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Ya seguro de sí mismo fue juntando las piernas, luego flexionándolas y finalmente, ayudado por las mujeres, se subió a un taburete que le permitió empuñar los aros en las manos.

– ¡Ya está! ¡Ya está!

Ordenó, y las cuatro manos de Beba y su madre se precipitaron hacia la banqueta retirándola.

Sebastián ya se alzaba como Cristo, con los brazos trémulos alejando los aros para permitirse el espacio de la cruz, las piernas juntas, la cabeza en alto, los nervios del cuello al borde del estallido y las cuatro manos de las mujeres ahora aplaudiendo al gimnasta inválido entre jaleamientos y comparaciones.

– ¡Mejor que nunca!

– ¡Maravilloso, Sebas…!

Carvalho se retiró quedamente y por el camino de reencuentro de su casa pensó en cómo redactaría el informe para Brando Snr. o como le diría a Brando Jr. que no aceptaba convertirse en el ángel de la guarda de Beba. "Atrás, atrás, señora. A mí no hay quien me coja para hacerme hombre", había dicho Peter Pan en el momento en que definitivamente se niega a crecer.

Ya en casa buscó el libro de James M. Barrie para quemarlo y no lo encontró. Luego, progresivamente, recordó la circunstancia personal en que lo había quemado.

Había sido hacía diez u once años, después de una borrachera, al recuperar la indignación infantil que había sentido porque Wendy no puede volar y por lo tanto nunca compartirá el destino de Peter Pan. Tendría que comprar otra edición para volver a quemarlo y ante las llamas convocaría la inocente desnudez de Beba, sin valor para pedirle que a él también tratara de compensarle su invalidez. Pero de pronto, Carvalho se recuperó a sí mismo y se oyó mascullar: ¡Nos ha jodido, la diosa!

Y al ponerle el rostro a la diosa desnuda, desvelada, pasaba de los rasgos de Beba a los de Claire, de los de Claire a los de Beba, molesto porque la señorita Brando pudiera usurpar un espacio que quería sólo perteneciera a Claire.

La escena del supuesto inválido drogado podría ser tan hermosa como sórdida y la de Claire rematando a Alekos tan sórdida como hermosa.

Hay mujeres que engullen, como un sumidero.

Pepe. Durante varias semanas habrás sabido de mí por Biscuter, al que he utilizado como paño de lágrimas. Sólo te he llamado al despacho, porque quería dejarte en libertad de contestarme o no. Sabía que llamarte a casa era una encerrona y no quería adivinar en tu voz el fastidio por mi llamada.

Ya no te pregunto, como tantas otras veces, qué nos pasa, Pepe, porque no quiero que me contestes: nada y que me invites al cine, o a cenar, o a subir a tu casa en Vallvidrera para hacer el amor con mi cliente preferido. Nunca me habías huido como ahora. Perdóname, pero te he seguido varios días y te he visto revoloteando en torno a dos chicas preciosas, francesa la una, según me contó Biscuter, una de esas mujeres que a ti te pueden gustar, porque no se sabe si van o vienen, si vienen o van, y a ti te gustan los misterios que no sabes resolver.

Lo de la otra chica me preocupa más, porque es casi una niña, y aunque ya estoy curada de espantos ante las burradas que hacen los hombres de tu edad cuando van de vampiros y creen que chupar sangre joven les rejuvence, no te considero de esa clase de tontos y tal vez estés pasando un mal momento, tan malo que no me necesitas, Pepe, y darme cuenta de ello me da mucha tristeza, me pone mala y no hago más que llorar. Biscuter me dice que la chica joven es otro caso profesional, pero le noto en la voz que él también se ha dado cuenta de que algo te pasa, muy hondo, muy hondo, muy escondido, muy escondido, como si se te hubiera muerto lo que te quedaba de corazón. Me he renovado el Documento Nacional de Identidad y no he tenido más remedio que volver a leer la fecha de mi nacimiento. Desde hace años me pongo cuatro clase de cremas al día en invierno, y hasta seis en verano, cremas, no "pomadas" como tú sueles llamarlas. Mi maquillaje ha ido cambiando con los años, antes era a la acuarela, como tú lo calificaste, ahora al óleo, como tú sigues calificando, pero por debajo de mis cremas y mis colores sale el tiempo y lo noto en mis gestos, en lo que recuerdo, en lo que añoro, en lo que deseo. Son malos tiempos para una puta madura que se ha quedado a medias, entre el penco desorejado del montón y esas tías impresionantes de veinte años y metro ochenta de estatura que sólo saben poner preservativos y hablan como pijas de buena familia, aunque no sean pijas, ni de buena familia. Mis clientes fijos han envejecido, se van rindiendo a la vida ordenada, sus mujeres ya son abuelas relativamente bien conservadas y empiezan a tener miedo de sus hijos, de sus nietos, tan fuertes como ellos, con toda la vida por delante. Ya ni me hablan mal de sus mujeres, al contrario, las pocas veces que recurren a mí tratan de que me caigan simpáticas, de que las llame por el diminutivo que ellos mismos emplean. Tienen miedo de sus mujeres, porque envejecen mejor, les sobrevivirán.

A veces me pagan sin follar y entonces no dejan propina. Síntomas, Pepe, síntomas de que esto se acaba y me van a pillar los cincuenta años más pintada que nunca, con más cremas que nunca y esperando junto al teléfono que me llamen y que no me llames. No hubiera sido mejor que te dijera personalmente lo que voy a decirte. Lo veo muy claro. Mejor que quede por escrito y me recuerdas tal como era, tal como éramos la última tarde que me sacaste a pasear para que se me fuera la neura o en aquel viaje a París que, por fin, hicimos la primavera pasada. ¿Recuerdas aquel viaje a París, Pepe? ¿Recuerdas lo mucho que hablé, lo poco que hablaste? ¿Recuerdas lo feliz que fui, lo poco feliz que tú fuiste? En fin. A lo que iba, que ya se me acaba el alfabeto y tú nos has leído tanto desde aquellos tiempos en que leías para descubrir que los libros no te habían enseñado a vivir. Me voy. Tengo una oportunidad, no muy clara es cierto, pero oportunidad al fin, en Andorra. Un antiguo cliente tiene allí un hotel y le da pereza subir y bajar para controlar cómo van las cosas. Me ofrece ser la supervisora del hotel. Vigilar si le roban, sonreír a los clientes en la recepción, pasearme entre las mesas durante la cena y preguntarles si todo va bien. La vida allí es un poco aburrida, pero muy sana, me dice, que no sabe él cómo puedo respirar yo la mierda que se respira en este Barrio Chino, aunque hayan abierto esa brecha y hayan quedado con el culo al aire, aún más, las vergüenzas del barrio, entregando un solar como escaparate de tanta ruina humana. Y voy a aceptar. Los tratos no son malos. Comida, casa, cien mil limpias al mes y una consideración que sólo tú me habías dado, de igual a igual, de persona a persona. Biscuter conoce bien Andorra, de cuándo en cuando chorizaba por allí coches para sus "razzias" de fin de semana y contrabandeaba botellas de whisky y vajillas de duralex. Biscuter no me ha dicho que sí, ni que no, pero tú con tu silencio me has dicho que sí. Hubiera querido escribirte sobre momentos bonitos, que los ha habido de tantos años de relación entre nosotros, pero ya ha sido una hazaña escribir lo que he escrito y me los llevo como recuerdos. No quiero que te sientas culpable. En el fondo siempre he sabido que me habías hecho caso para no tener que hacerme caso y así no sentirte nunca culpable. Te quiero. Charo.

Biscuter se había refugiado en su trastienda. Casi le oía respirar. Le había dado la carta con los ojos nublados y Carvalho no tenía ganas de ver ojos nublados.

Salió a la calle razonablemente dispuesto a ir a casa de Charo y hacerle desdecirse y cuando llegó a la iglesia de Santa Mónica su vista se distrajo entre el anuncio de la exposición de pintura allí albergada y el tráfico calcuteño que envolvía el monumento a Colón, un colapso preolímpico a costa de las obras que en el futuro facilitarían las Olimpiadas. Y sus pies dejaron la senda que llevaba hacia Charo, tal vez mañana, y siguieron lo que queda de pendiente de las Ramblas, hacia el puerto, por si se producía el encuentro con la mujer de sus sueños. Presentía que era la última vez en la vida que iba a comportarse como un adolescente sensible, al margen de las edades reales que marcasen los calendarios y los documentos nacionales de identidad, y se dejó llevar por las piernas, hacia el puerto, sorteando paquidermos mecánicos varados e histéricos, hasta llegar al borde mismo de los muelles, y sobre las sucias aguas llenas de chorretes de aceite y de restos de naufragios indignos, vio el cuerpo flotante de Claire, aquellos ojos geológicos, transparentes, aquella sonrisa que ocultaba tanta verdad como transmitía, aquella sonrisa de máscara de espuma. Cerró los ojos y al abrirlos sólo estaban las aguas como un cristal sucio y las estructuras pesadas de los barcos, tan anclados, que parecían de piedra.-