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Kalamatiano había nacido en la isla de Corfú. Muchos de sus colaboradores lo comparaban con el millonario Aristóteles Onassis. Alto y casi calvo, llevaba un parche negro cubriendo su ojo derecho. La leyenda aseguraba que cuando era más joven, había tenido una pelea con dos orientales en un oscuro bar del puerto de Hong Kong. Uno de ellos le había arrancado el ojo con un gancho, pero Kalamatiano consiguió matar a sus dos atacantes. Otra versión narraba que Kalamatiano había intentado vender las cenizas de Nurashi, el primer emperador chino, al jefe de una tríada, quien, al descubrir que eran falsas, ordenó secuestrar al marchante y le extirpó el ojo hasta que el Griego decidió devolverle el dinero. Pero todo esto no eran más que leyendas que a Kalamatiano no le interesaba desmentir para mantener ese halo de misterio que rodeaba todo lo relacionado con su persona. En realidad, el Griego había perdido el ojo derecho siendo niño, cuando un amigo suyo le había arrojado una piedra con un tirachinas.

A pesar de tener un solo ojo, a Vasilis Kalamatiano no se le pasaba una buena pieza, y llevaba siempre ingentes cantidades de dinero en efectivo. Pagaba en el acto, y ésa era una de las razones por las que gozaba de gran popularidad entre los marchantes, ojeadores y excavadores ilegales de todo Oriente Próximo.

Afdera abrió el diario de su abuela y comenzó a leer.

Conocí a Kalamatiano cuando llegué a París. Tras abrir mi primera galería allí, el negocio iba viento en popa hasta que Vasilis comenzó a verme como una posible competidora. Le molestaba incluso que yo pudiese negociar en seis idiomas, mientras él seguía manejándose con su cerrado griego, su rudimentario francés y su escaso inglés. Vasilis se inició en el mundo de las antigüedades gracias a un pariente lejano que tenía un negocio en París. Allí aprendió lo más esencial hasta que su pariente falleció sin dejar herederos y el negocio pasó a sus manos. El Griego comenzó a tener un gran éxito entre los esnobs de la alta sociedad parisina. Era un joven astuto y un hábil negociador que con el paso del tiempo consiguió establecer una gran red de colaboradores e informantes que le llamaban cada vez que salía a la luz alguna pieza interesante en cualquier punto del planeta.

Afdera miró atentamente una fotografía en blanco y negro en la que se veía a su abuela junto a otros marchantes de antigüedades en una conferencia internacional. Justo detrás de Crescentia Brooks aparecía el rostro serio y redondo, con el parche en el ojo, de Vasilis Kalamatiano. La joven volvió a introducir la arrugada imagen entre las páginas y continuó leyendo.

Su tienda era oscura, con un amplio sótano al que se accedía a través de un estrecho pasillo inundado de cajas. Tras alcanzar el éxito, Kalamatiano necesitaba un brillo de respetabilidad al trasladar a Ginebra todo su negocio, y para ello nada mejor que una esposa suiza. Aimèe, nacida en Ginebra, que dio tres hijos y una hija a Vasilis. Cada año, exactamente el 8 de enero, Kalamatiano comenzaba su ruta de «caza y captura», como a él mismo le gustaba decir. Italia, Grecia, Chipre, Siria, Teherán, Estambul y finalmente El Cairo jalonaban esa ruta.

Los excavadores ilegales le conocían como el Tuerto, pero jamás se atreverían a llamarlo así en su presencia. Le tenían demasiado miedo. Su gran habilidad era reclutar y, al mismo tiempo, saber tratar mediante pagos de sobornos a ojeadores, buscadores, excavadores y expertos. Recuerdo una de las grandes operaciones llevadas a cabo por el Griego. Vasilis compró una pequeña figura de Isis, Se dijo que la había adquirido en El Cairo o Damasco por unas doscientas libras egipcias, unos cincuenta dólares. Después vendió la pieza a un coleccionista americano por tres mil dólares, lo que significaba un aumento de un seis mil por ciento. Seis años después esa misma pieza podía alcanzar en Sotheby's o Christie's medio millón de dólares.

Para Afdera estaba claro que Vasilis Kalamatiano formaba parte de un reducido v selecto grupo de personajes que, rozando la ilegalidad, habían sentado las bases del comercio de antigüedades en Oriente Próximo durante la posguerra. Lo importante de personajes como el Griego era tender puentes entre los coleccionistas de Estados Unidos o de Europa con los buscadores de Oriente Próximo.

Todos los marchantes de arte y antigüedades de posguerra como Kalamatiano tenían una serie de rasgos comunes: eran gente sin cultura, pero con buen olfato para rastrear una pieza y, principalmente, no tenían piedad con un competidor.

– ¿Señor Kalamatiano? -preguntó Afdera.

– Un momento. Soy la secretaria del señor Kalamatiano. ¿Con quién hablo?

– Soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks. Desearía hablar con el señor Kalamatiano.

– Un momento, señorita Brooks. -Tras unos segundos de espera, la secretaria volvió a coger el teléfono-. Señorita Brooks, el señor Kalamatiano me ha indicado que espere en su hotel su llamada. No se mueva de ahí hasta que nosotros la llamemos.

– ¿Sabe cuándo podrá hacerlo, por favor?

– No lo sé. Me limito a transmitirle lo que me ha ordenado el señor Kalamatiano. Espere en su hotel la llamada. Puede ser esta misma tarde o dentro de una semana.

– De acuerdo. Estoy alojada en el Hotel Beau Rivage, en el número 13 del Quai du Mont-Blanc.

Durante cuatro días, Afdera esperó impaciente la llamada, pero al quinto, cuando había decidido abandonar Ginebra para regresar a Venecia, llegó la tan esperada llamada. Kalamatiano iba a recibirla esa misma tarde en su mansión.

– A las dos de la tarde pasará a buscarla Daniele, la chófer del señor Kalamatiano. Esté preparada -ordenó la secretaria.

La mansión de Kalamatiano estaba situada en la Route de Florissant, una de las zonas más exclusivas de Ginebra. Sus terrenos cubrían cerca de cuatro mil metros cuadrados. El edificio estaba rodeado de amplios jardines y un pequeño campo de golf de cinco hoyos. En el perímetro se levantaban dos pequeñas casas, que eran utilizadas por los invitados esporádicos del Griego, una pista de tenis y dos piscinas, una de ellas cubierta.