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Pequeña, esbelta, de cuerpo perfecto, con una larga cabellera negra y unos profundos ojos verdes que iluminaban su rostro, era el objeto más preciado de Delmer Wu y ella sabía cómo utilizar este poder. El hermano Spiridon Pontius del Círculo Octogonus también era consciente de ello.

El Rolls-Royce atravesó el gran portalón de la residencia Wu, en Plantation Road, y comenzó a descender por la colina para penetrar en el Central Hong Kong, la zona más elegante de la isla. Exclusivos centros comerciales con suelos de mármol se abrían a los ojos del visitante con gigantescos escaparates luminosos de cosméticos, ropa y vehículos.

Pontius siguió de cerca al Rolls con una furgoneta roja cuyos cristales estaban tintados para que nadie pudiese ver su interior. Aparcado junto al muelle norte, se había dedicado toda la tarde a tapar las ventanillas del vehículo con pintura negra para que nadie pudiese observar el interior.

El vehículo que llevaba a Claire Wu al centro de la ciudad giró por Hennesy Road y enfiló la entrada del aparcamiento del centro comercial. Pontius lo siguió y se situó a una distancia prudencial para no ser detectado por el chófer.

El asesino del octógono vio al conductor apearse del vehículo y abrir la puerta trasera para que saliera la mujer. A esa hora, Claire se reunía con un grupo de amigas en el HK Spa Center, donde seguía un tratamiento de belleza, para después dirigirse al Hotel Península a tomar el té con la tradicional tarta de frambuesas. Sobre las siete de la tarde regresaba nuevamente a su residencia en Victoria Peak.

Pontius sabía que su única oportunidad para alcanzar su objetivo sería en el Spa Center o en el aparcamiento. Desechó la primera opción cuando se apercibió de las fuertes medidas de seguridad en el interior del centro comercial, así que la única opción posible sería secuestrar a Claire en el aparcamiento. Aprovecharía la ocasión cuando la esposa de Delmer Wu se despidiera de sus amigas en el mismo aparcamiento y llamara a su chófer para que el Rolls la recogiese en la puerta. En esos escasos segundos, Claire quedaba a solas. Ése sería el momento.

Sus instrucciones eran claras, cortas y concisas. Monseñor Mahoney no deseaba conocer los detalles, pero sus órdenes habían sido muy estrictas. Pontius debía herir a la señora Wu, pero sin que sus heridas llegasen a ser mortales. El cardenal Lienart deseaba dar únicamente una seria advertencia a Wu y no desencadenar una guerra abierta con el millonario. Al fin y al cabo, él sólo quería el libro de Judas.

Casi dos horas después, los pensamientos de Pontius quedaron interrumpidos por las voces de unas mujeres que se besaban despidiéndose unas de otras. El asesino puso en marcha su vehículo. Cuando vio que el grupo se había dispersado, Pontius metió la marcha y se dirigió lentamente hacia el lugar en donde se encontraba la esposa del millonario, rodeada de varias bolsas de tiendas del centro comercial.

De repente, frenó el vehículo, abrió la puerta y de un salto se situó frente a Claire, que mostró una mirada de sorpresa. Pontius le propinó un fuerte golpe en la cara y la introdujo en el coche, después recogió las bolsas y las arrojó en la furgoneta. Rápidamente, salió del aparcamiento rumbo a Kung Ngam, una zona de prostitución en donde se levantaban almacenes abandonados.

Cuando el chófer de Claire Wu se diese cuenta del secuestro, Pontius estaría a salvo de ojos indiscretos en uno de los almacenes cerrados.

Al llegar a su destino, la mujer aún sangraba por la nariz debido al golpe recibido en plena cara. Pontius la levantó en brazos y la sentó medio inconsciente en una silla, atando sus manos a lo alto y sus pies alrededor de la silla, dejando sus piernas abiertas.

El hermano del Círculo cogió un bisturí y, con la precisión de un cirujano, comenzó a rasgar el vestido de seda. Mientras hacía lo propio con la delicada ropa interior de la mujer, Pontius escuchó la voz de Claire lanzándole improperios en un idioma que el asesino no entendió, posiblemente era dialecto mandarín. Al ver que Pontius no reaccionaba, Claire intentó utilizar sus encantos, tal y como había hecho cientos de veces por orden de su esposo.

Consciente del valor de su cuerpo, Claire abrió las piernas dejando su vulva a la vista de Pontius. El enviado de Lienart se dirigió a la mujer y con la mano abierta la abofeteó en la cara, dejándole marcados los cinco dedos.

– Los vicios vienen como pasajeros, nos visitan como huéspedes y se quedan como amos. Eres una cerda impúdica, hija del mal -afirmó Pontius.

– Mi marido es millonario y le dará lo que quiera -dijo Claire entre lágrimas, con la cara enrojecida por la bofetada-. Déjeme ir y no diré nada a la policía. Podemos ir ahora mismo juntos a mi banco y le daré todo el dinero que tengo.

Pontius tan sólo pronunció unas palabras ininteligibles para aquella mujer.

– «Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: "Ven y mira". Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la Tierra para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la Tierra».

Seguidamente, tras desatarla de la silla y completamente desnuda, Pontius le colocó en el interior de la boca una especie de bola roja sujeta a dos correas que se unían por detrás de la cabeza. Claire Wu ya no podía pronunciar palabra ni emitir grito alguno.

El miembro del Octogonus extrajo de una bolsa un grueso cepillo de cerdas con mango largo y comenzó a golpear fuertemente las nalgas de la mujer, dejándolas casi al rojo vivo. Sólo le detuvieron los primeros hilos de sangre que comenzaron a manar por las pequeñas heridas. Claire todavía no había llegado a desmayarse. Para evitarlo y que fuera testigo de su propia tortura, Pontius se untó las manos con sal y las restregó por las nalgas de la mujer.

Claire Wu intentaba luchar sin éxito para liberar su boca y poder gritar de dolor, pero, aunque lo consiguiese, nadie podría oírla en aquel lugar.

Para la siguiente operación, el hermano Pontius extrajo del maletín negro un escalpelo utilizado por los forenses y comenzó a raspar el suelo con él para romper su filo. El torturador sujetó el escalpelo mellado y se lo mostró a la mujer para observar la cara de terror de ésta. Sus ojos verdes aparecían ahora hinchados por el llanto.

Con un rápido movimiento, Pontius introdujo el escalpelo en la mejilla derecha de Claire, provocándole una herida abierta con severa hemorragia. Seguidamente, realizó la misma operación en la mejilla izquierda, la frente y los senos, pero sin llegar a dañar órgano alguno. En este punto la mujer había perdido el conocimiento. Cuando lo recuperó, descubrió con horror cómo su secuestrador la había colocado suspendida de una cadena sujeta a una viga del techo, dejando sus piernas separadas.

Con el cuerpo medio paralizado por el dolor, la sangre que corría por su rostro le impedía ver los movimientos del enviado del Círculo Octogonus. Pero aún quedaba el último acto. Pontius sacó de la bolsa dos pequeños bates de béisbol de madera, los untó con la misma crema que había comprado Claire Wu horas antes en el centro comercial y con ellos violó a la mujer por la vagina y el ano.

Cuando horas después la policía encontró a Claire gracias a una llamada anónima, su pequeño cuerpo estaba todavía colgado del techo, con los bates introducidos en su interior pero aún con vida.

Estaba claro que el secuestro y tortura de la esposa de Delmer Wu era tan sólo un severo aviso del oscuro Círculo Octogonus, pero el millonario no iba a ceder tan fácilmente, y menos ahora que los enviados de Lienart habían alcanzado el objeto más preciado de su propiedad: su esposa.

***

Ciudad del Vaticano

Monseñor Mahoney se despertó temprano aquella mañana. El timbre de la puerta de su apartamento sonó a las seis en punto. Sor Agustina le traía cada mañana el desayuno junto a los ejemplares de L'Osservatore Romano, el Times de Londres y varios ejemplares de la prensa estadounidense e italiana. Todos los periódicos se hacían eco en sus portadas de la milagrosa recuperación del Papa tras el atentando y de su inminente traslado desde la clínica a su residencia de verano en Castelgandolfo. Pocas horas después debía reunirse con el cardenal Lienart para informarle.