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– Y es cuando aparezco yo.

Vuelvo a presentarme, señor Carvalho, porque tal vez me había olvidado. Georges Lebrun, jefe de ventas de la Radio Televisión Francesa, especialmente comisionado en esta futura Ciudad Olímpica para negociar la exclusiva de unos programas deportivos educativos a explotar con posterioridad a las Olimpiadas. Toda Olimpiada tiene su sombra y a la sombra de cada Olimpiada es cuando se pierde o se gana dinero. Mademoiselle Delmas era mi vecina y en la madrugada del catorce de marzo de mil novecientos ochenta y nueve fui requerido por la portera de la finca para que le ayudara a evitar que esta señorita se muriese, aunque luego comprobamos que no había tomado suficientes pastillas como para matarse. Simplemente quería llamar la atención del griego y sólo consiguió despertar a su portera y a su vecino. Aunque despertarme a mí es fácil. Duermo poco.

Como usted puede comprobar, mademoiselle Delmas salió con bien del asunto y desde aquel momento la cogí bajo mi protección, no exactamente por interés sexual, ni siquiera por un impulso humanitario; si me conociera bien sabría que yo no tengo intereses sexuales acuciantes y también carezco de impulsos humanitarios. En cambio tengo una gran curiosidad por el comportamiento animal de las personas, sobre todo por cuanto afecta al sentimiento. La razón está programada y enriquecida por la cultura. Pero el sentimiento no.

Lo que distingue al hombre del animal es la sofisticación del sentimiento, cómo el sentimiento se convierte en cultura. ¿Cuánto tiempo iba a estar deprimida inútilmente mademoiselle Delmas?

¿Cuántas lágrimas era capaz de derramar sin contraer una hipertensión ocular? ¿Cuántas veces lloraría sobre mi hombro aun a sabiendas de que a mí la cercanía de las lágrimas me produce ganas de estornudar? Es una reacción refleja que padezco desde niño. He de confesarle que mademoiselle Delmas es muy pertinaz en sus deseos y en sus desgracias y se sintió muy desdichada por el abandono del griego a lo largo de todo lo que quedaba de mil novecientos ochenta y nueve. Con el nuevo año parecía algo más resignada, pero esta pasada primavera tuvo noticia de que su griego había venido a España, a Barcelona concretamente y desde entonces ha tenido la obsesión de seguirle los pasos, de encontrarle y proponerle volver a empezar. No olvidemos que es el hombre de su vida y que se vive solamente una vez.

– Y hay que aprender a querer y a vivir.

– ¿Es un refrán o un verso?

– Un bolero. Una canción.

– Hay canciones muy profundas, en efecto. Mademoiselle Delmas ha estado esperando la ocasión propicia y por fin yo he podido ofrecérsela. Al ser comisionado por la ORTF para negociar con el Comité Organizador de las Olimpiadas un posible acuerdo de explotación comercial de programas, requerí la comisión de un grupo de expertos y entre ellos elegí a mademoiselle Delmas como directora de museos. Evidentemente mi elección sorprendió, porque ni por la categoría del museo que dirigía, ni por el lugar que ocupa en la jerarquía del funcionariado, le tocaba formar parte de la comisión. Pero entonces recurrí al viejo truco de dar a entender a mis superiores que mademoiselle Delmas y yo éramos amantes. Me bastó sonreír levemente al pronunciar su nombre. Un italiano hubiera guiñado el ojo.

– Un español también.

– Los franceses somos más refinados. Nos basta sonreír levemente cuando pronunciamos el nombre de una mujer. Luego apareció usted en una conversación con nuestro amigo "Le normalien". Al parecer tuvieron un encuentro muy interesante al sur de Bangkok e incluso viajaron juntos hasta Malasia.

– Entonces "Le normalien" era taoísta.

– Primero había sido maoísta, luego taoísta y en la actualidad es partidario de sí mismo. Ha sido uno de los utópicos que más han tardado en rendirse: desde mayo del sesenta y ocho hasta junio de mil novecientos ochenta y cinco. Exactamente el doce de junio. Celebró una fiesta en un restaurante especializado en pescado del Mercado Central de París y nos comunicó que se pasaba al posibilismo. Y que el posibilismo bien entendido empieza por uno mismo. Venía a mis filas y le regalé el libro más sucio de todos lo que conservaba.

Una novela de Margueritte Duras que por entonces era indispensable leer. Mi amigo, mejor dicho, nuestro amigo, se había vuelto tan pulcro y convencional que no supo rechazar mi asqueroso regalo. Se limitó a dejarlo abandonado debajo de una servilleta. Margueritte Duras nunca lo supo y nunca lo sabrá. Prométamelo.

– Se lo prometo.

– Y tú también, Claire.

– Lo prometo.

A la mujer no le quedaba ni un resto de tragedia. Parecía incluso divertida y contemplaba a los dos hombres como dos compañeros de una travesura prometida.

– ¿Por dónde empezamos?

– Buena pregunta, Carvalho.

No disponemos de demasiado tiempo.

El viaje no puede prolongarse más allá de quince días y ya es un exceso, aunque le seguirán otros en los que no tendré la posibilidad de meter a mademoiselle Delmas en mis maletas. El griego les pertenece totalmente. Es un personaje que no me interesa. Huelo a salvia y a cuplet de Mistinguette.

– ¿Por dónde empiezo?

Se dirigió esta vez Carvalho a Claire y vio como ella metía las manos en su bolso y las sacaba alzando una fotografía como si alzara una hostia consagrada.

– Es él.

Tipos así los había visto Carvalho a cientos tratando de ligar con las turistas en el barrio del Plaka. Procedían sin duda de un laboratorio oficial de mecánica genética que el gobierno griego dedicaba a la producción de sementales, aunque Carvalho tuvo que reconocerle una interesante instalación en la madurez. Era un griego hermoso, prematuramente madura y cada arruga traducía tal vez un fracaso, como los anillos de los árboles traducen todos los años de su vida y los bultos leñosos cada mutilación. Desde el primer momento que le vio en la foto, Carvalho le consideró un rival victorioso, uno de esos rivales que ni siquiera se toman la molestia de reconocerte como tal.

– ¿Qué más? ¿Tienen algún otro indicio? Más o menos, ¿en qué círculos se mueve? ¿Han ido al consulado griego? ¿Se han comunicado con la embajada en Madrid?

– Todo eso está hecho e inútilmente. Nadie sabe cómo ha entrado en España, no hay registro de aduana, ni se ha puesto en contacto con ninguna autoridad griega o francesa. Sólo sabemos por mis suegros que está en Barcelona, de vez en cuando les escribe pero no pone remite. Sólo sabe posar y pintar. ¿No le parecen datos suficientes?

– No. Pero trataré de hacer algo. ¿Dónde puedo encontrarles?

– Nos hospedamos en el Palace.

A mademoiselle Delmas puede localizarla en la habitación trescientos trece y a mí en la trescientos quince. El vino estaba muy bueno.

Dijo Lebrun después de beber el último sorbo que le quedaba en la copa y se levantó para que Claire le secundara, pero ella atacaba los últimos canapés de taramá y repetía que estaba delicioso. Comía tan bien como estaba.

Movía los labios como si susurrara y las mejillas como si estuviera acariciándose por dentro. Carvalho tuvo sensación de ridículo y apartó los ojos de la mujer para sorprender la mirada que el francés le estaba dedicando. Amigo, estás cogido, le decían los ojos sin pestañas de Lebrun y Carvalho no supo aguantarle la mirada. Aún quedaba un canapé de taramá en el plato y ella preguntó:

– ¿Puedo llevármelo?

– Biscuter, envuelve el canapé a la señorita con un papel de plata.

– Si quiere le hago más, jefe, para el camino.

– La señorita no se va de excursión. El canapé es un recuerdo de familia.

Claire se metió el paquetito en el bolso y derramó sobre Carvalho un baño de agradecimiento y dulzura. Quedó empapado de su mirada durante horas, aunque en el recuerdo consciente predominaran las palabras que le dijo desde la puerta.

– Encuéntrelo, vivo o muerto.

Era más difícil encontrar a un muerto que a un vivo, pensó Carvalho cuando apagó la luz, al recuperar una soledad que necesitaba.

Aquellos dos parecían arrancados de las páginas de una novela que escribían a medias y nada había aclarado sobre la relación que les unía. Amigos y residentes en París. Vecinos y residentes en París, y tal vez cómplices en la búsqueda de Alekos, el griego.

Necesitaba adentrarse en territorios que no le eran habituales, pintores y traficantes olímpicos, traficantes de cultura olímpica, para llegar a un griego ambiguo, del que ni siquiera estaba claro si era homosexual o se limitaba a cansarse de las mujeres demasiado hermosas y posesivas y a enamorarse platónicamente de adolescentes griegos y desdeñosos. ¿A quién recurría para que le informara con aquel cuadro de la situación?

Repasó la lista de pintores amigos a los que podía acudir y volvió a encontrarse a solas con el nombre y el recuerdo de Artimbau. Hizo lo propio con los compañeros de otro tiempo que ahora trabajaban en la preparación de las Olimpiadas y le salió un folio completo lleno de nombres. En esta ciudad quien no prepara las Olimpiadas las teme, no hay término medio. La Oficina Olímpica, Preolímpica, Transolímpica, Postolímpica empleaba a las gentes en otro tiempo menos olímpicas de este mundo, gente que había hecho un viaje parecido al del "normalien" hallado en la selva: del marxismo leninismo a la gestión democrática institucional y finalmente a preparar todos los Olimpos que la democracia española tendría en 1992: el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la Feria Internacional de Sevilla, las Olimpiadas, Madrid capital cultural de Europa. Quien no ha perdido siquiera media hora de su vida preparando la revolución, jamás sabrá qué se siente cuando años después te descubres a ti mismo prefabricando olimpos y podiums triunfales para los atletas del deporte, del comercio y de la industria. De Sierra Maestra o Olimpia. De la "larga marcha" a los cincuenta kilómetros marcha. De atravesar fronteras clandestinamente a negociar con los representantes de todos los fabricantes de cacao en polvo del mundo, ávidos de conseguir la concesión olímpica. De la colección completa de arrepentidos de Sierra Maestra y de las largas marchas, escogió otra vez al "coronel Parra", en otro tiempo autor de un manual del torturado elaborado a partir de su propia experiencia y ahora reciclado al cargo de selector de sponsors olímpicos.