– Querido amigo, una persona que quiere venganza guarda siempre sus heridas abiertas. Le daré un consejo: si usa la venganza con el inferior, es vileza; si la usa con el igual, es peligroso; pero si su venganza la dirige contra un poderoso, es una locura. No lo olvide cuando piense en llevar a cabo una venganza contra su eminencia -dijo Mahoney.
– Déjeme darle un consejo que puede hacer extensible a su eminencia. Casi todos podemos soportar la adversidad con el uso de la venganza, pero si se quiere probar el carácter de un hombre, se ataca lo más preciado de sus propiedades. Incurrir en el pecado del silencio cuando se debiera protestar hace cómplices y cobardes a los hombres, y eso a mí no me va a ocurrir, se lo aseguro. Quiero el antídoto cuanto antes en Viena. Comuníqueselo a su eminencia. Les enviaré el libro esta misma tarde con un emisario -dijo Wu justo antes de colgar.
La táctica del cardenal August Lienart había dado resultado. «Haz que el golpe sea contundente, rápido y eficaz, así evitarás que el enemigo pueda enderezarse y recuperarse para devolvértelo», le había dicho Lienart y, sin duda, tenía razón. El cardenal conocía los rincones más oscuros del alma de los hombres, tal vez porque su propia alma era igual de oscura.
Aquella mañana, el secretario de Estado estaba animado. Cuando monseñor Mahoney entró en su despacho, Lienart reía abiertamente junto al cardenal camarlengo Guevara y el cardenal Dandi, prefecto de la Entidad. Mientras Guevara y Dandi abandonaban la estancia, Lienart ordenó a su secretario que entrara y se acomodase.
– Eminencia -dijo Mahoney, realizando una pequeña reverencia para besar el anillo del dragón alado.
– Buenos días, secretario. ¿Qué tal ha dormido hoy?
– Muy bien, eminencia. Le agradezco que me lo pregunte. Quería decirle que he recibido noticias de nuestro amigo de Hong Kong.
– ¡Mi querido amigo Wu…! ¿Qué quería?
– Me ha llamado para informarme de que ha decidido donar el libro de Judas al Vaticano. Enviará un mensajero para hacernos entrega del ejemplar.
– Me alegra mucho oír eso, querido Mahoney. Veo que me ha hecho usted caso sobre el asunto de saber hacerse responsable de cuestiones importantes. Le veo cada vez más cerca de su verdadero destino. ¿Qué ha pedido Wu a cambio?
– Sencillamente deseaba una medicina que pudiera salvar la vida de su esposa. Esa oriental que usted sabe…
– ¡Ah, la dulce Claire! La juventud y la belleza son enfermedades que se curan con los años, ¿no le parece, querido monseñor?
– Sí, eso pienso yo, eminencia. He ordenado al padre Alvarado que entregue a quien crea conveniente el antídoto del veneno administrado a Claire Wu. Al parecer, el hermano Alvarado provocó que se le gangrenase el brazo derecho y han tenido que amputárselo. El señor Delmer Wu prefiere a una esposa amputada, pero viva.
– ¡Qué maravilloso es el amor que nos rodea cuando Dios está cerca, querido secretario! Amar es dar todo por la otra persona, amar es querer sobre todas las cosas a otra persona, amar es querer dar hasta la propia vida por la otra persona y, al parecer, el señor Wu piensa así respecto a su amputada y bella esposa Claire. ¿No le parece?
– Estoy de acuerdo, eminencia.
– Ocúpese de que la señora Wu reciba el antídoto antes de que muera. A nadie le interesa que eso suceda. Prefiero tener a ese oriental como un enemigo vencido que como un enemigo inspirado por la venganza por su esposa muerta. Eso le haría más peligroso.
– De acuerdo, así se hará.
– ¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?
– El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks. El hermano Pontius está en Venecia a la espera de una nueva misión.
– Como le he dicho, ahora no podemos perder de vista nuestros objetivos. Ese campesino que tenemos como pontífice ha demostrado tener un corazón fuerte y veo cada vez más lejana la posibilidad de entrar en un nuevo cónclave. Todo debe quedar resuelto, absolutamente todo. No quiero sorpresas, así que haga su trabajo como lo está haciendo y no tendremos que arrepentimos de nada. Ahora, déjeme solo con mis pensamientos y no olvide darle las instrucciones pertinentes al padre Alvarado.
– Así lo haré, eminencia. No se preocupe. Resolveré el problema tal y como me ha ordenado.
– Si tiene un problema y no tiene solución, ¿para qué preocuparse?, y si tiene solución, ¿para qué preocuparse también? Resuélvalo para que ese problema no vuelva a surgir. Córtelo de raíz y de forma contundente.
– ¿No le da miedo que Wu quede con vida con todo lo que sabe sobre nosotros?
Lienart permanecía de pie frente al ventanal observando la plaza de San Pedro y dando la espalda a su secretario.
– Del pasado, querido monseñor, sólo retenemos los buenos recuerdos; del presente, debemos vivir en plenitud; y del futuro, que se haga la voluntad de Dios. Sólo él debe regir el destino que nos reserva el futuro. Tendremos que dejar a Dios el destino del señor Wu. Él sabrá cómo ocuparse enviando un ángel exterminador. Dejémosle a él, y sólo a él. Y ahora, por favor, cierre la puerta despacio cuando se retire.
Emery Mahoney continuó observando durante unos segundos la espalda del cardenal Lienart antes de abandonar el despacho. Sin duda, no había entendido absolutamente nada de las palabras de su eminencia sobre el «ángel exterminador», el enviado de Dios.
A la mañana siguiente, un hombre se acercó hasta la puerta de Santa Ana y pidió al guardia suizo ver a monseñor Mahoney.
– Entregue este paquete a monseñor Mahoney -dijo el hombre con rostro oriental.
– Muy bien, señor, pero no estamos autorizados a recoger absolutamente nada por motivos de seguridad. Llamaremos a monseñor Mahoney. Espere aquí mientras le llamamos.
El guardia suizo se dirigió a la garita y llamó a través del teléfono interno a la Secretaría de Estado.
– Buenos días, aquí el puesto de guardia de la puerta de Santa Ana. Le habla el suboficial Darré. Hay un hombre aquí, parece oriental, y desea entregar un paquete a monseñor Mahoney. ¿Qué quiere que hagamos?
– Dígale que espere. Ahora mismo bajo -respondió Mahoney.
Al llegar a la puerta, los dos guardias que se encontraban en el puesto de seguridad se pusieron en posición de firmes.
– ¿Dónde está ese hombre?
– No lo sabemos, monseñor. Estaba aquí ahora mismo. Cuando hemos vuelto después de llamarle a usted, ya no estaba. Hemos encontrado este paquete apoyado en la reja. No sabemos si abrirlo por seguridad -dijo el suboficial.
Mahoney supo inmediatamente de qué paquete se trataba.
– Está bien, suboficial. Yo me ocuparé de todo. Me llevaré el paquete a la Secretaría de Estado.
– ¿No prefiere que confirmemos antes su contenido por seguridad, monseñor?
– ¿No le parece que si fuera una bomba habría explotado ya?
– No lo sé, monseñor. No puedo asegurarlo sin un detector de explosivos.
– Sólo Dios puede saberlo y al mismo tiempo protegernos. Deme el paquete. Yo me haré cargo de él -ordenó Mahoney al guardia, que aún parecía desconcertado.
En la soledad de sus aposentos, el obispo Emery Mahoney extrajo unas tijeras de un cajón y comenzó a cortar el papel de estraza con el que estaba envuelto el paquete. Tras retirar el papel sobrante, apareció ante sus ojos un libro con algunos caracteres en forma triangular, sin duda alguna, letras en copto.
Por fin la palabra de Judas Iscariote había llegado a buenas manos para permanecer una vez más en el silencio de los tiempos por el bien de la Iglesia, de Su Santidad el Papa y de la Santa Sede. Intentando mantener la calma, monseñor Mahoney levantó el teléfono y marcó el número directo de emergencia de su eminencia el cardenal Lienart.