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– ¡Dígame dónde está el libro! -exclamó el asesino del Círculo Octogonus.

– ¿Quién es usted? ¿A qué libro se refiere? -preguntó Aguilar con el tono de voz cada vez más bajo debido a la dificultad para respirar.

Alvarado sacó de su bolsillo un pequeño frasco transparente con un líquido en su interior.

– Acaba usted de inocularse vía oral una dosis de veneno producido por la taipán del interior, el crótalo más venenoso del mundo. No me tome por idiota. Si me dice dónde está el libro, le daré el antídoto. Si no me lo dice, morirá tras una terrible agonía y yo tardaré un poco más de tiempo en saber su paradero. Se lo repito: ¿dónde está el libro?

Aguilar intentaba desabrocharse el botón de la camisa y arrancarse la corbata dejando a la vista su camisa azul empapada en sudor.

– No sé a qué libro se refiere.

Alvarado se acercó al oído de Aguilar.

– Le quedan muy pocos minutos de vida. Si no me dice dónde está el libro, no le daré el antídoto y morirá. Jamás podrá disfrutar de los dos millones de dólares que le ha robado usted al Vaticano.

En el rostro de Aguilar comenzó a aparecer una mueca de terror. El veneno había comenzado ya con su acción destructora, atacando su sangre y sus músculos, y estaba a punto de provocarle un fallo renal agudo. Los dolores se hacían casi insoportables, pero Alvarado era un experto y había hecho que el director ingiriese tan sólo la cantidad justa para no morirse lo suficientemente rápido. Necesitaba que pudiese revelarle dónde estaba el libro de Judas.

– Se lo vendí a un hombre de Hong Kong -balbuceó Aguilar-. Deme el antídoto, por favor… por favor -suplicaba.

– Aún no. Quiero saber el nombre de ese hombre de Hong Kong.

– Wu, Delmer Wu. Por favor, entrégueme el antídoto. Le he dicho todo lo que sé.

– Le diré algo, señor Aguilar -dijo Alvarado, acercándose al moribundo para que pudiera oírle bien-. El día de su muerte, todo lo que usted posee en este mundo pasará a manos de otras personas. La muerte y el Círculo Octogonus están tan seguros de alcanzarle que hasta le han dado toda una vida de ventaja, y usted se encuentra muy cerca ya de esa muerte. Si engaña a la Santa Iglesia, la primera vez es culpa suya. Si engaña por segunda vez, la culpa es nuestra, y por eso ha sido usted condenado a muerte por el Círculo Octogonus.

– Necesito el antídoto, necesito el antídoto, necesi… -fue lo último que llegó a proferir Aguilar justo antes de sufrir un colapso.

Tras comprobar que estaba muerto, el padre Septimus Alvarado levantó su mano derecha, extendió tres de sus dedos y pronunció una frase en latín:

– Fructum pro fructo, silentium pro silentio.

A continuación, el asesino arrojó un octógono de tela sobre el cadáver de Aguilar y se perdió entre las sombras, tal y como había llegado.

Desde una cabina situada en la frontera suizo-italiana, Alvarado se dispuso a informar a monseñor Mahoney.

– Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio.

– El objetivo ha sido eliminado -informó Alvarado.

– ¿Tiene usted el libro hereje?

– No, pero sé dónde está y quién lo tiene. El objetivo ha señalado a un millonario de Hong Kong llamado Delmer Wu. Ese hombre tiene el libro en su poder.

– De acuerdo. Márchese ahora mismo de Suiza y vuelva a Venecia. Allí recibirá nuevas órdenes -indicó el secretario del cardenal Lienart.

– ¿Quiere que viaje a Hong Kong para recuperar el libro?

– La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces y, sin duda, es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. En Venecia se le darán nuevas órdenes, como le he indicado. Salga de Suiza y regrese a Venecia. Ahora haga lo que le he ordenado. Fructum pro fructo.

– Silentium pro silentio, monseñor -respondió el padre Alvarado antes de colgar.

XII

Venecia

Aquél era un día feliz para Afdera, pero mucho más feliz para As-sal. Estaban esperando en el aeropuerto Marco Polo la llegada del vuelo procedente de Nueva York en el que regresaba a casa Sampson tras su aventura en Aspen.

Assal fue la primera en divisar a una azafata empujando la silla de ruedas en la que iba el abogado. Corrió hacia él para abrazarle y besarle, pero Sampson estaba aún bajo los efectos de los analgésicos.

Vestido con un jersey rojo de cuello alto, mostraba su mano derecha escayolada hasta los dedos y una rodillera que le obligaba a mantener la pierna derecha totalmente extendida y a tener que caminar apoyándose en una muleta.

– Assal, vas a matarme con tus abrazos. No llores más. Ya estoy aquí contigo y no volveré a aceptar ningún encargo más de tu hermana -dijo Sam, intentando consolarla y observando cómo le sonreía Afdera a una cierta distancia junto a Max Kronauer.

– Hola, Sam, ¿cómo estás?

– ¿Cómo estarías tú si alguien hubiera intentado arrojarte montaña abajo?

– Pues la verdad es que te veo muy bien -dijo sin dejar de abrazar a su futuro cuñado.

– Yo también. Ahora sólo quiero ir a casa y descansar. Tengo muchas cosas que contaros.

Ya en la tranquilidad de la terraza en la Ca' d'Oro, Rosa no paraba de llorar.

– ¡Mire cómo le han dejado los americanos, señorito Sampson!

– No han sido los americanos, Rosa. No llores más.

Rosa sirvió el té y se marchó de la terraza. En ese momento, el abogado se dispuso a relatar todo lo que había descubierto a Assal y a Afdera. Max también estaba presente.

– Antes de comenzar a contaros lo que he descubierto, os daré la copia que he traído del expediente del supuesto accidente de vuestros padres, así como fotografías pertenecientes a la investigación.

– ¿Por qué utilizas la palabra «supuesto»? -preguntó Afdera.

– Porque no fue un accidente. Alguien mató a vuestros padres.

A Afdera, que ya lo sospechaba, la noticia no le sorprendió, pero no sucedió lo mismo con Assal, que se quedó paralizada.

– ¿Cómo que alguien mató a papá y a mamá? -preguntó Assal.

– Sí. Aquí tenéis una fotografía de la cuerda que sujetaba a vuestros padres en la escalada que realizaban en Clark Peak, cerca de Aspen. Al parecer, alguien la cortó y ambos se precipitaron al vacío.

– Pero ¿cómo sabes que cortaron la cuerda? -preguntó Assal, aún afectada por la noticia.

– Hablé con el sheriff Garrison, del Departamento del Sheriff de Pitkin. Es un experto, y me explicó cómo es posible comprobar si este tipo de cuerda usada en escalada pudo ser cortada o, por el contrario, rota por la fricción con un filo de la roca. Garrison estaba seguro de que la cuerda había sido cortada con un objeto afilado. No cabe la menor duda.

– ¿Y cómo has podido averiguar eso?

– Muy sencillo. Examinando el informe policial del accidente, me fijé en las fotografías tomadas por los agentes del Departamento del Sheriff de Pitkin y del Departamento de Policía de Aspen. Me llamó la atención una fotografía de los objetos que llevaban consigo vuestros padres cuando sufrieron el accidente. En una de esas imágenes -dijo Sampson, depositando sobre la mesa la ampliación realizada en Aspen- aparecía un pequeño objeto que me llamó la atención. Hice esta ampliación y descubrí que lo que a mí me parecía un pañuelo arrugado era en realidad una figura de tela. Un octógono.

– ¿Quieres decir que los padres de Assal y Afdera fueron asesinados hace veinte años por el mismo grupo de asesinos que está matando a todos los que tienen contacto con el libro de Judas? -preguntó Max.

– Efectivamente. Soy abogado y a las pruebas me remito.

– ¿Los tipos que intentaron matarte en Aspen llevaban un octógono de tela?

En ese momento, Sampson introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un octógono de tela.