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Las blancas baldosas de la Place Carnot brillaban al sol. Eso era nuevo. La espléndida fuente decimonónica había sido restaurada y el agua manaba cristalina. Por toda la plaza había terrazas con mesas y sillas de colores vivos. Baillard volvió la vista hacia el bar Félix y sonrió al ver sus familiares toldos desgastados, a la sombra de las limas. Algunas cosas, por lo menos, no habían cambiado.

Subió por una estrecha y animada calle secundaria que conducía al Pont Vieux. Los rótulos marrones que aludían a la categoría mundial de la Cité, la ciudadela medieval fortificada, eran otra señal de que Carcasona había dejado de ser un lugar que simplemente «merecía un rodeo», según la guía Michelin, para convertirse en destino turístico internacional, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.

Salió a un espacio abierto y allí estaba. La Ciutat. Baillard sintió, como siempre, la aguda sensación de estar regresando al hogar, aunque ya no era el lugar que había conocido.

Habían instalado una decorativa valla delante del Pont Vieux, para impedir el acceso de vehículos. En otra época había sido preciso aplastarse contra la pared para eludir el torrente de caravanas, remolques, camiones y motocicletas que se abrían paso resoplando por el estrecho puente, cuyas piedras mostraban las cicatrices de décadas de contaminación. Ahora el parapeto estaba limpio. Tal vez incluso demasiado limpio. Pero sobre la castigada piedra, Jesús colgaba aún de su cruz como un muñeco de trapo, en el centro del puente, marcando el límite entre la Bastide de Saint-Louis y la antigua ciudadela fortificada.

Baillard sacó un pañuelo amarillo del bolsillo superior y se enjugó cuidadosamente la cara y la frente, bajo el ala del sombrero. Las orillas del río, muy por debajo de él, se veían cuidadas y cubiertas de vegetación, con senderos de color arena serpenteando entre los árboles y los arbustos. En la ribera septentrional, entre amplias extensiones de hierba, había primorosos parterres rebosantes de grandes flores exóticas. También se podía ver a señoras bien vestidas, sentadas en bancos metálicos a la sombra de los árboles, contemplando el agua y charlando, mientras sus perrillos jadeaban pacientemente a su lado o intentaban morder los talones del ocasional deportista que pasaba haciendo jogging.

El Pont Vieux conducía directamente al Quartier de la Trivalle, que había dejado de ser un suburbio gris, para convertirse en la puerta de entrada a la Cité medieval. Habían instalado barandillas de hierro negro a intervalos a lo largo de las aceras, para evitar que aparcaran los coches. Flores de intensos tonos naranja, violeta y carmesí desbordaban de las jardineras, como melenas derramándose por la espalda de una joven. Mesas y sillas cromadas resplandecían en las terrazas de los cafés y unas ornamentales farolas con cubierta de cobre habían desplazado a las otras más prosaicas que antes alumbraban las calles. Hasta los viejos canalones de hierro y plástico, que goteaban y se resquebrajaban con la fuerza de los chubascos y el calor, habían sido reemplazados por elegantes desagües metálicos, con extremos semejantes a bocas de coléricos peces.

La panadería y la tienda de ultramarinos habían sobrevivido, lo mismo que el Hôtel du Pont Vieux, pero la carnicería había pasado a vender antigüedades y la mercería se había transformado en emporio del New Age y ofrecía una selección de cristales, naipes de tarot y libros sobre la iluminación espiritual.

¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que había estado allí? Había perdido la cuenta.

Al girar a la derecha por la Rué de la Gaffe, Baillard advirtió más signos del insidioso aburguesamiento del lugar. La calle, apenas del ancho suficiente para dejar pasar un coche, era poco más que un pasaje, pero en una de sus esquinas había una galería de arte, La Maison du Chavalièr, con dos grandes ventanas de arco, cuyos barrotes metálicos recordaban las puertas de los castillos en las escenografías de Hollywood. Había seis escudos de madera pintada sobre el muro y un aro metálico junto a la puerta, para que los clientes ataran a sus perros allí donde antes ataban a los caballos.

Había varias puertas recién pintadas. Los números de los portales estaban escritos sobre baldosas blancas con bordes azules y amarillos, entre orlas de flores diminutas. De vez en cuando algún mochilero, cargado de planos y botellas de agua, se paraba a preguntar en vacilante francés por el camino a la Cité, pero aparte de eso había poco movimiento.

Jeanne Giraud vivía en una casa pequeña, que daba la espalda a las verdes y empinadas laderas al pie de las murallas medievales. En su tramo de calle había menos fincas rehabilitadas y algunas estaban en ruinas o abandonadas. Dos viejos, un hombre y una mujer, estaban sentados en la acera, en sillas sacadas de la cocina. Baillard se levantó el sombrero y les deseó buenos días al pasar por su lado. Conocía de vista a varios de los vecinos de Jeanne y a lo largo de los años había llegado a saludar a algunos con un breve gesto de la cabeza.

Jeanne estaba sentada a la sombra, delante de su portal, esperando su llegada. Tenía el aspecto pulcro y eficiente de siempre, con una sencilla blusa de manga larga y una falda recta de color oscuro. Llevaba el pelo recogido en un moño, en la base de la nuca. Parecía la maestra de escuela que había sido hasta su jubilación, veinte años antes. En todos los años que hacía que la conocía, nunca la había visto de otra manera que no fuera perfectamente arreglada para un encuentro formal.

Audric sonrió, recordando la curiosidad de ella en los primeros tiempos y sus incesantes preguntas. ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía durante los largos meses en que no se veían? ¿Adonde iba?

Viajaba, le había dicho él. Investigaba y reunía material para sus libros, visitaba a amigos.

¿Qué amigos?, le había preguntado ella.

Colegas, gente con la que había estudiado y compartido experiencias. Le había hablado de su amistad con Grace.

Al poco tiempo le había confiado que tenía su casa en un pueblo de los Pirineos, cerca de Montségur. Pero le había revelado muy poco más acerca de su vida y, con el paso de los decenios, ella había dejado de preguntar.

Jeanne era una investigadora intuitiva y metódica, además de diligente, minuciosa y nada sentimental, todo lo cual resultaba invalorable. Hacía aproximadamente treinta años que colaboraba con él en todos sus libros, sobre todo en el último, aún inconcluso: la biografía de una familia cátara, en la Carcasona del siglo xiii.

Para Jeanne, había sido una labor detectivesca. Para Audric, un acto de amor.

Jeanne levantó una mano cuando lo vio llegar.

– Audric -sonrió-. ¡Cuánto tiempo!

Él cogió sus manos entre las suyas.

– Bonjorn.

Ella retrocedió un paso para mirarlo de arriba abajo.

– Tienes buen aspecto.

–  tanben -respondió él. «Tú también.»

– No has tardado mucho en llegar.

– El tren ha sido puntual.

Jeanne pareció escandalizada.

– ¡No habrás venido andando desde la estación!

– No está tan lejos -sonrió él-. Reconozco que quería ver cuánto ha cambiado Carcasona desde la última vez que estuve aquí.

Baillard la siguió al fresco interior de la casita. Las baldosas marrones y ocres del suelo y las paredes conferían al conjunto un aspecto sombrío y anticuado. En el centro de la sala había una pequeña mesa ovalada, con las deslucidas patas asomando por debajo de un mantel de hule amarillo y azul. En un rincón se veía una mesa de escritorio, con una vieja máquina de escribir encima, junto a una puerta de doble hoja que daba a un balcón.