Ciudad del Vaticano
La llamada de Renard Aguilar había dejado intranquilo a monseñor Mahoney. Tal vez ese Hamilton pretendía meter sus narices en asuntos que no eran de su incumbencia. Quizá ese viaje fuese para intentar cerrar algún capítulo que el Círculo Octogonus había dejado abierto hacía casi veinte años. Aquello podría ser peligroso, así que el obispo Mahoney decidió consultar con el cardenal Lienart.
Se dirigió hasta el despacho del secretario de Estado. Monseñor Mahoney golpeó la puerta tres veces antes de escuchar la voz de Lienart.
– Adelante, pase, monseñor Mahoney -le invitó Lienart-. Pase y cierre la puerta, por favor.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió el cardenal, tocando levemente la cabeza de su secretario.
– Deseo hacerle una consulta, eminencia.
– ¿Es tan urgente como para sacarme de una reunión con los responsables de la Primera y Segunda Sección?
– Puede que no sea nada, pero también puede que sea algo peligroso para nuestro Círculo.
– ¿De qué se trata?
– Acabo de hablar con Aguilar, el director de la Fundación Hel sing de Berna…
– Sí, sí, ya sé quién es, pero, dígame, ¿cuál es el problema?
– Me dijo que el abogado que está negociando la venta del libro de Judas va a viajar a Colorado para arreglar varios asuntos de su clienta, Afdera Brooks. Usted sabe que el Círculo estuvo implicado en la muerte de los padres de esa joven, y si el abogado llega a descubrirlo, pueden ponerse las cosas difíciles para nosotros.
– ¿Y qué propone usted?
– Enviar a Colorado a los hermanos Osmund y Ferrell para vigilar de cerca a ese Sampson Hamilton. Si el abogado se acerca demasiado a algún secreto que ponga en peligro el Círculo Octogonus, les ordenaré que actúen para impedirlo.
– ¿Quiere preguntarme algo más o, por el contrario, puede usted solucionarlo solo? -dijo Lienart.
– Los cuatro científicos han terminado de restaurar y traducir el libro de Judas. ¿Qué quiere que hagamos con ellos? -preguntó el obispo.
– Cuando los tres abandonen Berna, que el hermano Alvarado se ocupe de esa mujer de la que ahora no recuerdo su nombre… -ordenó el cardenal August Lienart.
– Sabine, Sabine Hubert.
– Que así sea, querido Mahoney, y después ocúpese usted de que el resto del equipo quede silenciado para siempre.
– ¿Y Renard Aguilar?
– Mientras pueda seguir siéndonos de utilidad, le utilizaremos. El día en que ya no nos sirva para nuestra sagrada labor, será el momento de enviar su alma con Dios Nuestro Señor.
– A sus órdenes, eminencia. Lo prepararé todo y convocaré a los miembros del Círculo que deben asumir sus nuevas misiones.
– Puede retirarse. Por cierto, deberá usted comenzar a asumir mayores responsabilidades dentro de nuestro Círculo. Según parece, Su Santidad no goza de tan buena salud como cabría esperar de un campesino del Este. ¡Quién sabe si se convocará un nuevo cónclave en fechas no muy lejanas! Si eso ocurriera, tendré que estar preparado, y si usted no es capaz de controlar el Círculo, tal vez debería pensar en el padre Alvarado o en el padre Ferrell para sustituirle en tan difícil y delicada misión. Podría sopesar incluso la posibilidad de enviarle a usted a un monasterio en Polonia para que pueda dedicarse a la oración y a la vida contemplativa.
– Pero, eminencia, yo…
– Si usted no está preparado, puede irse ahora mismo y abandonar nuestra sagrada misión, encomendada a los miembros del Círculo Octogonus. Si está dispuesto a continuar desempeñando su trabajo, deje de quejarse, abandone sus miedos y actúe por sí solo, querido Mahoney. El hombre que más ha vivido, monseñor, no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado en la vida. Ya es hora de que acepte tomar decisiones y no esperar que sean otros quienes lo hagan por usted.
– No creo estar capacitado para asumir esa responsabilidad, eminencia.
– Querido Mahoney, las suposiciones siempre son malas para el espíritu. El hombre pasa su vida razonando sobre el pasado, quejándose del presente y temblando por lo venidero, y usted es un perfecto ejemplo de ello. Actúe sin remordimientos, ya que cada hombre puede mejorar su vida mejorando su actitud. El mejor ejemplo de nuestra misión, la del Círculo Octogonus, es esa frase que dice que la guerra es una masacre entre personas que no se conocen para beneficio de otras que sí se conocen, pero que no desean masacrarse. Estos últimos somos, querido Mahoney, usted y yo. A partir de aquí es donde usted debe elegir en qué lado quiere estar. Píenselo y comuníqueme su decisión cuanto antes. No me gustaría tener otro padre Reyes con dudas entre nosotros. Si sucede eso, tal vez tendría que ordenar acabar con esa plaga que genera tantas dudas en algunos de los miembros de nuestro Círculo. Buenos días, monseñor. Fructum pro fructo -dijo el cardenal, señalando a Mahoney la puerta de salida de su despacho. -Silentium pro silentio, eminencia.
Ya en su despacho, monseñor Emery Mahoney descolgó el teléfono rojo que había sobre su mesa y conectó el sistema de antiescucha. Seguidamente marcó el número del Casino degli Spiriti, en Venecia.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondieron al otro lado de la línea.
– Soy el hermano Mahoney.
– Soy el hermano Ferrell. Dígame, hermano.
– Tengo nuevas órdenes. Usted y el hermano Osmund partirán mañana mismo a Aspen, en Colorado, e intentarán localizar a un abogado llamado Sampson Hamilton.
– ¿Tiene alguna orden concreta, hermano Mahoney?
– Por ahora lo único que deseo es que ustedes sigan de cerca a ese tal Hamilton. Deberán informarme antes de tomar cualquier decisión. No adopten ninguna medida sin consulta previa. Sólo yo podré ordenar una acción concreta contra ese abogada Nadie más que yo. Mañana mismo les haré llegar una fotografía reciente de ése hombre.
– ¿Y si recibimos una orden concreta del gran maestre? -preguntó Ferrell.
– No creo que eso llegue a suceder. Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió Ferrell.
Mahoney debía hacer una nueva llamada. Esta vez a un pequeño piso en el casco histórico de Berna regentado por monjas.
– Hermana, soy el obispo Mahoney y deseo hablar con el padre Septimus Alvarado.
– Un momento, monseñor, ahora mismo le aviso -dijo la religiosa.
Unos instantes después, Mahoney oyó la respiración de Alvarado al otro lado de la línea.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió Alvarado.
– Tengo instrucciones concretas para usted, hermano Alvarado.
– Dígame, le escucho atentamente.
– Su nuevo objetivo será una mujer llamada Sabine Hubert. Es la persona que ha dirigido la restauración y traducción del libro hereje de Judas. Debe pagar por ello. Sabe demasiado sobre ese libro y el gran maestre no desea que siga siendo así.
– ¿Cuándo debo dar el golpe?
– Sólo cuando los otros tres miembros del equipo hayan abandonado el país. No deseamos que la policía pueda relacionar nuestro Círculo con Hoffman, Hubert y el resto. ¿Cree que el padre Pontius podría ocuparse de Fessner? -preguntó Mahoney, refiriéndose al científico canadiense experto en análisis por radiocarbono.
– Creo que sí está preparado. De cualquier forma, no se preocupe, hermano Mahoney, yo le ayudaré en su tarea.