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– ¡Proveedores los miércoles y pagos los veinte de cada mes!

Y dio la vuelta segura del resultado de su consigna, pero cuando en un segundo viaje descubrió a Carvalho en el mismo sitio tiró la vara al suelo con indignación y se fue a por él, momento aprovechado por las sufrientes para romper filas, descomponer el gesto y algunas hasta venirse al suelo en busca de sus frescuras y de la patria propicia de tan dura cama.

En éstas ya tenía encima Carvalho a la monitora y optó por salir a su encuentro para frenarla. Poco acostumbrada a no trasmitir terror, la mujer quedó algo desconcertada cuando Carvalho se inclinó reverente sobre su mano más cubierta de anillos e insinuó un besamanos que no llegó a producirse, porque no estaba entre los planes de Carvalho y porque ella retiró el apéndice amenazado como quien huye de una salpicadura de aceite caliente.

– ¿Pero es que no se me oye?

– ¿La señora Brando?

– La señora ¿qué?

No eran las palabras en sí sino el tono lo que instó a Carvalho a proponerle pasar a un lugar más íntimo, propuesta a punto de ser desatendida entre vociferaciones hasta que la mujer vio que sus clientes, de súbito recuperadas de su cansancio, se agolpaban contra el cristal disputándose la platea de la tragedia. Bastó una mirada llena de megatones para que las gimnastas volvieran a su posición de partida y luego un gruñido le sonó a Carvalho como invitación para seguirla. El despacho al que desembocaron no tenía más elemento curioso que un hombre sentado en una silla de ruedas que jugaba a las cartas contra sí mismo ante una mesa camilla. La mujer deslizó una caricia sobre la cabeza del hombre que apenas les hizo caso y se situó tras una mesa llena de papeles como si fuera un parapeto. Todas las facciones se le caían menos la lengua, en una clara demostración del fracaso de tantos maquillajes compensatorios de largos años de mal casada.

– ¿Qué quiere ese borde de Brando, ahora?

– ¿Suele ver usted a su hija?

– Suele verme ella a mí, cuando necesita dinero. Y sobre todo a ese desgraciado, que le suelta lo que sea.

El desgraciado volvió la cabeza. Conservaba la sonrisa del día en que quedó veintiséis o veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina.

– Ríe, ríe, que bien te sabe sacar los cuartos el pendejito ese.

Había ternura en la voz de aquella bestia y Carvalho dejó que ella se despachara a sus largas y anchas, en un duro discurso sobre las insuficiencias de todo tipo de Brando y la injusticia de que ella ahora tuviera que dar la cara por su hija. Si la policía la detenía ya escarmentaría. Nadie escarmienta en cabeza ajena. Ella no sabía nada de la vida secreta de su hija.

Tal vez su hermano.

– Pida audiencia y si el señor se digna concedérsela… De vez en cuando trata de meter en cintura a la chica, pero siempre lo hace denigrándonos a los demás, a su padre y a mí. Ése no parece hijo mío.

Yo le llamo al pan pan y al vino vino.

Por lo visto era una pauta familiar que resistía la prueba del divorcio o acaso, enfrentados dos seres adictos a llamar al pan pan y al vino vino no les quedaba otra salida que el crimen imperfecto o el divorcio. No, ella no creía que la chica buscara emociones fuertes, no era de ésas, ella misma era una emoción fuerte. El inválido seguía tan contento y asentía.

– Mira cómo se le cae la baba a ése cuando hablo del pendejito.

– Pero algo busca.

– Ya lo puede usted dar por seguro. Ésa donde pone el ojo pone la bala. No malgasta ni un gesto.

Parece que va por la vida de boba.

Pero de boba nada. Va a lo que quiere y ya ha conseguido pasar por encima del cadáver de su padre.

¿No le parece a usted un muerto?

Si le decía que sí ya eran casi amigos. Los tres. Porque el jugador de cartas inválido ex veintiséis o ex veintisiete en el Campeonato del Mundo de gimnasia masculina bailaba con su silla de ruedas, contentísimo por todo lo que estaba ocurriendo, como si le gustara la compañía de Carvalho y el buen tono que había adoptado su mujer. Y tan contenta ella como él, se fue a su lado, le arregló un atuendo ya de por sí animado y le volvió a acariciar el cabello.

– Apenas si habla. Pero dice todo lo que tiene que decir. Los mejores maridos son los inválidos.

– Llame a su hija. Háblele de mujer a mujer. Pregúntele qué iba a buscar aquella noche entre tanto camello y yonqui de medio pelo.

– Cuando necesite dinero, vendrá. Y no seré yo quien la sonsaque. Éste, éste sin decir ni mu saca de ella lo que quiera.

– ¿Me llamará?

Dijo que sí con la cabeza y dio por concluida la audiencia. Precedió a Carvalho por el pasillo y se detuvo a cierta distancia del ventanal que mostraba la perspectiva de la jaula sudada donde las mujeres habían montado una tertulia. Estaba intercambiando sus pequeños saberes de amas de casa aburridas y ricas.

– Fíjese, como loros.

– Las trata usted muy mal.

– Empecé tratándolas con miramiento y se me montaban encima.

Son chicas de casa bien que no han crecido. Pero les pegas cuatro gritos y se recomponen. Vienen a que las soben las masajistas y las agüitas del yakuzi. Necesitan que alguien las trate como si fueran tropa. A éstas sí que les haría falta una buena mili de veinticuatro meses.

Dejó a la monitora tramando crueldades contra los cuerpos más selectos de la ciudad. Tanta gimnasia le había despertado el apetito y dudó entre irse a La Odisea a gozar de la cocina de autor de Antonio Ferrer o dar la alternativa a los del Nostromo, dos marinos que se habían metido a restauradores después de la experiencia vivida en " La Rosa de Alejandría". El restaurante era esquina de uno de los callejones traseros del hotel Colón, muy cerca de La Odisea y había declaración de principios marinos desde el rótulo, en homenaje a la novela del mismo título de Conrad, hasta cualquier minucia decorativa, todo salvado del naufragio moral de los marinos después de la experiencia de aquella imposible huida hacia adelante en busca del Bósforo. No les gustaba hablar de lo vivido sobre " La Rosa de Alejandría", pero en la pared pendía una maqueta del barco, Germán no estaba en el local pero Basora sí y dividió su talante entre el de marinero en tierra y restaurador en ciernes.

Nada que reprochar a un entrante de pasta fresca con trompetas de la muerte, una seta enigmática que está poniéndose de moda desde que la lanzara en su carta el Rec9 de Can Fabes, en San Celoni, y a continuación un Bacalao a la Catedral que era como una síntesis de los bacalaos catalanes, la caligrafía sintéctica de otros plastos de bacalao barrocos. Basora le ofreció un Pesquera tinto excelente y ya en el café le sorprendió con una botella de ron nicaragüense que llevaba enganchada una etiqueta con el nombre "Pepe Carvalho".

– Cada vez que venga usted por aquí tiene la botella de ron a su disposición.

– Un buen motivo para volver.

Germán diversificaba el riesgo del restaurante apuntándose a bolos de marinero en tierra. Ahora estaba haciendo no sé qué leches, dijo Basora, en el dique seco. En cuanto al antiguo oficial de " La Rosa de Alejandría", seguía adicto a su severo sentido del humor pero llevaba a cuestas el ancla de todo marino con añoranza de singladura. De vez en cuando aún enviaba un paquete a la cárcel de Segovia donde cumplía condena Ginés Larios o recordaba al abogado defensor que no descuidara pedir por enésima vez el indulto individual.

– Al fin y al cabo mató por amor. Es mucho peor matar por odio.

Le alentó Carvalho. A Basora le había encanecido el cabello y no estaba muy seguro de si matar por amor era mejor que matar por odio.

El amor es una enfermedad, dijo.

Si lo hubiera dicho cualquier otro, Carvalho hubiera sonreído, pero Basora era hombre parco en palabras. Le conoció el mismo día en que presenció el desembarco de Ginés, entre dos policías, frustrado su deseo de encontrar más allá del Bósforo el lugar de donde no quisiera regresar, el final perfecto de una huida perfecta. Germán y Basora estaban desconcertados ante aquel hombre que lo sabía todo sin haber viajado a bordo de " La Rosa de Alejandría" y que se contentaba con comentar el crimen de Ginés, sin ponerlo en conocimiento de la policía.

– En fin.

Suspiró Basora y recitó irónicamente.

– "Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos".

Toda la conversación había tenido en la cabeza de Carvalho como telón de fondo la ensoñación de Claire, una muñeca carnal y juguetona, en retícula de fotografía vieja, en movimiento, en primer plano, al fondo de un paisaje deshabitado. Carvalho se había bebido media botella de ron, se refrescó las sienes en el lavabo, entre grabados de navegaciones y naufragios y al ver la cara que le devolvía el espejo hizo suyo el verso de Lorca… "hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos". Se entregó al doble juego de dejarse llevar por los sentimientos e ironizar sobre ellos, para no sentirse en ridículo y dominar su propia situación.