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– Fructum pro fructo, hermano Pontius.

– Silentium pro silentio, hermano Alvarado.

– ¿Está muerto?

– Sí, lo está.

– Sáquele la cartera con la documentación, el pasaporte y el billete de avión. Tenemos poco tiempo -ordenó el padre Alvarado.

Entre los dos hombres cogieron por las piernas y los brazos el cuerpo inerte del canadiense, subieron hasta un andamio y desde allí lo arrojaron a una gran balsa de cemento fresco que iba a convertirse en uno de los pilares del centro comercial de la estación de ferrocarril. Antes de que el cadáver desapareciese de la vista, Pontius levantó su mano derecha, hizo la señal de la cruz y arrojó sobre el cemento un octógono de tela con la frase Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Su misión estaba casi cumplida.

Esa misma mañana, un hombre fornido, embutido en un grueso abrigo similar al que usaba John Fessner y con el pasaporte canadiense falsificado del científico, salía rumbo a Ottawa desde el aeropuerto de Ginebra en un vuelo de Air Canada. Una vez en su destino, el padre Spiridon Pontius debía tomar un vuelo desde Ottawa a Chicago. Allí le esperaba un nuevo objetivo: el especialista en origen del cristianismo Burt Herman.

***

Ciudad del Vaticano

El cardenal Lienart revisaba diversos documentos junto a sor Ernestina cuando el teléfono rompió la monotonía de un acto que para el secretario de Estado se había convertido ya en casi reflejo.

– Cójalo usted, sor Ernestina -pidió Lienart.

– Sí, eminencia, como ordene -respondió la religiosa mientras atendía la llamada.

– Deseo hablar con su eminencia.

– ¿A quién anuncio?

– Dígale tan sólo que Coribantes desea hablar con él. Le espero en dos horas en el mismo lugar de nuestro último encuentro -precisó el agente justo antes de cortar la comunicación.

Pocas horas después August Lienart se encontraba sentado en el interior del jardín botánico observando unos nenúfares que flotaban en el estanque.

– Buenas tardes, eminencia.

– Buenas tardes, Coribantes. Espero que no me haya convocado usted sin tener nada que decirme.

– Me ofende usted, eminencia. Usted sabe que siempre le seré fiel y que sus órdenes serán siempre cumplidas por mí sin hacer preguntas.

– Bien, pues dígame qué tiene para mí.

El agente del contraespionaje papal alargó su mano para entregar al cardenal una carpeta cerrada con dos sellos de lacre rojo.

– ¿Qué es esto? -preguntó el secretario de Estado.

– Su títere, eminencia, su títere.

En ese momento una luz iluminó el rostro del poderoso miembro de la Curia. Al fin podría llevar a cabo su acto más refinado. Si había podido quitarse de en medio a aquel Papa tras treinta y tres días de pontificado, estaba seguro de que podría volver a hacerlo con ese campesino amante de los comunistas y que ahora gobernaba los destinos de la Iglesia.

Lienart cogió un extremo de la carpeta y con un pequeño tirón rompió los dos sellos. En el interior había varias páginas de diversos colores mezcladas con fotografías en blanco y negro de coches quemados, hombres sin rostro tirados sobre una acera y rodeados de charcos de sangre y de manifestantes gritando cerca de un edificio diplomático estadounidense. Al final de aquel pequeño montón de páginas aparecía una fotografía de un joven que no pasaba de los veinticinco y una ficha encabezada por un nombre: Agca, Mehmet Ali.

Sin dejar de observar aquel rostro con barba de varios días, Lienart comenzó a leer el informe que le había entregado Coribantes.

Agca, nacido en 1958 en el poblado de Hekimhan, al sudeste de Turquía, había empezado a mostrar abierta simpatía por las posiciones nacionalistas fanáticas, frecuentando a unos jóvenes que profesaban un anticomunismo con matices racistas, y que se hacían llamar los 'Lobos Grises'. Sin embargo, a partir de 1976 Agca experimentó un cambio desconcertante. Siempre moviéndose en las sombras, el sujeto contactó con varias organizaciones guerrilleras de tendencias opuestas. El Milli Istihbarat Teskilati (MIT), la organización de inteligencia turca, tras ser consultada por la Entidad, cree que Agca mantuvo entre 1976 y 1980 relaciones con grupos extremistas turcos tanto de derechas como de izquierdas. En 1977, nuestros amigos del Mossad detectaron a Agca en campos de entrenamiento terroristas en el Líbano. Allí mantuvo contacto con células terroristas turcas que se entrenaban con él y estableció una estrecha relación con dos grupos: Akincilar, unos fanáticos religiosos que exigían la islamización de Turquía y el Ülkücüler, formado por jóvenes ferozmente anticomunistas y cuyo símbolo era un lobo gris.

Lienart bajó la página que estaba leyendo y, dirigiéndose a Coribantes, dijo:

– Ya tenemos a nuestro títere. Este Agca podría parecer sospechoso tanto por su pertenencia a ese grupo islámico, Akincilar, que podría desear la muerte del cristiano Vicario de Roma, o por su pertenencia a ese otro grupo, Ülkücüler. Si pudiésemos entregar a los italianos estas pruebas, quedaría claro que Agca desea acabar con la vida del Santo Padre debido a la afición de éste a establecer lazos de buena amistad con esos infieles comunistas de Varsovia y Moscú -dijo mientras volvía a la lectura del informe.

El 25 de junio de 1979, Mehmet Ali Agca fue detenido por el asesinato, el 1 de febrero de 1979, del periodista Abdi Ipekci. Agca le metió cinco balas en el cuerpo y de la noche a la mañana se convirtió en toda una estrella entre los grupos radicales de Turquía. Cinco meses después, Agca escapó de la prisión de Kartal-Maltepe. Al día siguiente y desde un lugar seguro, Agca escribió: «Los imperialistas occidentales, temiendo que Turquía y sus naciones islámicas hermanas puedan convertirse en una potencia política, militar y económica en Oriente Próximo, envían a Turquía, en tan delicado momento, al Jefe de las Cruzadas, disfrazado de dirigente religioso. Si esta visita no es cancelada, sin duda mataré al Papa-Jefe. Éste es el único motivo de mi huida de la cárcel. Firmado: Mehmet Ali Agca».