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– ¿Nada más? -preguntó Mahoney.

– Nada más.

– Esta misma tarde le llamaré para darle una respuesta cuando comente todas las condiciones con su eminencia. Espere mi llamada antes de hacer cualquier movimiento. No haga nada hasta que le llame, ¿me ha entendido?

– Sí, le he entendido, monseñor. Alto y claro.

– Buenas tardes, señor Aguilar.

– Buenas tardes, monseñor.

Cuando Renard Aguilar comprobó que la comunicación estaba ya cortada, dijo:

– Valiente hijo de puta. Algún día, estoy seguro, podré vengarme de usted, querido monseñor. Y espero que ese día no tarde mucho en llegar.

Nada más cortar la comunicación con Aguilar, Mahoney levantó el teléfono interno y llamó a sor Ernestina, la asistente de Lienart.

– Sor Ernestina, soy monseñor Mahoney.

– Dígame, monseñor, ¿qué puedo hacer por usted?

– Necesito hablar urgentemente con el cardenal Lienart. Cuanto antes.

– Está muy ocupado redactando un borrador de una carta pastoral que debe ratificar Su Santidad antes de una semana. Después tiene que preparar la entrevista entre el primer ministro de Canadá con Su Santidad y la agenda de la visita. No sé si podrá recibirle esta tarde.

– Sor Ernestina, dígale a su eminencia que es el asunto de Berna. Él lo entenderá.

– Bien, monseñor, así se lo comunicaré.

Treinta minutos después, el sonido del teléfono interno perturbaba el silencio del despacho de monseñor Mahoney.

– ¿Dígame? Monseñor Mahoney al aparato.

– Soy sor Ernestina, monseñor. Su eminencia ha dado órdenes explícitas para que se presente usted en su despacho en quince minutos con la información del asunto de Berna.

– Muchas gracias, sor Ernestina.

Emery Mahoney intentó hacer un balance mental de la conversación que había mantenido con Aguilar. Al cardenal Lienart no le gustaban las indecisiones o las dudas, así que debía prepararse para cualquier pregunta o reacción de su eminencia. Mientras recorría los largos pasillos del Palacio Apostólico hasta llegar a las dependencias de la Secretaría de Estado, el obispo iba intentando memorizar toda su conversación con el responsable de la Fundación Helsing. Al llegar a la puerta, dos miembros de la Guardia Suiza se pusieron en posición de firmes al distinguir los colores episcopales de Mahoney. «Éste es un privilegio más de ser obispo en el Vaticano», pensó el secretario de Lienart.

Al entrar en la antesala, llegaron a sus oídos los compases del preludio de Carmen de Bizet. Por la música que oía el cardenal Lienart, Mahoney podía adivinar, antes de entrar en el despacho, si su poderoso jefe se encontraba o no de buen humor.

– Pase, pase, mi fiel secretario -ordenó Lienart desde el otro lado de su mesa.

Mahoney entró en la estancia y se dirigió hacia la zona en donde se encontraban dos confortables sofás al lado de un ventanal con vistas a la plaza de San Pedro. Lienart estaba dando los últimos retoques a una carta pastoral que debía aprobar el Santo Padre antes de su publicación.

– Espero que este campesino del Este sepa apreciar mi fe y mi vocación en este texto, aunque viendo sus orígenes no creo que se dé cuenta de ello -dijo el cardenal antes de sentarse junto a su secretario-. Por cierto, monseñor Mahoney, los símbolos episcopales le serán impuestos por Su Santidad en persona, según me ha indicado el propio Santo Padre.

– Me alegra mucho esa decisión, pero no me hubiera importado que fuese usted el encargado de semejante cometido.

– ¿Y quién soy yo ante Su Santidad? La humildad pura que usted muestra, querido Mahoney, se da muy raramente, y habitualmente es hipocresía. Yo le agradezco esa falsa humildad, pero estará de acuerdo en que será mejor que sea Su Santidad quien le imponga los símbolos episcopales. Ese campesino del Este aprecia mucho más que yo ese tipo de ceremonias. Yo tengo que seguir engrasando la maquinaria mientras él se dedica a orar.

– Pero, eminencia, el Santo Padre…

– Ese campesino llegó al Trono de Pedro gracias a mí y tan sólo he recibido este cargo, sin más reconocimiento, mientras que otros miembros de la curia menos valiosos han alcanzado los máximos honores. Querido Mahoney, como dijo un día San Agustín, etsi homines falles, deum tamen fallere non poteris, aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañarle.

– Me han dicho que el Santo Padre no goza últimamente de buena salud.

– ¿De dónde salen esos rumores?

– Al parecer, el doctor Niccolló Caporello ha visitado recientemente a Su Santidad, quien no parece encontrarse muy bien -respondió el obispo.

– ¿Quién ha dicho eso?

– Coribantes -aseguró monseñor Mahoney, refiriéndose al padre Eugenio Benigni, un agente del SP, el contraespionaje papal, infiltrado en la Congregación para la Doctrina de la Fe.

– Las informaciones de mi fiel Coribantes se aproximan en la mayor parte de las ocasiones casi al cien por cien de realidad. Tal vez deberíamos esperar a ver qué sucede en los próximos meses, incluso tal vez deberíamos pensar en dar un pequeño empujón al destino. El cambio no sólo se produce tratando de obligarse a cambiar, sino tomando conciencia de lo que no funciona ¿Quién sería capaz de predecir que en poco tiempo tengamos que reunirnos en un nuevo cónclave? -dijo Lienart, sonriendo y lanzando un guiño al obispo Mahoney, al tiempo que encendía un cigarro habano.

– ¿Está insinuando que la salud del Sumo Pontífice es preocupante?

– ¡Quién sabe, querido Mahoney, quién sabe! Nisi credideritis, non intelligetis, a menos que creas, no entenderás. Como digo, tal vez deberíamos pensar en ayudar un poco al destino y dar paso a alguien que pueda regir los destinos de la Iglesia con mano de hierro y no con manos de campesino. Y ahora, dígame qué sabemos de nuestro asunto de Berna.

– He hablado con Renard Aguilar. Ya ha hecho la oferta a la señorita Brooks, pero ésta ha puesto varias condiciones para aceptar la suma de diez millones de dólares por el libro -explicó Mahoney.

– ¿Cuáles son esas condiciones?

El obispo expuso a Lienart las seis condiciones impuestas por Afdera.

– Le diremos a la señorita Brooks que las aceptamos. La primera de ellas se cumplirá. El libro será entregado al Vaticano, pero para su posterior destrucción, no para su exposición. Tanto la señorita Brooks como su hermana jamás sabrán nada más del libro hereje del traidor Judas. Todo el material recopilado durante la restauración deberá ser también entregado junto al libro por el señor Aguilar para ser destruido. La única condición que estoy dispuesto a aceptar es la del pago en una cuenta suiza. Me parece muy bien por parte de esa señorita Brooks. Roma locuta, causa finita, Roma ha hablado, caso terminado.

Cuando Mahoney se disponía a abandonar el despacho, Lienart lo detuvo.

– Por cierto, monseñor Mahoney, creo que alguien del Círculo debería mostrar alguna señal a esa gente que intenta sacar a la luz las palabras de ese traidor de Judas. Si están dispuestos a arriesgarse a revelar al mundo las palabras de un traidor, también lo estarán para ponerse en manos de Nuestro Señor en cualquier momento.