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– ¿Y quién será el muerto de la función? -preguntó Coribantes.

– Mi querido amigo, el único que puede impedir que las cosas cambien en la Iglesia; el único que está provocando la pérdida de prestigio de nuestra Iglesia por querer acercarse a esos malditos comunistas de Varsovia y de Moscú; el único que impide que se cumpla mi destino y para el que he sido preparado desde hace décadas. Los comunistas son herejes y con los herejes no hay nada de qué hablar, tan sólo quemarlos en la hoguera.

– Pero la Inquisición y las hogueras han dejado de existir hace ya muchos años, Eminencia…

– Necesito que busque a ese títere para mí, y le aseguro que cuando se cumpla mi destino, usted, querido Coribante, será recompensado.

– ¿Cuánto tiempo tengo para darle un nombre a ese títere?

– Hay hombres, amigo Coribantes, que luchan un día y son buenos; hay hombres que luchan muchos años y son mejores, pero hay quienes luchan toda la vida y ésos son los imprescindibles, y usted es uno de estos últimos. Cuanto antes tenga ese nombre, mejor.

– Cumpliré sus órdenes con eficacia y en silencio, Eminencia -respondió el espía justo antes de desaparecer entre los altos arbustos de los tranquilos jardines vaticanos.

– Lo sé, mi buen amigo, lo sé…

***

Berna

Bien entrada la noche, alguien se introdujo en el edificio principal de la Fundación Helsing. El recién llegado era conocido por los guardias armados de seguridad. Cruzó grandes salas en penumbra y llegó hasta la planta principal de despachos. Al fondo de un pasillo se encontraba una gran puerta de roble con una placa de bronce: «Renard Aguilar. Director».

La visita nocturna a la sede era más una medida preventiva que de seguridad. Estaba claro que Renard Aguilar no deseaba que nadie conociese el contenido de la conversación que iba a tener en unos minutos.

El director levantó el auricular y marcó el número de la residencia del millonario Delmer Wu.

– Buenas noches, deseo hablar con el señor Wu.

– ¿Con quién hablo? -preguntó la voz.

– Dígale al señor Wu que soy Renard Aguilar, un amigo del mejor discípulo. Él lo entenderá.

– Lo siento, pero el señor Wu no responde directamente. Le informaré de su llamada a uno de sus asistentes. Déjeme su número y su nombre y le daré su mensaje para que le llame inmediatamente -respondió la mujer de forma casi automática, como si de una grabación se tratase. Su pequeño discurso dejaba claro que eran las normas impuestas por el millonario para impedir que nadie pudiera acceder a él, ni siquiera a través del teléfono.

– Escuche bien lo que voy a decirle, porque no lo volveré a repetir, señorita. Si no quiere quedarse sin trabajo en menos de una hora, le recomiendo que localice al señor Wu y le dé el mensaje que le acabo de transmitir. Sé que él espera esta llamada, así es que si usted cree tener el suficiente poder como para desviar esta llamada a uno de los asistentes del señor Wu, allá usted.

La joven secretaria guardó silencio durante unos segundos, tal vez intentando tomar una decisión.

– Las personas que pueden acceder directamente al señor Wu tienen una clave de seguridad. Si esa clave salta en nuestra centralita de teléfonos, la llamada pasa directamente al señor Wu, y usted no tiene esa clave. Lo siento. No puedo pasarle. Lo único que puedo hacer es transmitir su mensaje a uno de sus asistentes.

– Bien, señorita. Haga lo que quiera, pero le recomiendo que vaya buscando un nuevo trabajo -dijo Aguilar.

– Un momento, señor Aguilar, no cuelgue -pidió la mujer-. Le pasaré con el señor Elliot, el asistente del señor Wu.

Enfadado por no haber podido hablar con Delmer Wu, esperó impaciente hasta oír la voz del asesor texano del millonario.

– ¿Señor Elliot? Soy Renard Aguilar, director de la Fundación Helsing.

– ¿Qué desea?

– Quiero hablar con el señor Delmer Wu.

– Mucha gente quiere hablar con el señor Wu. ¿Qué le hace tan especial para que le permita hablar con él?

– Tengo un libro que tal vez le interese para ampliar su colección. Dígale que tengo en mi poder el libro que recoge las palabras del mejor discípulo de Jesucristo. Transmítale este mensaje. Él lo entenderá -dijo Aguilar antes de colgar.

Si sabía jugar bien sus cartas, podría hacerse con una tajada de dos millones de dólares libres de impuestos. Mientras saboreaba en sus pensamientos los placeres que iba a poder pagarse con ese dinero, una luz roja intermitente en su teléfono lo devolvió a la realidad.

– ¿Dígame?

– ¿Cuál es su propuesta? -preguntó el mismísimo Delmer Wu al otro lado de la línea.

– ¡Oh, señor Wu, qué sorpresa! Estaba pensando que a lo mejor no le interesaba el libro de Judas.

– Acabo de despedir a la estúpida que se negó a pasarme su llamada, señor Aguilar. Como ve, yo no tengo reparos ni escrúpulos si con ello puedo alcanzar un objetivo, y ese objetivo ahora es el libro de Judas que tiene usted en su fundación -afirmó el millonario asiático.

– Bueno, no esperaba que despidiese a su secretaria -se disculpó el director.

– No se preocupe por ella. Y ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?

– Quiero proponerle un buen negocio.

– Déjeme a mí decidir si el negocio es bueno o malo. Le doy quince segundos, desde este mismo momento, para convencerme.

– Tengo en mi poder un libro que…

– Le quedan diez segundos -interrumpió Wu.

– … puede contener las palabras de Judas Iscariote, el apóstol…

– Le quedan cinco segundos -volvió a interrumpir el millonario.

– Le ofrezco la posibilidad de convertirse en el propietario del libro de Judas.

– Ahora empiezo a escucharle. Y ahora, dígame, ¿cómo sé que tiene usted el libro?

– No lo tengo en mi poder, pero la Fundación Helsing está llevando a cabo su restauración y traducción. Sé que usted ha tenido que depositar diez millones de dólares como donación en una cuenta en Suiza para que el Vaticano pueda adquirirlo. Yo le propongo que se adelante usted en esa compra. Ya conoce su valor y, si yo quiero, puedo hacer que ese libro acabe en su colección.

– ¿Cómo está usted tan seguro de que el Vaticano le permitirá que lo haga?

– El Vaticano no tiene por qué enterarse, a no ser que usted se lo diga.

– ¿Y qué me impide no coger ahora mismo el teléfono y llamarles para decirles que está usted ofreciéndome un objeto que ellos desean? Usted conoce al cardenal August Lienart y sabe bien que su eminencia no se quedará tan tranquilo rezando en la basílica de San Pedro junto a Su Santidad. Si acepto su oferta, tanto usted como yo nos convertiremos en objetivos, y la verdad es que yo tengo una buena protección, pero ¿y usted?

– Déjeme que yo me ocupe de mí mismo. Con dos millones de dólares puedo esconderme de quien sea y donde sea. Estoy seguro de que prefiere usted sujetar por los huevos al Vaticano y no al contrario. ¿Le interesa el libro, señor Wu?

– ¿Cuánto me costará, digámoslo así, su apoyo para poder sujetar por los huevos a la Santa Sede?

– Usted sabe bien el valor de ese documento y que una vez traducido puede remover los cimientos del cristianismo y de la actual Iglesia católica. Dejará que me quede con dos millones de dólares de los diez que ha depositado en la cuenta del Vaticano.

– ¿Qué seguridad tengo de que seré el único en recibir esta oferta?

– ¡Oh, señor Wu, me ofende usted! Soy un hombre de palabra y de honor. Jamás intentaría engañarle a usted en un negocio. Tengo suficiente juicio para no hacerlo -aseguró Aguilar.

– Déjeme decirle que mi padre me enseñó que el juicio de las cosas está determinado por la propia experiencia. «No permitas que el juicio de los demás se interponga para vivir tu propia experiencia», me dijo. Si me engaña, o simplemente se le ocurre intentarlo, créame que nadie más volverá a saber de usted. Soy propietario de unas instalaciones en el Ártico. Una especie de laboratorio en donde suelen hacer experimentos de tal índole que ni mis propios empleados dejan hacerme partícipe de ellos. Creo que tiene que ver con vacunas para evitar enfermedades muy graves y contagiosas y siempre se alegran cuando les envío algún conejillo de Indias. ¿Me comprende usted, señor Aguilar?