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Una ley aprobada en los años cincuenta concedía a los marchantes seis meses para registrar los objetos que tuvieran en su posesión y restringir así su venta. Con el paso de los años, el gobierno egipcio buscó nuevos mecanismos para controlar más ese comercio ilegal. No obstante, esas medidas poco o nada pudieron hacer con una actividad que, aun siendo muy perseguida, era difícil de atajar debido a los altos beneficios que se obtenían con ella.

Por esta razón, existía un mercado lucrativo e ilegal de piezas que eran sacadas directamente de tumbas o de excavaciones, objetos en cuestión que no aparecían en ningún registro y que, por tanto, no existían para la administración de antigüedades de Egipto.

Los egiptólogos de todo el mundo y los expertos en antigüedades de la zona solían decir: «Un objeto egipcio es considerado falso o de sospechosa procedencia a no ser que se demuestre lo contrario». Si la administración egipcia descubría que una pieza había sido vendida después de la aprobación de la ley, podía legalmente reclamar su devolución. Sayed era tan sólo uno de los eslabones más bajos de esta cadena de tráfico ilegal de antigüedades.

Hany se encontraba comiendo dátiles y tomando té con menta cuando oyó fuera de la casa un griterío de niños. Eran los numerosos hijos de Abdel Gabriel Sayed recibiendo a su padre. Hany se puso en pie para saludar al recién llegado.

– Señor Sayed, tengo que hablar con usted en privado -dijo el excavador.

– Bien, déjeme lavarme antes las manos y hablaremos -respondió mientras saludaba a su esposa.

Minutos después ambos hombres se encontraban frente a frente, alrededor de la tableya, una mesa baja en donde se alineaban platos con mantequilla, pan y pasta de garbanzos con aceite. De repente, Hany bajó el tono de voz para evitar que alguien pudiese escuchar su conversación. El rostro de Abdel Sayed fue cambiando de expresión mientras Hany le revelaba lo que habían descubierto en la cueva de Gebel Qarara.

Tras permanecer en silencio unos minutos, Sayed ordenó a Hany que no comentase nada de su descubrimiento, y que él se ocuparía de todo. Su idea era viajar en coche hasta la misma cueva, extraer todos los objetos valiosos y volver a tapar la entrada para no dejar rastro del expolio.

– Hay que hacerlo todo con el mayor sigilo para que ni la policía ni otros ladrones de tumbas puedan saber lo que nosotros hemos averiguado -dijo en voz baja-. De cualquier forma, es mejor que hoy duerma en mi casa y mañana por la mañana, antes del amanecer, partiremos hacia Gebel Qarara para entrar en la cueva.

Pocas horas después, cuando todavía no se había levantado el sol y el cielo aparecía teñido de violeta y rojo, el destartalado coche de Abdel Gabriel Sayed entraba en el árido valle. Medio kilómetro más allá, el vehículo se detenía ante la entrada de la tumba. Los dos hombres se bajaron y extrajeron del maletero dos palas con las que se pusieron a cavar para abrir el recinto sellado.

Al cabo de media hora, con el sol azotando ya sus espaldas, conseguían abrir la boca de la cueva. El único sonido que les acompañaba era el del viento enfilando por el fondo del valle. Tras encender dos antorchas, Sayed y Hany se arrastraron por el interior de la tumba. El fétido olor era penetrante, pero consiguieron aguantarlo gracias a la corriente de aire fresco que llegaba desde el exterior.

Con un cuchillo, Hany abrió la tinaja y sacó de su interior la pesada caja de piedra caliza. Al abrirla, apareció ante los ojos de Abdel Sayed un libro de hojas de papiro y tapas de cuero, escrito en un idioma que desconocía. Lo volvieron a guardar en la caja, la sacaron al exterior y cerraron la cueva nuevamente con la lápida pulida. Sayed colocó la caja en el maletero del vehículo y la tapó con una vieja lona. Con el mismo sigilo con el que habían llegado, se marcharon del lugar sin dejar la menor pista de la cueva.

Lo que aquellos campesinos no sabían todavía era que el clima seco y caliente de Gebel Qarara había ayudado a conservar uno de los mayores secretos de la cristiandad. Desde el mismo momento en que lo habían extraído de la cueva, dio comienzo la cuenta atrás para su destrucción.

Lo que también ignoraban Hany y Sayed era que acababan de sacar a la luz la palabra de Judas Iscariote desde lo más profundo y oscuro de la historia. Habían pasado mil ochocientos noventa y cinco años desde la muerte del apóstol más querido de Jesús y ahora, en un lugar perdido del Egipto Medio, unos fellahim rescataban su testimonio. Aquel libro se convertiría en uno de los hallazgos más importantes de la historia bíblica del presente siglo.

***

San Juan de Acre, actual Acre

«¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo he llegado hasta este oscuro lugar? ¿Cómo he llegado hasta esta catacumba? No puedo recordarlo… -se dijo la joven, recostada contra la pared-. Necesito saber cómo he llegado hasta aquí. Recuerda… recuerda… Afdera, intenta recordar. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hace frío y hay mucha humedad. Ah… sí, ahora mis recuerdos empiezan a ser más claros, comienzo a verlo todo con nitidez. Recuerdo la voz de Ariel gritando mi nombre aquel día de verano. Hacía mucho calor. Sí, ahora recuerdo aquel caluroso día ante aquellas tumbas abiertas cerca de Jerusalén. Recuerdo a Ariel gritando mi nombre para llamar mi atención y aquel mensaje de mi hermana Assal. Recuerdo la llamada a mi hermana desde nuestra casa de Venecia. Sí, lo recuerdo. Recuerdo su mensaje sobre la abuela. Su salud. Se estaba muriendo y quería hablar conmigo. Sí, ahora lo recuerdo… allí empezó todo…».

II

Jerusalén, años ochenta, siglo XX

Las excavaciones marchaban a buen ritmo bajo el duro calor del verano. Los arqueólogos israelíes e italianos habían descubierto seis tumbas que databan del año I en la zona oriental de Jerusalén.

A pocos metros de la entrada de la tumba 4, se protegía bajo una sombrilla una joven de unos treinta años que se dedicaba a clasificar los osarios y los objetos encontrados en las tumbas abiertas. Trabajaba para la Autoridad de Antigüedades de Israel, la AAI, en el Museo Rockefeller de Jerusalén.

Con manos firmes, la joven iba separando y limpiando con una brocha el polvo pegado durante siglos a los osarios mientras en un cuaderno con tapas de cuero reproducía los símbolos funerarios grabados en ellos.

La voz de Ariel, un joven ayudante de la excavación, sacó a Afdera Brooks de su delicada tarea.

– ¡Afdi, Afdi! -gritó el ayudante para llamar su atención.

La joven se levantó al oír su nombre e intentó ver desde qué dirección llegaba la voz, haciendo visera con la mano para evitar el reflejo del fuerte sol.

– ¡Estoy aquí! -gritó la joven arqueóloga mirando hacia Ariel.

Ariel corría hacia ella con un papel en la mano. El joven trabajaba como ayudante en las excavaciones mientras cursaba sus estudios de arqueología bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Durante su servicio militar, Ariel había estado destinado en una división blindada en la Franja de Gaza. Su padre había muerto pocos años antes en la guerra del Yom Kippur. A Afdera le resultaba chocante ver a aquellos jóvenes idealistas hablando de paz y libertad mientras servían en el ejército de Israel.