– Pero ¿qué importancia tendría que hubiese llegado uno u otro a Venecia? -volvió a preguntar Max.
– Mucha. Si Phillipe hubiese muerto en Tierra Santa, lo más seguro es que hubiese sido enterrado en cualquier lugar, mientras que si el caballero que permaneció en Acre fuese Hugo, posiblemente hubiese sido enterrado en las catacumbas de Acre con sus armas y, por tanto, sería más fácil de localizar. ¿De qué año puede ser ese arco del que habla? El arco con el yelmo, el escudo y la espada -preguntó Colaiani interesado.
– No estoy muy segura, pero quizá del siglo XIII o XIV. Sería fácil de comprobar en los Archivos de Estado de la Serenísima o en la Bi blioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos ¿Qué relación puede tener la leyenda con su primer caballero?
– Usted sabe, Afdera, que muchas veces las leyendas se conforman basándose en un hecho real. ¿Y si ese caballero que dice su leyenda fuese el mismo que luchó junto a Luis IX en Damietta? ¿Y si ese caballero fuese uno de los hermanos que siguió su camino hacia Europa con el documento de Eliezer? ¿Y si el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes, al que se refiere la historia, es nada más y nada menos que Venecia? ¿Y si descubriésemos que el documento de Eliezer está realmente escondido en algún lugar de Venecia? ¿Sabe usted lo que supondría para la cristiandad? ¿Sabe lo que significaría descubrir un documento de la época que demostrase que realmente Judas Iscariote no se suicidó como dice el evangelio de Mateo? Un documento semejante podría abrir los ojos o demostrar que los pilares sobre los que se edificó la actual Iglesia católica no fueron los correctos. ¿Se imagina que usted y yo descubriésemos ese documento, ese texto sagrado en Venecia? Estaría dispuesto a compartir la gloria del descubrimiento con usted, sin duda alguna.
– Muchas gracias, pero si descubro el lugar donde está la carta de ese tal Eliezer, le aseguro que no compartiré con usted su contenido. El libro de Judas es de mi propiedad. De cualquier forma, antes de bañarnos con la gloria debemos localizar las pistas que nos lleven hasta el lugar en donde está escondido ese valioso documento.
– Déjenme que les interrumpa a los dos en su momento de gloria… – intervino Max-. ¿Qué fue de Luis de Francia o del segundo caballero?
– Luis IX y el segundo caballero estuvieron cuatro años fortificando las plazas cristianas de San Juan de Acre, Cesarea, Jaffa y Sidón y peregrinando a los Santos Lugares de Nazaret y Canaán. En el año 1254, Luis IX tuvo que regresar a Francia tras la muerte de su madre, doña Blanca de Castilla, que había actuado como regente, y asumir sus responsabilidades como rey.
– ¿Y el segundo caballero? ¿Supieron al menos dónde está enterrado? -preguntó Afdera, sin dejar de tomar notas.
– Imposible saberlo. Desde 1250 hasta 1291 los caballeros cruzados muertos en acción eran en su mayoría enterrados en el lugar donde caían, pero si tenían suficientes méritos, sus cuerpos eran trasladados hasta San Juan de Acre y sepultados en las criptas y catacumbas de la ciudad, junto a su escudo, sus emblemas de guerra y su espada. El problema es que desde 1291, cuando Acre cayó en poder de los musulmanes, se perdieron la mayor parte de los registros que se habían hecho hasta ese momento. Las diferentes órdenes de caballería llevaban registros exhaustivos de los caballeros muertos y la ubicación de sus sarcófagos -afirmó Colaiani.
– ¿Y no hay forma de localizar el sarcófago del caballero de Fratens?
– Imposible. Los musulmanes destruyeron y quemaron todos los textos que encontraron en Acre, y si no lo hicieron, seguro que los turcos se encargaron de ello cuando conquistaron la ciudad en 1517. Se sabe a ciencia cierta que en 1819, cuando los ingleses anexionaron Acre a Palestina, ya no existían los registros. Para localizar la tumba de ese caballero habría que recorrer uno a uno los kilométricos pasillos que conforman los subsuelos de Acre, y para ello se necesitaría el permiso de los israelíes, y no creo que eso sea nada sencillo.
– No será ningún problema. Tengo buenas relaciones con los israelíes y con la Autoridad de Antigüedades.
– Pero no creo que ellos las tengan conmigo -afirmó Colaiani.
– ¿A qué se refiere?
– Los israelíes nos acusaron oficialmente a Kalamatiano, a Eolande y a mí de estar detrás del intento de robo de una serie de objetos. Yo tengo que decirle que no tuve nada que ver en ello, pero fuimos acusados los tres y nos impidieron realizar cualquier investigación en Acre.
– No se preocupe. Si usted me ayuda a mí, yo le ayudaré a usted con los israelíes -propuso Afdera.
– ¿Y de qué forma le ayudaría yo? Usted no está dispuesta a compartir el éxito del descubrimiento del texto de Eliezer.
– Podría cambiar de opinión, depende de su ayuda.
– ¿Hasta qué punto debería llegar esa ayuda?
– A ponerme en contacto con Vasilis Kalamatiano.
– ¿Está usted loca? -exclamó Colaiani-. Si el Griego se entera de que he hablado con usted sobre el libro de Judas y el documento de Eliezer, es capaz de despellejarme vivo en una tinaja de aceite hirviendo.
– Pues ésa es mi condición. Si me pone en contacto con Kalamatiano, haré que los israelíes se olviden de usted. Si no lo hace, no sólo me preocuparé de que los israelíes no se olviden de usted, sino que hablaré con todos los amigos de mi abuela, y le aseguro que son muchos, y correré la voz de que ha intentado engañarme con una pieza -dijo Afdera, poniendo su mejor rostro angelical.
– Hija de puta -farfulló Colaiani, dirigiéndose hacia su desordenada mesa para buscar una vieja agenda de tapas de cuero bajo un montón de papeles y fotografías en blanco y negro-. De acuerdo, le diré la forma de contactar con Kalamatiano. Llame a este número. Si el Griego acepta hablar con usted, perfecto. Usted llamará a los israelíes y les dirá lo bueno que soy. Si Kalamatiano se niega a hablar con usted, o se niega incluso a devolverle la llamada, también perfecto. Usted llamará igualmente a los israelíes y les contará mis bondades.
– De acuerdo. Trato hecho. Le llamaré después de hablar con Kalamatiano. Ya no le molestamos más -dijo, poniéndose en pie para despedirse.
– Espero tener noticias suyas muy pronto, señorita Brooks. Recuerde que ahora somos socios -aseguró Colaiani.
– Aún no, profesor, aún no.
Max rompió el silencio cuando estuvieron fuera del campus.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Me imagino que intentar localizar a ese Kalamatiano.
– ¿Y después?
– Necesito hablar con Badani esta tarde para confirmar si en el cadáver de Liliana encontraron un octógono de tela. Y quiero hablar con ese inspector de la policía de Berna, Hans Grüber, para saber si en el cadáver de Werner Hoffman hallaron un símbolo similar.
– ¿Qué ocurriría si descubrieses que esa gente que mata dejando un octógono de tela tras de sí está realmente asesinando a cualquier persona relacionada con tu libro de Judas? ¿Y si ese supuesto grupo descubriese que realmente hay un texto de un tal Eliezer que podría poner en peligro los cimientos de la Iglesia católica? ¿Crees realmente que dejarían que todos los que conocen ese secreto permaneciesen vivos?
– No lo sé, Max. Ahora no puedo pensar en ello. Tal vez estamos tomándonos demasiadas molestias por ese Judas.
– ¿Por qué no le concedes el beneficio de la duda, como hizo tu abuela?
– ¿Tal vez porque traicionó a su amigo?
– En el Infierno de la Divina Comedia de Dante, Judas es condenado a las fosas más profundas, en donde es devorado desde la cabeza por un ave gigante. La gente de hoy considera a Judas como un delator, un traidor. Incluso su nombre es asociado a la codicia, a la avaricia, a alguien mucho más interesado en el dinero que en la fidelidad a un amigo. Se desprecia el nombre en sí. En ningún lugar de Occidente nadie pondría el nombre de Judas ni siquiera a su perro, y mucho menos en Alemania, en donde es ilegal llamar así a un hijo. ¿Por qué no puedes ser tú la persona que consiga limpiar el nombre de Judas Iscariote? -propuso Max.