombre le ofrezca ocho millones de dólares por su libro de Judas.
La joven lanzó un pequeño y largo silbido.
– Caray, ¿y quién es ese mecenas tan rico?
– Perdóneme que no se lo diga, pero me ha pedido que su nombre permanezca en el más absoluto anonimato. No desea que se conozca su nombre porque no es relevante para el destino del libro. El comprador…
– … el posible comprador -le corrigió Afdera.
– Sí… el posible comprador tan sólo pagará el libro para después donarlo a una gran universidad de Estados Unidos que aún no ha decidido cuál será.
– Si quisiera vender el libro, pondría mis propias condiciones para esa venta.
– Me imaginaba que así sería. ¿Cuáles son esas condiciones? Tal vez podríamos suavizarlas en cierta manera para conseguir contentar a las partes.
– Lo dudo, porque a la única parte que hay que contentar es a mí, que soy quien tiene el libro de Judas.
– ¿Aceptaría usted una cifra más alta por suavizar esas condiciones?
– No. No es cuestión de dinero. No lo necesito, ni mi hermana tampoco. Ella es propietaria del cincuenta por ciento del libro, así que ella deberá tomar la mitad de la decisión -precisó Afdera.
– ¿Cuáles serían esas condiciones?
– La primera es que libro debe ser entregado a una fundación, universidad o biblioteca para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. La segunda, que el libro deberá ceder un número de semanas al año a diversos museos, fundaciones y organizaciones culturales para su exposición en otros países. La tercera, que tanto mi hermana como yo podremos reclamar información sobre el libro en cualquier momento, en cualquier lugar. La cuarta, que la cantidad deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza. La quinta, que la operación de traspaso de la propiedad del libro no se llevará a cabo hasta que no se finalicen los trabajos de restauración y traducción. La sexta, que todas las copias de las páginas del libro serán donadas a la Fundación Helsing por parte del comprador. Si está de acuerdo con las seis condiciones anteriores, dé por hecho que tanto mi hermana como yo aceptaremos vender el libro a su mecenas misterioso. Si el comprador las acepta, mi abogado Sampson Hamilton se ocupará de los contratos.
– Vaya, veo que estaba usted preparada para esta cena.
– Así es. Lo estaba. Y ahora, si no le importa, es tarde y me gustaría que el chófer me llevase a mi hotel -pidió Afdera. Los dos se levantaron de la mesa y se dirigieron a la salida.
Mientras Aguilar abría la puerta del Mercedes, la joven se giró hacia su interlocutor.
– Esperaré su respuesta para hablar con mi hermana. No vale la pena que le adelante nada si su mecenas misterioso no desea cumplir alguna de mis condiciones. -Cuando el coche se disponía ya a arrancar, la joven hizo una señal al conductor para que no iniciase la marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y le preguntó a Aguilar-: Por cierto, señor Aguilar, ¿sabe si el señor Kronauer está en Berna?
– ¡Oh, Maximilian! No, hace tiempo que no sabemos nada de él en la fundación. Debe venir en estas próximas semanas a Berna a una conferencia o un proyecto que está preparando -respondió, al tiempo que extraía otro caramelo de menta de su bolsillo y se lo introducía en la boca.
– Muchas gracias por la información. Espero su respuesta a mis condiciones.
A la mañana siguiente Afdera tenía previsto regresar a Venecia. Pasar unos días junto a su hermana Assal la ayudaría a relajarse del duro viaje a Egipto. Su rostro mostraba todavía las secuelas del intento de violación que había sufrido en Maghagha. Cuando llegase a la Ca' d'Oro debía llamar a Abdel Gabriel Sayed para pedirle ciertos datos del libro. También telefonearía a Rezek Badani, para saber si la policía había descubierto la identidad del hombre que los había atacado aquella noche antes de arrojarse por la ventana. En su bolso guardaba aún el extraño octógono de tela que llevaba aquel tipo en su bolsillo, igual al que encontraron en los cadáveres de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani, y de Liliana Ramson. ¿Qué significado tendría ese trozo de tela?
Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, un fuerte sonido interrumpió el sueño de Afdera. Medio dormida intentó alargar la mano para apagar un insistente despertador. Tardó unos segundos en reconocer el sordo zumbido del teléfono.
– ¿Dígame? -preguntó con voz somnolienta.
– Hola, preciosa -dijo la voz al otro lado de la línea.
– ¿Max? ¿Eres tú? -preguntó, dando un pequeño brinco en la cama.
– Sí, soy yo. ¿Qué tal estás?
– Muy enfadada contigo. Has estado desaparecido y no sé nada de ti desde que nos vimos en Venecia -atacó la joven con voz inocente, como la que ponía cuando hacía alguna maldad infantil en su casa y sus padres se disponían a castigarla. Aquella voz candorosa e ingenua le había dado resultado muchas veces.
– ¿Desde dónde me llamas? ¿En qué país estás?
– No muy lejos de ti -dijo Max.