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Al llegar, el tirador se colocó los dedos en el cuello para medir sus pulsaciones. El esfuerzo de la caminata más el ascenso de los seis pisos le había hecho alterar su respiración. Debía mantener la calma y recuperar su ritmo respiratorio si quería efectuar un buen disparo.

La planta sesenta había sido un estudio de arquitectura. En el suelo aún podían verse planos de edificios. Desde fuera, la visión del interior de las plantas quedaba cegada por cristales ahumados, lo que le sirvió al tirador para camuflarse.

El Arcángel colocó la bolsa de palos en el bípode. La bolsa le serviría para apoyar el arma en el momento del disparo. Luego extrajo con cuidado el Dragunov SVD para no golpear la mira, le enroscó el reductor de sonido y colocó el arma en el suelo. Un cajón de madera le serviría como asiento con el fin de estabilizar su cuerpo justo antes del disparo. Ahora sólo cabía esperar.

Horas después, comenzó a atardecer. Las luces de la Torre Wu, situada justo enfrente, iban encendiéndose poco a poco.

Desde la mira, el Arcángel divisaba el lujoso ático de la planta cincuenta y cuatro que Delmer Wu utilizaba como base de operaciones. El tirador se levantó, quitó el seguro de la ventana batiente y colocó un taco de madera para evitar su cierre. Tenía una apertura de diez centímetros para poder realizar el disparo a través de ella. Desde la distancia en la que se encontraba hasta la ventana había cuatro metros, a los que había que sumar los ochenta y ocho metros que lo separaban de la Torre Wu.

El Arcángel pudo oler la humedad. Si llovía, las gotas de agua podrían afectar al disparo en una distancia superior, pero a poco más de noventa y dos metros el disparo sería casi perfecto.

Media hora después, a través de la mira Schmidt & Bender, el Arcángel divisó al millonario entrando en el ático iluminado junto a una mujer que parecía su secretaria. Wu hizo varias llamadas. El tirador observaba al millonario gesticulando y lanzando objetos contra la pared que estaba situada frente a él. «Está claro que no está de muy buen humor», pensó el asesino.

Sin dejar de observar por la mira, el tirador vio a la secretaria salir de la habitación. Wu se levantó de la mesa y se dirigió hacia el ventanal. Era el momento.

El Arcángel colocó levemente la falange del dedo índice de su mano derecha en el gatillo, exhaló el aire de sus pulmones, relajó los músculos y apretó el gatillo. La primera bala salió de la boca del rifle a seiscientos treinta metros por segundo, impactando bruscamente en el cristal, a tan sólo unos centímetros de Wu.

Los fragmentos del cristal, que cuando se rompieron se movieron a la misma velocidad que la bala, impactaron de lleno en el cuerpo del millonario y le provocaron serias lesiones en el rostro. Wu, ciego por los fragmentos de cristal alojados en las córneas y sin darse cuenta aún de lo que había ocurrido, intentaba sin mucho éxito encontrar un punto de apoyo para incorporarse. En ese mismo momento, el Arcángel ejecutó el segundo disparo, acertando en la cabeza de su objetivo. Sin dejar de observar por la mira, vio cómo restos del cerebro de Delmer Wu salpicaban la pared situada a su espalda.

Con calma, el asesino se levantó del cajón, guardó nuevamente el arma en la bolsa de golf, recogió las dos vainas que habían caído en el suelo tras los disparos, plegó el bípode de la bolsa y abandonó la planta en el ascensor de servicio hasta el muelle de carga, en el subsótano cuatro. Una vez alcanzada la calle, desapareció.

Mientras caminaba de regreso a su hotel, por Queen's Road East, el Arcángel oyó las sirenas de la policía de Hong Kong acercándose a la entrada principal de la Torre Wu. El encargo había sido cumplido.

***

Ciudad del Vaticano

– Fructum pro fructo -dijo el padre Cornelius.

– Silentium pro silentio -respondió Mahoney.

– He estado vigilando a la joven Brooks desde que se marchó de la casa de ese griego llamado Vasilis Kalamatiano.

– ¿Y qué ha descubierto?

– Se quedó a dormir en la casa del griego y a la mañana siguiente salió de allí con un hombre al que hemos identificado como Leonardo Colaiani, un experto medievalista, profesor de la Universidad de Florencia. Juntos tomaron un vuelo desde Ginebra a Venecia. Les sigo desde entonces. En este momento me encuentro frente a la casa de esa mujer. Un palacete llamado la Ca' d'Oro.

– ¿Qué más ha descubierto? No creo que me haya llamado solamente para darme esa información -se impacientó Mahoney.

– Llevan días metidos en la Biblioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos, y en los Archivos de Estado de la Serenísima. Estoy seguro de que traman algo.

– ¿Qué pueden tramar?

– No lo sé. Hablé con uno de los archiveros y me confirmó que la joven y el profesor llevan días consultando diversos libros y documentos que hablan de San Pedro.

– ¿De San Pedro? ¿El primer Papa?

– Sí, así es, monseñor. Han estado consultando un libro sobre diversas reliquias y objetos que han ido a parar a Venecia sin que se sepa muy bien su procedencia. Su interés estaba focalizado en la silla de San Pedro, que, al parecer, permanece en una iglesia de la ciudad.

– Debemos estar preparados para saber qué se traen entre manos. Siga vigilando de cerca a esa joven y no haga nada hasta que yo no se lo ordene. ¿Me ha entendido?

– Sí, monseñor, le he entendido. ¿Y qué debemos hacer con ese griego?

– Tal vez haya que hacerle una visita. Hasta que lo decida, vigile estrechamente a la mujer. No la pierda de vista e infórmeme de cada uno de sus movimientos.

– Entendido, monseñor.

– Fructum pro fructo -dijo Mahoney.

– Silentium pro silentio -respondió el asesino del Octogonus.

Mahoney permaneció en silencio reflexionando sobre las noticias que le había dado el padre Cornelius. Quizá estuviesen investigando algo más que el libro de Judas. El evangelio estaba guardado en su caja fuerte desde hacía algunos días, así que posiblemente estuviesen buscando otra cosa. «¿Y si el evangelio de Judas no es todo? ¿Y si ese libro hereje no es el final de la historia? ¿Y si esa joven ha descubierto algún otro documento que puede ser peligroso para la Iglesia católica?», pensó.

Mahoney levantó el teléfono y pidió una entrevista con el cardenal Lienart.

– ¿Dígame? -respondió la voz.

– Soy monseñor Emery Mahoney y deseo hablar con el cardenal secretario de Estado.

– Está reunido con el Comité de Seguridad. Si quiere, monseñor, puedo llamarle en cuanto finalice la reunión.

– De acuerdo.

Dos horas después, el sonido del teléfono interrumpió el trabajo rutinario de Mahoney.

– Le llamamos desde la Secretaría de Estado. Puede usted venir en diez minutos para ver a su eminencia.

– Muchas gracias.

Mientras avanzaba por el largo corredor hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, monseñor Mahoney oyó el concierto para clarinete de Mozart que atravesaba las puertas del despacho de Lienart e inundaba los pasillos colindantes.

El guardia suizo que vigilaba la estancia movió su alabarda a posición de firmes en señal de respeto hacia el alto miembro de la curia.

Al entrar en el despacho, Lienart hablaba con sor Ernestina sobre la salud del Sumo Pontífice.

– Está muy delicado, aunque parece que se va a recuperar de sus heridas. Debemos rezar por él -dijo el cardenal.

– Sí, eminencia, yo también le dedicaré mis oraciones al Santo Padre.

– Ahora, querida sor Ernestina, déjenos solos a monseñor Mahoney y a mí y cierre la puerta cuando salga. Debemos tratar asuntos importantes -ordenó Lienart.

Cuando se quedaron a solas en el amplio y luminoso despacho, Lienart se dirigió hacia el tocadiscos que tenía a su lado y levantó la aguja con cuidado.