Monseñor Emery Mahoney no tenía la frialdad de su jefe, el poderoso Lienart, pero sabía cómo hacer llegar un mensaje alto y claro.
El religioso marcó el número de Delmer Wu y esperó varios tonos. Sabía que ése era un número al que sólo se accedía si se tenía el poder suficiente como para poder hablar directamente con uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta, y Wu lo era.
– ¿Quién es?
Mahoney reconoció la voz del magnate.
– Soy monseñor Emery Mahoney, secretario del cardenal secretario de Estado August Lienart.
– ¿Y qué quiere de mí? ¿Quién le ha dado este número?
– Nosotros lo sabemos todo de todos, señor Wu.
– Dígale a ese hijo de puta de su jefe que algún día me encontraré con él frente a frente y que ese día tan sólo rogará a su Dios que le permita morir rápidamente. Ha violado lo más preciado para mí, a mi esposa Claire, y por tanto, yo me dedicaré a violar a su Dios, exponiendo a la luz pública lo que dice el evangelio de Judas.
– Yo no se lo recomendaría, señor Wu. Nuestro brazo puede ser igual de largo que la mirada de Dios. Cun finis est licitus etiam media sunt licita, cuando el fin es lícito, también lo son los medios.
– Ustedes, los curas, con sus frases en latín que tan sólo entienden ustedes mismos… Dígale a su jefe que jamás tendrá el libro de Judas entre sus manos, y dígale también que si vuelve a intentar algo más contra mí, me ocuparé de hacerle llegar un mensaje alto y claro.
– ¿Algo más?
– Sí. Dígale que haré que mis medios de comunicación difundan el mensaje de Judas Iscariote a todo el mundo y verá en qué lugar dejo a su Iglesia católica y a su Vaticano. Cada mañana, su cardenal Lienart se levantará con un titular nuevo en los periódicos. Después me dedicaré a hablar con mis amigos del gobierno de Pekín sobre lo perjudicial que es permitir la religión católica en la República Popu lar China. Vamos a ver a quién escuchan más alto, si a mí o a su cardenal Lienart.
– Muy bien, señor Wu. Le transmitiré sus palabras a su eminencia -dijo Mahoney.
– Hágalo. Y por cierto, monseñor Mahoney, o miserum te si intelligis, miserum si no intelligis!, ¡oh, miserable de ti, si entiendes, y miserable también, si no entiendes!
Tras cortar la comunicación, Mahoney supo que aquel millonario asiático jamás entregaría el libro de Judas a la Santa Sede. Debía tomar una decisión sin molestar al cardenal Lienart, así que volvió a marcar el número de teléfono del Casino degli Spiriti de Venecia y ordenó al hermano Alvarado que viajase a Viena para realizar la misión encomendada. Sólo de esta forma, Delmer Wu podría entrar en razón y entregar el libro.
– Use sus poderes, hermano Alvarado, pero no acabe con esa prostituta asiática hasta que Wu no nos entregue el libro. ¿Me ha entendido?
– Sí, hermano Mahoney. Alto y claro -respondió el asesino.
A poca distancia de allí se desarrollaba una escena bien distinta entre el cardenal August Lienart y el agente Coribantes, en lo más profundo de los jardines vaticanos y alejados de miradas indiscretas.
– Buenas noches, Coribantes.
– Buenas noches, Eminencia. ¿Qué desea de su más fiel servidor?
– Creo que hemos dejado un cabo suelto.
– ¿Qué cabo es ése?
– Foscati.
– ¿Qué tiene pensado para atar el cabo? -preguntó Coribantes.
– Foscati tiene un punto débil. Una hija llamada Daniela. Tal vez deberíamos presionar por ese lado a nuestro amigo para que mantenga la boca cerrada.
– ¿Y si no mantiene la boca cerrada?
– Habrá que golpearle más duramente.
– ¿Qué quiere que haga con esa jovencita?
– Tal vez podría usted hacer que desapareciese durante un tiempo hasta convencer a su padre sobre la conveniencia de guardar silencio. No quiero conocer los detalles. Haga usted lo que crea que debe hacer. No necesito los detalles.
– ¿No cree usted que podría ser un castigo demasiado duro? -preguntó Coribantes.
– Las naturalezas inferiores repugnan el castigo; las medianas se resignan a él; pero sólo las superiores son las que lo invocan y yo pertenezco a esta última, querido Coribantes. Y ahora espero que lleve a buen término la misión encomendada, y cuanto antes, mejor.
XIII
Vierta
El crótalo irguió la cabeza en posición defensiva para mostrar a su cazador que estaba dispuesto a defenderse, pero el padre Alvarado era mucho más hábil con el gancho. Apoyó con fuerza su extremo sobre la cabeza de la serpiente, dejándola aprisionada e inmovilizada contra el fondo del terrario.
Con tres dedos de su mano derecha sujetó fuertemente la cabeza y la levantó en el aire. El animal intentaba sin éxito desplegar sus dos colmillos anteriores huecos en forma de gancho.
Con precisión, Alvarado apretó las glándulas de Duvernoy que la serpiente tenía a ambos lados de la cabeza, donde almacenaba el potente veneno. El asesino del Octogonus colocó los colmillos sobre un recipiente de cristal, dejando que el crótalo exprimiese los depósitos de veneno con los músculos temporales. A través de los colmillos huecos, la serpiente comenzó a derramar un líquido blanquecino en el interior del recipiente. Cuando el padre Alvarado comprobó que la serpiente había escupido suficiente líquido, la introdujo nuevamente en la caja hermética.
Una vez asegurada la tapa del terrario, introdujo el veneno en un pequeño frasco de cristal con tapa de goma y lo metió en un maletín médico, junto a una bata blanca y varias jeringuillas con agujas hipodérmicas.
Minutos después salía a la calle para coger el tranvía que le llevaría hasta Sobieskigasse con Lóblichgasse. En esa manzana de antiguas mansiones construidas en la época del emperador Francisco José se levantaba ahora la sede del Heinz Sanatorium Institute, el lugar en donde se recuperaba la esposa del millonario Delmer Wu de las heridas sufridas tras su reciente secuestro.
Dos edificios blancos conformaban el complejo hospitalario. Alvarado esperó hasta las siete de la tarde para poder atravesar el control de seguridad. A esa hora no se fijaban demasiado en quién entraba y salía del edificio debido al cambio de guardia del personal sanitario.
Alvarado entró junto a tres mujeres. Por su conversación intuyó que eran enfermeras. Al verle entrar, una de ellas saludó al asesino del Octogonus.
– Buenas tardes, doctor.
– Buenas tardes -respondió Alvarado mientras atravesaba el control de seguridad riendo junto a la mujeres, como si las conociese.
El asesino del Octogonus se introdujo en uno de los baños y colgó en la puerta el cartel de «fuera de servicio». Abrió el maletín, se puso la bata blanca y extrajo el frasco de cristal con el veneno. A continuación cogió una jeringa y le colocó una aguja hipodérmica que clavó en el tapón de goma hasta atravesarlo. Alvarado comenzó a tirar del émbolo hasta que el veneno de la serpiente quedó en el interior de la jeringuilla. Ya sólo le quedaba localizar la planta en la que se encontraba la habitación de Claire Wu.
Salió nuevamente al pasillo y se dirigió hacia el centro de información de la clínica. Era la hora de la cena y la sala permanecía completamente vacía, por lo que aprovechó para entrar en los registros.
Estaba seguro de que, por motivos de seguridad, la esposa del millonario habría ingresado bajo nombre falso, pero ignoraba cuál. Miró cada ficha por la fecha de ingreso, pero ese dato podía haber sido falsificado también. Las fichas de ingresos especiales se encontraban en un archivador cerrado con llave en la tercera planta del edificio, en la zona de administración. Con tranquilidad, salió de la zona de información y cogió un ascensor hasta la tercera planta. Para llegar a su destino, sólo tenía que seguir los carteles indicadores.
Al final de un pasillo, Alvarado encontró una puerta cuya placa rezaba: «Administración general». Intentó abrirla, pero estaba cerrada. De repente, una voz a su espalda le indicó que era ya muy tarde y que el personal se había ido. Era una de las limpiadoras.