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– Ah, antes de marcharme tengo que darte el sobre que encontré a tu nombre en la caja de seguridad de la Cassa di Risparmio di Venezia. Tu abuela era muy aficionada a las cajas de seguridad. Sólo espero que no haya dejado más documentos desperdigados en otras tantas cajas -dijo Hamilton extrayendo de su maletín de Prada un sobre con un sello de lacre rojo. Afdera reconoció la letra de su abuela en el sobre: «Para entregar a mi nieta Afdera tras mi muerte».

Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo y acompañó a Sampson y a Assal hasta la puerta de la biblioteca.

– Ya me contaréis, tortolitos, cuándo es la fecha elegida. Quiero comprarme un buen sombrero para la ocasión -bromeó Afdera dándole una palmada en el trasero a su hermana.

– No te preocupes, serás la primera en enterarte.

Desde la barandilla de lo alto de la escalera, Afdera se asomó para despedirse del abogado.

– No olvides tenerme al tanto de todo, Sampson.

– No te preocupes. Haré lo que me has ordenado de forma inmediata.

Al poco de quedarse sola en la biblioteca, Rosa entró con una bandeja de plata, con dos platos cubiertos.

– Le he traído algo de comer, señorita Afdera. Debe usted comer y engordar un poco o nadie la querrá y no conseguirá encontrar marido.

– ¡Oh, no te preocupes! No tengo la más mínima intención de casarme con nadie.

– ¿Ni siquiera con ese hombre tan guapo que estaba en el funeral de su abuela?

– Creo que a mi hermana le voy a cortar la lengua.

– ¡No se enfade con ella! Tanto ella como su abuela como yo deseamos verla feliz. Sólo eso.

– Ya lo sé, Rosa, pero por ahora tengo otras prioridades antes que casarme, ser una madre feliz y una esposa comprensiva -respondió la joven con cierto tono sarcástico.

– Bien, pero yo sólo…

Afdera interrumpió a Rosa.

– Rosa, necesito saber si Francesco puede llevarme en coche hasta Florencia.

– ¿Cuándo querría usted ir, señorita Afdera?

– Esta misma tarde. Me quedaré a dormir allí. Tengo una reunión muy importante mañana por la mañana.

– Le diré a ese vago que deje de beber grappa y que trabaje algo. No se preocupe, yo me encargo.

– Bien, Rosa, muchas gracias.

Antes de cerrar la puerta, la fiel criada se giró.

– Como no se lo coma todo, no la dejaré salir de la biblioteca, ¿me ha entendido?

– Sí, te lo prometo. Me comeré todo lo que me has puesto en la bandeja sin rechistar.

A continuación, Afdera levantó el teléfono y marcó el número de la policía de Berna. Unos segundos después una voz en alemán respondía la llamada.

– Buenas tardes. Staat Polizei.

– Buenas tardes. Quisiera hablar con la División Criminal.

– ¿Desea usted hablar con alguien en particular? -preguntó el agente de guardia, esta vez en francés.

– Con el inspector Hans Grüber, por favor.

– Espere un momento mientras lo localizo.

Afdera miraba atentamente el sobre que le acababa de dar Sampson. De repente, una voz gruesa y algo ronca sonó al otro lado del teléfono.

– ¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién desea hablar conmigo?

– ¿Inspector Grüber?

– Sí, soy yo. ¿Quién es usted?

– Soy Afdera Brooks, le llamo desde Venecia.

– ¿Desde Venecia?¿Y qué quiere de mí?

– Información -respondió tajante Afdera.

– ¿Qué clase de información? ¿Quién es usted?

– Soy amiga de la señora Sabine Hubert, de la Fundación Helsing. Ella me ha dado su teléfono para que le llame. Werner Hoffman formaba parte del equipo de la fundación encargado de restaurar una valiosa pieza antigua de mi propiedad…

– ¿Y qué tiene que ver eso con el accidente de Hoffman? -preguntó el inspector Grüber.

– ¿Cree usted que fue un accidente?

– ¿Por qué debo pensar lo contrario?

– ¿Porque tuvo el accidente a un kilómetro de la autopista por la que circulaba? ¿Porque cayó a un lago helado muy lejos de donde él se dirigía?

– Por cierto, ¿qué clase de pieza estaba restaurando Hoffman? -preguntó el policía repentinamente.

– Es una información confidencial -respondió Afdera a la defensiva.

– Pues la información sobre la muerte de Werner Hoffman también es confidencial mientras sea un caso abierto por la División Cri minal. Quid pro quo, señorita Brooks, quid pro quo.

– Está bien. Si es así, estoy dispuesta a ser la primera en decirle algo y después usted responderá a una pregunta mía. ¿Le parece bien, inspector Grüber?

– Perfectamente. Quid pro quo.

– Hoffman y un equipo de la Fundación Helsing están restaurando un documento muy valioso sobre el origen del cristianismo, sobre el origen de la religión católica. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Por qué me ha dicho que es un accidente si la investigación la está llevando a cabo la División Criminal de la Staat Polizei de Berna?

– Porque alguien llamó a emergencias para decir que había visto cómo dos hombres cargaban a otro dentro de un coche en la autopista seis, la que llega hasta Thun. Enviamos una patrulla de la policía cantonal a investigar, pero no encontró rastro alguno de lucha ni nada por el estilo. El testigo dijo que era un BMW igual al que encontramos bajo el agua con Hoffman muerto en su interior -respondió Grüber-. Y ahora me toca a mí.

– Adelante.

– ¿Cree usted que el accidente o el asesinato de Hoffman puede estar relacionado con su documento sagrado?

– Puede ser. Todavía tengo que comprobar un par de datos, pero en cuanto tenga toda la información se la enviaré por fax para que lo investigue. Yo no puedo hacerlo sola, pero he detectado varias muertes relacionadas con mi documento y la de Hoffman puede ser tan sólo una más en la larga cadena trágica que rodea a mi libro -aseguró la joven.

– Si está usted dispuesta a facilitarme esa información, yo estoy dispuesto a colaborar con usted con tal de coger al tipo que mató a Hoffman. En Berna suceden pocos acontecimientos como éste, así que estoy dispuesto a ayudarla. No deseo que aumente el índice de asesinatos en nuestra tranquila ciudad. ¿Qué es lo que necesita saber? -propuso Grüber.

– Si en el cuerpo de Hoffman o cerca de él encontraron un octógono de tela con una frase en latín escrita en su interior.

– Comprobaré sus efectos personales para confirmárselo. Creo que aún no se los hemos entregado a su viuda.

– Puedo mandarle ahora mismo una copia de un octógono parecido para que le sirva de referencia.

– Se lo agradecería mucho. Envíemelo a este número de fax. En cuanto lo reciba me pondré a investigarlo, pero cuando la llame para confirmárselo querré de usted toda la información que tenga de este caso. ¿Me ha entendido?

– Sí, inspector Grüber, le he entendido, alto y claro, y ahora tome nota del teléfono de mi casa, en Venecia. Allí podrá localizarme. Espero su llamada. Quid pro quo, inspector Grüber.

– Quid pro quo, señorita Brooks -respondió el inspector antes de colgar.

Inmediatamente después, Afdera tomó el octógono de tela que había cogido del bolsillo del tipo que intentó matar a Badani en su casa de El Cairo, lo copió en una hoja en blanco y se la envió por fax a Grüber. Ahora sólo quedaba esperar la llamada del inspector.

Afdera decidió abrir el sobre que le había dejado su abuela en la caja de seguridad del banco de Venecia. Con un abrecartas de plata rompió el sello de lacre con el escudo de la Ca' d'Oro, extrajo la carta del sobre y comenzó a leer.

Mi muy querida nieta:

Cuando leas esta carta, querrá decir que yo he fallecido ya, bien de muerte natural o bien asesinada por alguna oscura y oculta mano. De cualquier forma, estaré muerta.