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– Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!

bruscamente… no lo olvide.

Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.

Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:

– ¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!

En cuanto al viejo frunció el ceño, quién sabe si para distinguir la cara del intruso o porque se le había adelantado el orgasmo. Carvalho pensó en disculparse, pero se limitó a cerrar la puerta con suavidad y a volver al despacho del llamado Brando, que le esperaba seguro del buen resultado de su iniciativa.

– ¿Qué ha visto usted?

– Una jovencita…

– Diecisiete años… Mi hija.

– … haciendo el amor…

– Follando.

– Con un señor enfadado.

– Un hombre que podía ser su padre.

Ya estaba satisfecho Brando, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, extrovertido y presumiendo de llamar al pan pan y al vino vino, como los aragoneses y los navarros. Era navarro, informó, pero su apellido tal vez fuera de origen centroeuropeo.

– Brando. ¿Le suena no? Muy gracioso lo de Marlon Brando.

Fue un fugaz momento de autocomplacencia para volver a la melancolía.

– Soy un fracasado. Mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de casados, luego volvió, tuvimos un hijo, que acaba de quitarme el negocio, y ya de propina esta chica. Cuando la niña cumplió diez años mi mujer me dejó definitivamente para irse con un gimnasta, quedó clasificado el veintiséis en un campeonato del mundo. Lo de los aros era lo suyo.

Luego se cayó en mala postura, se quedó paralítico y mi mujer lleva el gimnasio. No me lo explico.

Mientras convivimos su único deporte era cortarse las uñas y ponerse maquillaje. ¿Le gustan a usted las mujeres muy maquilladas?

Carvalho se encongió de hombros.

– Usted es más o menos de mi edad. ¿Verdad que para la cara de una mujer no hay nada como el agua y el jabón?

Era una reiteración pero volvió a encogerse de hombros. Ahora Brando se contaba algo a sí mismo.

Los labios se movían pero no era audible lo que decían. Hay días en que la paciencia se convierte en una virtud laboral, así que Carvalho se dejó atrapar por las últimas blanduras del sillón más acolchonado que tapizado y se predispuso a que Brando volviera de su viaje mental.

– Cada mañana la chica viene al "office" a desayunar en compañía de su última conquista. Busca precisamente el momento en que yo estoy allí, me la presenta, nos obliga a hablar y nos trata a los dos como si fuéramos los hombres de su vida.

Yo le había hecho el número de padre moderno, capaz de entenderlo todo y tuve que apechugar con los dos o tres jovencitos del último semestre de hace dos años. Ella tenía quince años. Cuando empezó el primer semestre del año siguiente me vino con uno de esos que hacen tertulias radiofónicas y en una hora ponen en orden la galaxia.

Era un tío bajito, con barba canosa y hablaba con acento catalán.

La eché de casa. Volvió meses después, preñada, no del contertulio, ni siquiera sabía de quién.

La mandé a Londres con una prima mía. Ya sabe usted de qué va y desde que volvió me hago el ciego, pero la hebra durante los desayunos. Pero ahora la cosa es diferente.

– ¿Se refiere al viejo que está con ella en la cama?

– No. Eso es lo de menos. Es una gran persona y sabe escuchar.

La trata como un padre. No, no es el caso, ojalá le dure… Pero me temo que lo está instrumentalizando contra mí. Siempre que puede hace comparaciones odiosas. Alfredo tiene tu misma edad, papá y cosas así que me mortifican. Él no. Él es un caballero.

– ¿Entonces?

Había llegado la hora de la verdad. Brando se puso triste, muy triste.

– La otra noche la detuvieron durante una redada. La policía iba buscando extranjeros, de esos ilegales, indocumentados, y ella aparece entre ellos. La fui a sacar y no quiso explicarme qué hacía allí.

La policía me dijo que la habían visto alguna vez merodeando por la zona y la tenían clasificada como chica bien que busca camello…

¿Comprende? Pero a mí me consta que no se pincha, ni esnifa. Que no se pincha es obvio, porque a veces cuando está en la cama dormida, en pelota, entro para taparla y me fijo en las zonas de pinchazo.

Y que no esnifa es tan cierto como que yo me llamo Brando. Sólo un esnifador es capaz de distinguir a uno que esnifa o que no esnifa. Yo tomo coca desde los treinta años, con cabeza, eso sí. Y yo puedo asegurarle que no esnifa. Me preocupa ese merodeo por esos barrios. ¿Qué busca? Traté de sonsacarle a Alfredo, el viejo ese que está en la cama con ella, pero se me quejó muy dolido, muy dolido.

La niña casi ni le habla. Se lo folla, me lo trae a desayunar y luego si te he visto no me acuerdo hasta que le llama por teléfono.

¿Por dónde empezaría usted?

Carvalho empezó por fijar las condiciones económicas. Brando sumó, restó, multiplicó con una calculadora de muñeca y se quedó estudiando a Carvalho. Era evidente que Carvalho no estaba a la altura de su precio, pero Brando cabeceó decidido.

– Adelante. Lo primero es lo primero.

Buscar a un griego, a dos griegos y proteger de sí misma a una chica descarada, podían convertirse en partidas simultáneas excesivas, pero los franceses pasarían y Carvalho dependía de la clientela local, por lo que decidió dejar en la trastienda el caso de niña descarriada y liquidar cuanto antes aquel encargo cosmopolita que tan altos había colocado los tacones postizos de Biscuter. Se fue pues a por el coronel Parra, supremo hacedor en uno de los cientos de locales al servicio de los cientos de organismos dedicados a una perfecta organización olímpica.

El "coronel Parra" hacía veinte años que llevaba corbata. Había que concederle el mérito de ser el primer revolucionario en asumirla cuando consiguió un cargo en la Sección de Estudios de uno de los más importantes bancos del país.

Pero ahora llevaba una corbata sin paliativos, una de esas corbatas que implican cultura, de marca, de marca de corbatas, de esas corbatas que sólo reconocen los expertos en corbatas y entonces se toca la corbata como si fuera un sexo, miembro de la masonería de las corbatas de seda natural. Y todo lo demás era accesorio. Estaba más viejo, pero su envejecimiento quedaba relativizado por la modernidad de la corbata. Tenía ganas de sacarse a Carvalho de encima y había en ese deseo una legitimidad racial de propietario de corbata Gucci frente a un Carvalho que se había puesto la única que tenía, una estrecha minucia corbatera en la peor seda thailandesa, más un souvenir de viaje que una corbata propiamente dicha.

– ¿Georges Lebrun? Permíteme que busque en mi pajar por si encuentro esa aguja. ¿Sabes qué me pides? ¿Sabes cuántos extranjeros están en estos momentos en la ciudad tratando de sacar tajada de las Olimpiadas? Una Olimpiada conlleva desde un alfiler a un elefante. Tengo una colección completa de vendedores de alfileres y otra de vendedores de elefantes.

– Éste vende cultura.

– Busquemos el apartado de Cultura. Francia. ORTF.

¿Sabes cuántas ofertas tenemos de la ORTF?

– Conoces mis limitaciones.

– Georges Lebrun. Producción de series educativas olímpicas.

Deja que mi secretaria lo meta en el ordenador.

– Primero mete en el ordenador cuál de tus cinco mil secretarias ha de meterlo en el ordenador.

– Pepe, no creces. Recuerda aquel aforismo de Herbert Spencer: o crece o muere.

– En mis tiempos Spencer pasaba por prefascista.

– Ahora se le considera como parte del plural patrimonio socialdemócrata-liberal. Volveremos a vivir bajo esta presión filosófica durante un siglo. No te resistas.

Déjate dar por culo y goza. O creces o mueres. Ya ha caído el muro de Berlín.