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En ese momento Afdera miró su reloj.

– Uf, es muy tarde, tengo que marcharme ya al hotel. Mañana quiero ir temprano a Ginebra para hablar con Kalamatiano. Espero poder entrevistarme con él. Sabine, ten mucho cuidado y no te fíes de nadie.

– Tú tampoco te fíes de nadie, y mucho menos de Kalamatiano y Aguilar. Tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Me imagino que en unos días entregaré el informe final de la restauración de tu libro a Aguilar para que te lo envíe a Venecia. Intentaré que la traducción te la remita Efraim desde Tel Aviv. Tiene que darle los últimos retoques. Me imagino que en una o dos semanas podrá enviártela. Le diré incluso que te la mande directamente sin pasar por Aguilar.

– Te lo agradecería. Me haría ganar mucho tiempo. Ha sido una velada muy agradable. Gracias por la cena, espero poder invitaros en Venecia. Rosa cocina maravillosamente y seguro que cuando terminéis de cenar pesaréis unos veinte kilos más.

Sabine y Madeleine se despidieron de Afdera mientras esperaban el taxi que habían llamado por teléfono. Cuando Afdera salió a la calle, vio a los dos agentes de policía bebiendo café en el coche patrulla. En aquel momento recordó las palabras de Grüber sobre la escasa preparación de sus hombres para proteger a Sabine. Aquel pensamiento le provocó una extraña sensación de peligro.

Tras despedirse de su invitada, Sabine se dirigió a su habitación, en donde la esperaba Madeleine completamente desnuda. Las dos mujeres mantuvieron relaciones sexuales durante horas. Al finalizar, la restauradora se dirigió al baño para ducharse. El sonido del secador de pelo despertó a Madeleine.

– Vuelve a la cama conmigo -dijo, apoyando sus pechos desnudos contra la espalda de Sabine.

– Déjame ahora, querida. Necesito descansar. No soy tan joven como tú -respondió la restauradora.

– No te preocupes. Voy a dormir un rato. Es muy tarde para irme a mi casa.

Sabine observó su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos permanecían en su sitio. La gravedad no había hecho todavía estragos en ellos, o por lo menos no demasiado.

A continuación, aún con el pelo húmedo envuelto en una toalla, Sabine se sentó en la butaca frente al tocador antiguo. Se realizó un pequeño masaje facial y abrió el tarro de crema nutritiva. Metió los dedos y se extendió por el rostro la crema que había cogido.

Al instante, la científica comenzó a sentir un fuerte calambre en el brazo y en la pierna izquierda a medida que las neurotoxinas de la rana Phyllobates terribilis iban penetrando vía cutánea en su sistema nervioso.

Sus músculos iban sufriendo una flaccidez severa y su visión se hacía cada vez más borrosa. Sus manos agarrotadas intentaban sin remedio sujetarse al tocador para evitar el fuerte dolor de los músculos.

Sabine podía ver a Madeleine a través del espejo, pero sus cuerdas vocales se habían quedado paralizadas. No era capaz siquiera de producir sonido alguno. En ese momento, cuando la toxina de la rana había invadido ya su cuerpo, sintió un fuerte dolor en el abdomen que la hizo vomitar.

El ruido hizo que su joven amante se despertase alarmada.

– ¿Qué te pasa, Sabine? ¿Qué te pasa? ¿Es un ataque cardíaco? -gritó, pero la restauradora no podía hablar.

Madeleine se acordó de los dos policías de la puerta, y rápidamente se dirigió a la ventana y gritó pidiendo socorro.

– ¡Necesito una ambulancia, por favor! ¡Llamen a una ambulancia! -suplicó la joven.

Mientras un agente se quedaba en el vehículo pidiendo una ambulancia por radio, el segundo policía subió a la casa. Al entrar en el dormitorio se encontró con un espectáculo dantesco. Sabine se debatía entre la vida y la muerte, semidesnuda, con la cara hinchada, casi deforme por la toxina del batracio y cubierta por su propio vómito.

El policía cogió la toalla que cubría el pelo de Sabine, le limpió el rostro e intentó hacerle la respiración boca a boca sin resultado alguno. La restauradora continuaba lanzando gemidos de dolor mientras su cuerpo hacía ya varios minutos que había dejado de responderle.

Entre lágrimas, Sabine podía ver el rostro del joven agente golpeándola fuertemente en el pecho para darle masajes cardíacos, pero el veneno había inundado ya todo su cuerpo. Madeleine le sujetaba la mano derecha. Intentaba decirle que la quería, pero la neurotoxina le impedía hablar. Ya ni siquiera podía mantener la lengua en el interior de la boca, completamente reseca.

Cuando los médicos llegaron, la toxina suministrada por el padre Alvarado a Sabine Hubert a través de la crema nutritiva había bloqueado la liberación de una sustancia llamada acetilcolina en las terminaciones nerviosas, y una parálisis muscular le provocó la muerte, tras un violento estertor. El Círculo Octogonus se cobraba una nueva víctima, pero no sería la última de aquella fría noche.

– Póngame una cerveza bien fría, por favor.

– Enseguida -gritó el camarero desde el otro lado de la barra.

John Fessner, el canadiense experto en radiocarbono, decidió darse una vuelta por la tranquila Berna en su última noche antes de regresar a Canadá. En la televisión se retransmitía un partido de hockey sobre hielo entre los Dublin Rams y los Dundalk Bulls.

– Son demasiado lentos -dijo una voz justo al lado de Fessner.

– Son simples aficionados. En Canadá sí que saben jugar al hockey. Estos irlandeses sólo saben jugar al rugby.

– ¿Es usted canadiense? -preguntó su compañero de barra.

– Sí, soy de Ottawa, y seguidor de los Senators.

– Pues yo, a pesar de ser irlandés, prefiero a los Calgary Flames.

– ¡Por favor! Ésos no saben ni cómo lanzar un disco. Deberían ponerse la goalie mask en el culo. Aunque sea usted un irlandés seguidor de los Flames, le invito a una cerveza -dijo Fessner entre risas.

– Muy bien. Acepto si después permite a este humilde seguidor de los Flames invitarle a otra.

– Trato hecho, pero no permitiré que lo fotografíen conmigo. No podría mostrar la fotografía junto a un fan de los Flames en mi barrio de Ottawa.

Tras beber varias cervezas, el irlandés le contó que se llamaba Mike Coonan y que había emigrado a Berna hacía seis años.

– Aún trabajo día y noche para intentar traer a mi familia conmigo. Aquí podré dar a mis hijos una mejor educación. Ellos se lo merecen, ¿no le parece?

– Amigo Mike, no tengo hijos. Soy soltero, aunque espero encontrar un buen día a una buena canadiense católica seguidora de los Senators con la que formar una familia y tener muchos, muchos hijos -dijo Fessner bajo los efectos del alcohol.

Sobre las cuatro de la mañana, Coonan propuso al científico tomar una última ronda en un famoso bar irlandés situado cerca de Murtenstrasse, a pocos metros de las obras de ampliación de la estación central de ferrocarril de la ciudad.

Fessner dijo que sí y abandonaron el local dando tumbos mientras intentaban mantenerse en pie. Lo que no llamó la atención al científico fue la barra de plástico con la que el irlandés no paraba de jugar.

Los dos hombres se subieron en el destartalado Lada de Coonan y se dirigieron hacia su destino. Tras aparcar en una oscura calle, el irlandés se apeó del coche para ayudar a bajar a un John Fessner bastante ebrio. En ese momento, el padre Spiridon Pontius miró a ambos lados de la calle, extrajo de su bolsillo un cable de acero y lo introdujo en el interior del tubo de plástico, dejando salir un extremo por el otro lado del tubo. Con un rápido movimiento, pasó el alambre alrededor del cuello de Fessner. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre la nuca del científico, con la mano derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulándolo poco a poco.

Los primeros movimientos y pataleos de Fessner intentando alcanzar algo de aire en sus pulmones se fueron convirtiendo en estertores y poco después en la inmovilidad total. Estaba muerto.

Cuando todo acabó, salió de entre las sombras el padre Alvarado.