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– Querido Coribantes -dijo Lienart, con una sonrisa gélida entre los labios-, ha cumplido usted perfectamente con lo que le he ordenado. Está claro que tenemos a nuestro títere.

– ¿Cómo ha pensado llevar a cabo la acción? -preguntó el espía del SP.

– Déjeme eso a mí ahora. Yo soy quien diseña la agenda del Santo Padre, así es que no me será difícil poder situar al objetivo en el lugar en el que se encontrará nuestro títere.

– Pero eso será difícil. Los suizos no se apartan de él y encima el cardenal Belisario Dandi, jefe de la Entidad, ha ordenado a varios de sus agentes reforzar la seguridad de Su Santidad.

– Déjeme a mí a Dandi y a los suizos y asegúrese de que ese turco esté en Roma para el 13 de mayo.

– ¿Cómo tiene previsto acercar a Agca al Sumo Pontífice?

– Ese día, Su Santidad se encuentra con los fieles en la plaza de San Pedro. Aunque viaja en el SCV-1, me ocuparé de que no vaya cubierto. La vigilancia no es muy estrecha debido a que a las vallas de seguridad sólo acceden aquellos que tienen un pase especial. Agca tendrá ese día uno de esos pases. El resto debe hacerlo usted. No quiero saber cómo ese turco llevará a cabo su acción. Esos detalles desagradables prefiero que los arregle usted.

– ¿Cómo me hará llegar el pase sin levantar sospechas?

– Se lo enviaré a través de un periodista de L'Osservatore Romano. Un tal Giorgio Foscati. Quiere que dé la confirmación a su hija Daniela y estoy seguro de que sabrá hacerme este servicio.

– Bien, eminencia, sabré cumplir fielmente con sus órdenes -respondió Coribantes mientras, rodilla en tierra, besaba el anillo cardenalicio del secretario de Estado.

– Alea iacta est, querido amigo, la suerte está echada -respondió Lienart mientras tocaba la cabeza de su agente con la palma de su mano, como si quisiera reconfortarlo.

***

Ginebra

Suiza, lugar de residencia de Vasilis Kalamatiano, no sólo era un paraíso con sus nevadas cumbres, sus ríos cristalinos, sus bancos y su chocolate, sino también un refugio seguro para muchos marchantes de arte y antigüedades. Su centenaria neutralidad y su invisible muralla financiera se habían enraizado en el país gracias a que se había mantenido al margen de los grandes conflictos que estallaron a su alrededor.

En esa fortaleza, muchos habían encontrado no sólo el paraíso para su dinero ganado de forma ilícita, sino también para ellos mismos y sus familias. Un sistema de prestaciones sociales excelentes, sueldos elevados con respecto al resto de Europa, una moneda -el franco suizo- estable y segura, asistencia sanitaria de primera clase y seis semanas de vacaciones al año habían convertido Suiza para muchos en una sociedad que rozaba la utopía. No había pobreza y menos aún barrios marginales. Era el país de la intimidad, del respeto a la propiedad privada y a las normas, rozando casi lo enfermizo.

La Segunda Guerra Mundial ayudó en parte a ese desarrollo. Durante la contienda, los bancos mantuvieron, casi de forma religiosa, su política de discreción para proteger a sus clientes. Aceptaron dinero de judíos que intentaban ponerlo a salvo de los nazis, y el de los nazis que expoliaron a esos mismos judíos a los que luego enviaban a las cámaras de gas. Después de la guerra, continuó siendo ese paraíso de postal en donde diversos personajes provenientes de otros países depositaban sus ilícitas ganancias.

El respeto de los suizos por la propiedad privada convirtió al país en un punto de encuentro cada vez más atractivo para el comercio, legal e ilegal, de obras de arte y antigüedades. Junto a Gran Bretaña, Suiza era uno de los centros neurálgicos del tráfico ilícito de antigüedades, pero en 1965 saltó a las primeras páginas de todos los periódicos un caso famoso.

En la tarde del 28 de abril, la policía suiza hizo una redada en dos almacenes de aduanas de Ginebra, encontrando una gran cantidad de reliquias expoliadas en Italia. En total, quince mil piezas con un valor cercano a los cuarenta y dos millones de dólares. Según parece, Vasilis Kalamatiano estaba detrás.

En la mañana del 6 de diciembre de 1971, la policía helvética entró de nuevo en otro almacén de Basilea y se incautó de casi trescientas piezas, incluidas dos momias, cuatro sarcófagos y varias máscaras.

Las investigaciones llegaron hasta Rafiq al-Hawasi, representante del partido gubernamental en Giza y amigo personal de Anuar el-Sadat, el líder egipcio.

Según parece, los agentes aduaneros egipcios, con el permiso de Al-Hawasi, catalogaban las piezas como «réplicas» adquiridas en el popular bazar de Jan el-Jalili. Tras su detención, Al-Hawasi declaró que trabajaba para un tipo llamado Kalamatiano, conocido en el mundo del tráfico ilegal de antigüedades como el Griego Al-Hawasi era joven, brillante, con empuje y con un gran carisma, pero también era antipático y soberbio. Eso hizo que Vasilis Kalamatiano lo contratase como ayudante personal. En realidad, se veía a sí mismo reflejado en el joven Rafiq. Como él, se había criado en las calles de El Cairo, lo que le permitía moverse por la ciudad como pez en el agua.

Su primer trabajo para el Griego era ser su «detector de oportunidades». Si detectaba alguna pieza antigua que valiera la pena comprar, Rafiq debía encontrarla. Los marchantes sabían que el joven era un enviado de Kalamatiano y que, por eso, el egipcio llevaba siempre encima importantes cantidades de dinero en efectivo. Cuando se enteraba de que había alguna valiosa pieza circulando por la capital cairota, Rafiq se dirigía a una cabina telefónica concreta e intentaba localizar a Vasilis Kalamatiano en Grecia, París o Ginebra para contárselo.

Rafiq al-Hawasi era alto, vestía bien y sabía cómo introducirse en la alta sociedad de El Cairo. Gracias a Kalamatiano, fue haciéndose cada vez más rico. Incluso llegó a creer que podría ocupar un alto cargo en el gobierno de Sadat. También encontró una buena candidata para ser su esposa: nada más y nada menos que la cuñada del Griego.

Otra de las habilidades de Al-Hawasi era la de saber untar a la hora de agilizar un trato o una exportación fraudulenta. El problema fue que el joven no sabía pasar inadvertido, y eso, en una sociedad como la egipcia, puede acarrear importantes enemigos. La soberbia de Al-Hawasi acabó molestando a muchos.

Tras la operación del 6 de diciembre de 1971 en el almacén de Basilea, Rafiq al-Hawasi y otros veinte implicados fueron detenidos y acusados de contrabando de antigüedades. Le fue aplicada la legislación sobre crimen organizado, al creer el fiscal que el ayudante del Griego era el máximo jefe de una red organizada para cometer actos delictivos.

Un año después de su detención, Rafiq fue condenado a treinta años de prisión. Cuando la sentencia se hizo pública, la sensación general fue que, a pesar de ser un personaje destacado en la alta sociedad y en la esfera política egipcia, se había extralimitado en sus negocios de antigüedades.

Lo más curioso de todo es que el fiscal jamás reveló quién le había enviado los documentos aduaneros de trescientas reliquias faraónicas sacadas clandestinamente de Egipto y en los que aparecía la firma de Al-Hawasi. Algunos apuntaron al propio Kalamatiano, cuando éste descubrió que aquel joven colaborador al que había ayudado a hacerse rico había desviado algunas piezas, incluido un valioso sarcófago, hacia un comprador directo sin ponerlo en su conocimiento. Aquel acto supuso su condena ante los tribunales y también ante el mundo del comercio de antigüedades. Nadie volvería a abrirle las puertas a aquel joven ambicioso que había intentado engañar a uno de los comerciantes de antigüedades más famoso del planeta, no sólo ante los coleccionistas, sino también ante varios departamentos de policía expertos en protección del patrimonio.