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– Conviene saber con quién se habla.

Le dijo aquel hombre vestido con un chaleco confeccionado con cretona de cortinas sin duda robadas de algún museo antropológico y él mismo parecía escapado del mismo museo en un momento de descuido de los antropólogos. Llevaba la poderosa cabeza gris desordenada, sobre una cara oscura de nacimiento y con el concurso del sol que cada mañana salía a tomar al puerto, porque el sol es el dios de la vida y si yo hubiera sido egipcio, hubiera sido uno de los partidarios del culto al sol. Lo mío es la mitología. La mujer llevaba la cabellera canosa suelta hasta la cintura por detrás y las dos enormes tetas igualmente sueltas hasta la cintura por delante. Vestía una túnica negra ceñida por un cordón dorado y calzaba sandalias policrómicas. Apenas si saludó al recién llegado, pendiente de un teléfono que era el único elemento de aquel gran estudio ajeno a lo que fuera pictórico. Telas y pinturas hechas o a medio hacer, caballetes y paletas y salpicaduras de pinturas recién esparcidas por los cielos y la tierra, como restos de un festín de colores y una escalerilla que conducía al altillo donde Dotras había hecho sus últimos cinco hijos con aquella walkiria a media asta.

– Ésta es la patria de la ciudad libre. Y lo era mucho más hace quince años, cuando todos éramos ingenuos y creíamos en la resurrección de los justos. En esta ciudad quedan ya pocas islas.

Ésta es la isla de Dotras en la que todos pueden perderse, pero también en la que todo puede encontrarse. ¿Qué buscas?

– Un griego.

– Remei, ¿tenemos un griego?

– Dos.

Contestó Remei sin quitarse el teléfono de la oreja.

– Ya lo oye. Si Remei lo dice es que es cierto. Aquí hemos tenido hasta príncipes iraníes y amantes de la emperatriz madre del Irán, una señora muy folladora.

– ¿Farah Diba?

– No. La madre del sha. Se tiraba hasta a los enanos. ¿Es usted extranjero? ¿Zamorano quizá?

– No. ¿Por qué?

– Últimamente todo el mundo me parece de Zamora. ¿Sabe usted dónde está Zamora?

– Nadie lo sabe. Es como el triángulo de las Bermudas español.

¿Es usted marchante?

– No. Me envía Artimbau.

Busco un griego.

– Ya recuerdo. Tenemos dos.

¿Cómo le interesa el griego?

– Tiene el cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco.

– Entonces es un mestizo.

Remei, ¿cuál de los dos griegos tiene un cuerpo de Antinoo y la cabeza de un pirata turco?

– Todos los griegos son iguales.

Contestó Remei sin dejar el teléfono y fue entonces cuando Carvalho se levantó, se acercó a la mujer, le quitó el teléfono de las manos y lo colgó en la horquilla dejando su cara a un palmo del rostro de la walkiria.

– Necesito hablar con usted.

– ¿Nos conocemos?

– Me han dicho que cada primavera, cuando ya es primavera en El Corte Inglés, usted saca de compras a los maricones de la ciudad.

– Tengo una gran vocación de madre. Si Dotras no se hubiera quedado estéril, tendríamos doce hijos.

– Son las pinturas. Tienen una química que perjudica el pito.

Dijo Dotras y se llevó una mano al sexo.

– Los maricas, como usted les llama, nunca crecen del todo y usted ha crecido demasiado.

– No todos piensan lo mismo.

Busco a un griego con cuerpo de Antinoo y cabeza de pirata turco.

– Todos los griegos tienen cuerpo de Antinoo y con los años se les pone cara de pirata turco.

¿Qué más?

– Se llama Alekos. Es pintor, modelo. Tal vez sea homosexual, pero no se sabe a ciencia cierta.

– Alekos.

Musitó Remei como si quisiera guardarse el nombre en un secreter de su memoria.

– Me gustaba mucho un cantante griego que se llamaba Alekos Pandas. Cantaba en el festival del Mediterráneo. A comienzos de los años sesenta, cuando yo era joven.

¿Dónde estaba usted en el verano de mil novecientos sesenta y dos?

– En la cárcel.

– ¿Por chorizo?

– Comunista. Pero luego maté a Kennedy y con los años senté la cabeza.

– Usted nos falta en nuestra fiesta.

Gritó Dotras que lo había escuchado todo sentado en las alturas de un andamio desde el que pintaba el norte de una inmensa tela.

– Venga esta noche. A veces vienen griegos y a veces vienen mohicanos. Siempre son los últimos griegos y los últimos mohicanos.

Se bebe "garrafones" de vino de Alella y se fuma kifi inocente, kifi de recluta de los años cuarenta. Eso es todo. En esta casa no se pincha nadie y no hay prejuicios raciales contra los griegos, ni contra los turcos. Esta noche cantarán mis hijos, Los Musclaires, y mis otros hijos, los normales, traerán a las señoras y a los niños y "panellets" y moscatel, porque se acerca Todos los Santos y el Día de Difuntos. ¿Tiene usted el SIDA?

– No creo.

– En esta casa no entra nadie que tenga el SIDA.

– Nadie.

Reforzó Remei al tiempo que recuperaba el teléfono y su propio tiempo y espacio.

– ¿He de traer algo para la fiesta?

– Amigos, a usted mismo, dos mil pesetas por cabeza y alguna botella de algo que pueda sorprendernos.

– ¿Qué le parece un whisky Knockando veinte años?

– Amigo, si usted trae eso le daremos un tratamiento de zar.

Carvalho salió del laberinto de callejas y tras recorrer cuatro cabinas telefónicas inutilizadas, consiguió dejar un recado en el Palace. Citaba a Claire y Georges a las diez en Casa Leopoldo, con la previsión de un largo fin de fiesta en el estudio de un pintor coleccionista de griegos.

– Insista en lo de coleccionista de griegos.

Advirtió al recepcionista que le tomaba el aviso y se predispuso a matar lo que le quedaba del día lejos de cualquier posibilidad de enturbiarle la esperada emoción del encuentro con mademoiselle Delmas.

Pasó por el despacho por si algo o alguien había quedado atrapado en la tela de araña telefónica de Biscuter.

– Mister Brando ha llamado varias veces preguntando por usted.

– ¿Por qué le llamas mister?

– Con un apellido como ése ¿cómo le voy a llamar?

– "Mister Brando". Dudó entre darse por llamado o ignorar al padre perseguidor, pero poco podía aportarle como balance de lo que no había hecho. Le molestaba cuanto pudiera interferirse en su relación con Claire, con los griegos, pero tenía horas muertas por delante y se fue a por el primer contacto lógico en el rastreo de las alevosías y nocturnidades de la joven folladora de hombres perdidos sin collar. De tal palo tal astilla, quizá la madre fuera la portadora de los cromosomas de la amoralidad, en la duda de que el padre hubiera aportado algo a la criatura. El gimnasio estaba rodeado de Opels Kadett y de Volvos blancos. Sin embargo no había nadie de la recepción y Carvalho pudo llegar hasta un inmenso cristal que ocupaba media pared, ventanal a un salón donde una veintena de mujeres en maillots de diferentes colores trataban de obedecer las órdenes de la monitora. A pesar de que había cuerpos notables y otros de una mediocridad deprimente teniendo en cuenta la marca de los coches de sus propietarias, era inevitable que la vista del mirón se pegara a la monitora, un cuerpecillo cincuentón y fuerte, rematado en una melena teñida de platino y lacia, como un penacho sobre una cara de arpía. De sus labios salían ferocidades, diminutas y grandes.

– Tú, Merche, ese culo, que es más que un culo… ¿Pero a ti qué te pasa, Pochola, eso es un brazo o un muñón?… A ver, esa cara al aire y respirar como si el aire fuera gratis, coño…

Ni la menor rebeldía entre las súbditas.

– Lula, que esto es una clase de gimnasia, no de meneo…

Sufrían tanto muscularmente que las palabras les parecían una compañía grata. La monitora se limitaba a marcar el primer ejercicio y luego paseaba entre sus víctimas dándoles golpes con una varita en las zonas del cuerpo en peor estado o en deserción con el ejercicio predeterminado. En uno de sus recorridos la monitora vio a Carvalho tras el cristal y le gritó: