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– ¿Estás en Italia?

– No exactamente.

– ¿Entonces dónde estás? -preguntó ansiosa Afdera.

– Aquí, pocos metros más abajo de tu habitación. Estoy en la recepción de tu hotel.

– Pues te ordeno que no te muevas de ahí. No hables con nadie, no respires. Bajo ahora mismo… -dijo.

– Aquí te espero, pero vístete antes de bajar. Hay mucha gente elegante y podrían escandalizarse al ver a una mujer desnuda.

– Descuida. Me pondré al menos ropa interior.

Minutos después, Afdera bajaba casi corriendo por las escaleras alfombradas del hotel en dirección a la recepción.

– Gunther, ¿ha visto al señor que ha llamado a mi habitación hace unos minutos?

– El señor Kronauer la está esperando en el bar-respondió el jefe de recepción.

Afdera aligeró el paso, pero lo redujo antes de entrar para que no se diese cuenta de que estaba ansiosa por volver a verlo. Al entrar en el café, vio a Max en la última mesa, dando la espalda a la puerta y leyendo un ejemplar del Herald Tribune.

La joven se acercó a él en silencio y le tapó los ojos por detrás.

– ¿Quién soy?

– Ese fresco olor a colonia de Hermés, con esencias de mandarina, sólo puede ser de una señorita muy fea llamada Afdera -respondió Max entre risas.

– Todavía estoy muy enfadada contigo.

– ¿Y cómo podría resarcirte de ese enfado?

– ¿Pagando tú el desayuno? ¿Pasando el día conmigo? ¿Pasando la noche conmigo…?

– Empecemos primero por el desayuno.

Durante horas, Afdera relató a Max su viaje a Alejandría, Mag-hagha y El Cairo, su incidente con los dos violadores, el asesinato de Liliana Ramson, el intento de asesinato de Rezek Badani, el suicidio del asesino, el extraño octógono de tela que extrajo de un bolsillo del asesino, su viaje a Berna, su reunión con el equipo encargado de la restauración y traducción del evangelio de Judas, su cena con Renard Aguilar y su oferta millonada por el libro.

– Buf…, yo que tú se lo vendería. Ocho millones de dólares es mucho dinero. Podrías retirarte para toda tu vida.

– Ya puedo retirarme para toda la vida con el dinero que heredé de mis abuelos. No me hace falta el dinero de Aguilar -respondió Afdera.

– Entonces, quédate con el libro y no se lo vendas a ese tipo misterioso.

– No es una cuestión de dinero. He impuesto a Aguilar varias condiciones, y si son aceptadas, no tendría inconveniente en vender el evangelio. Si me quedo con el libro, sólo podrán estudiarlo unos pocos, pero si se lo vendo a ese mecenas, muchos investigadores podrán admirarlo y estudiarlo en una institución de Estados Unidos.

– ¿Ya sabes quién es el tipo que te ha hecho la oferta?

– No. Aguilar me dijo que el mecenas no quería que supiese su nombre. La idea es que la adquisición sea negociada por el mismísimo Aguilar. Cuando yo tenga en mi poder la traducción completa del evangelio, decidiré si se lo vendo a ese tipo, aunque no sepa quién es. Y ahora, ¿vas a decirme dónde has estado todas estas semanas?

– He estado visitando a un tío mío en Italia. Después estuve en Londres dando una conferencia en el Aula de Cultura del Museo Británico. De Londres viajé a Alemania para ver un texto escrito en arameo que la Universidad de Berlín quiere que traduzca. De Alemania a Berna para ver a una gran amiga llamada Afdera… -respondió Kronauer.

En ese momento, Afdera miró su reloj y comprobó la hora.

– Oh, me queda poco tiempo. Tengo que hacer el equipaje. Debo coger el avión a Venecia. ¿Quieres subir un rato a mi habitación y ayudarme?

– Oh, muchas gracias, pero no puedo. He de hacer varias llamadas antes. Después, si quieres, te vengo a buscar y te acompaño al aeropuerto.

– Bueno, en otra ocasión será. No hace falta que me acompañes. Ya soy mayorcita y puedo ir sola. No te molestes.

– No es ninguna molestia. Me gusta estar contigo.

– Pues no lo parece, Max. Siempre que intento llegar a algo más, dar un paso más, siento cómo tú te pones en guardia para impedírmelo.

– Algún día entenderás el porqué de mi reacción, pero hasta entonces es mejor que siga siendo así.

– ¿Es que estás casado?

– En cierta forma sí, pero no como tú te imaginas. No hay otra mujer, si es a eso a lo que te refieres. Por ahora no puedo explicarte más. Sólo quiero que confíes en mí -dijo Kronauer, rodeando con sus brazos el pequeño cuerpo de Afdera.

– Me tengo que ir -anunció la joven, intentando romper el embarazoso silencio que se había levantado entre ellos.

Antes de separarse, Afdera se puso de puntillas y besó levemente a Kronauer en los labios, casi de forma inocente. Le habría gustado que Max subiera a su habitación, aunque, por otro lado, tampoco quería acelerar las cosas. «Todo a su tiempo -solía decirle su abuela-, todo a su tiempo». Lo único que Afdera sabía era, sencillamente, que no sabía cuándo volvería a ver a Max y aquello la intranquilizó.

Unas horas después estaba ya a bordo de un avión de Swissair rumbo a Venecia, a su querida ciudad, a la seguridad de su hogar, junto a su hermana Assal. Tenía muchas cosas que contarle.

***

Ciudad del Vaticano

– Secretaría de Estado, dígame -respondió la voz de un funcionario vaticano.

– Deseo hablar, por favor, con monseñor Mahoney, secretario del cardenal Lienart -pidió Aguilar.

Unos minutos más tarde, que al director de la Fundación Helsing se le hicieron interminables, escuchó a través de la línea un claro tono de llamada.

– Monseñor Mahoney al habla. Dígame, señor Aguilar.

– He pedido comunicación con usted, pero realmente con quien deseo hablar directamente es con su eminencia el cardenal Lienart.

– Su eminencia me ha ordenado que me ocupe de este tema personalmente, así que, señor Aguilar, no le queda más remedio que hablar conmigo y sólo conmigo. Ya sé que no le caigo a usted bien, pero es recíproco. No puedo aguantar a un hombre como usted, que es capaz de poner precio a la fe en Dios nuestro Señor. Para mí, usted, señor Aguilar, es sencillamente escoria hereje, pero ante todo tengo órdenes que cumplir y pienso acatarlas aunque tenga que acompañarle a usted al mismísimo infierno…

– Pero… -intentó decir Aguilar.

– No me interrumpa porque aún no he terminado -cortó el obispo Mahoney en seco-. Lo único que quiero expresarle son dos cosas que deben quedar muy claras antes de comenzar nuestra negociación. La primera es que si intenta usted, o el señor Delmer Wu, jugárnosla a mí, a su eminencia, a Su Santidad, o a la Santa Sede, nos veremos obligados a tomar medidas contra todos ustedes y le aseguro que el largo brazo de Dios es invisible, pero contundente. La segunda es que si descubro que usted se ha quedado con parte del dinero depositado en la cuenta suiza por Delmer Wu, me veré personalmente obligado a buscarle para pedirle explicaciones, y le aseguro que yo no me presentaré con un crucifijo entre las manos… -le advirtió el religioso.

– No puedo responder por Wu, monseñor, pero yo sería incapaz de engañarles a ustedes o al Sumo Pontífice. Soy católico y un fiel servidor de su eminencia el cardenal August Lienart. Nunca se me ocurriría intentar engañarles. Sé que el brazo de Dios es largo y contundente, pero mucho más largo es el de su eminencia -replicó el director de la Fundación Helsing.

– Muy bien, señor Aguilar. Ahora que hemos dejado todo en su sitio, quiero conocer con precisión cómo van las negociaciones con la señorita Brooks para poder informar esta misma tarde de sus avances al cardenal Lienart.

– Ayer por la noche le planteé la oferta que usted me dijo. Diez millones de dólares en efectivo. Ella ha puesto seis condiciones que deben ustedes aceptar o rechazar.

– ¿Cuáles son? -preguntó el obispo.

– Uno: el libro debe ser entregado a una fundación para que pueda ser estudiado por los investigadores de todo el mundo. Dos: el libro deberá ser cedido a un número de museos y fundaciones para su exposición. Tres: la señorita Brooks y su hermana reclaman saber del libro en cualquier momento. Cuatro: la cantidad de diez millones de dólares deberá ser abonada en su totalidad en un solo pago en una cuenta en Suiza que la señorita Brooks indicará. Cinco: la venta no se llevará a cabo hasta que no finalicen los trabajos de restauración y traducción. Seis: todas las copias de las páginas del libro que han sido realizadas durante la restauración así como la información anexa de la propia restauración serán donadas a la Fundación Helsing. Si están ustedes de acuerdo con las seis condiciones anteriores, la señorita Brooks ha mostrado su total conformidad en vender el libro de Judas. En tal caso, podría ponerme en contacto directo con su abogado. Un tal Sampson Hamilton.