Jeanne salió de la cocina llevando una bandeja con una jarra de agua, una cubitera con hielo, un plato con panecillos de especias, un cuenco de aceitunas verdes amargas y un platillo para dejar los huesos. Apoyó con cuidado la bandeja sobre la mesa y tendió una mano hacia la estrecha repisa de madera que rodeaba toda la habitación, a la altura del hombro. Allí encontró una botella de guignolet, licor amargo de cerezas que, como él bien sabía, ella sólo guardaba para sus raras visitas.
El hielo crujió y tintineó en los vasos, mientras el brillante licor rojo se derramaba sobre los cubitos. Por un instante permanecieron sentados en amistoso silencio, como tantas veces habían hecho en el pasado. De vez en cuando se filtraba desde la Cité algún fragmento de explicación, enunciado en varios idiomas, mientras el tren turístico realizaba su periódico circuito por las murallas.
Audric dejó con cuidado su vaso sobre la mesa.
– Y bien -dijo-, cuéntame lo sucedido.
Jeanne acercó su silla a la mesa.
– Mi nieto Yves trabaja como sabes en la Pólice Judiciaire , département de l’Ariège, y vive en el mismo Foix. Ayer lo llamaron de una excavación arqueológica en los montes Sabarthès, cerca del pico de Soularac, donde habían sido hallados dos esqueletos. A Yves le sorprendió que sus superiores trataran el lugar del hallazgo como posible escenario de un crimen, cuando era evidente que los cuerpos llevaban allí mucho tiempo. -Hizo una pausa-. Yves no interrogó directamente a la mujer que encontró los cadáveres, pero estuvo presente en el interrogatorio. Mi nieto conoce a grandes rasgos el trabajo que he estado haciendo para ti, lo suficiente como para comprender que el descubrimiento de esa cueva podía ser interesante.
Audric contuvo el aliento. Durante muchos años había intentado imaginar cómo se sentiría en ese momento. Nunca había perdido la esperanza de averiguar finalmente, algún día, la verdad sobre aquellas últimas horas.
Pero fueron pasando los decenios. Fue testigo del interminable ciclo de las estaciones: el verde de la primavera disolviéndose en el oro del verano, la tostada paleta del otoño perdiéndose bajo el blanco austero del invierno, y las primeras aguas del deshielo bajando en primavera por los torrentes de las montañas.
No había tenido ninguna noticia. ¿Y ahora?
– ¿Entró Yves personalmente en la cueva? -preguntó.
Jeanne asintió.
– ¿Qué vio?
– Había un altar y, detrás, grabado en la roca, el símbolo de un laberinto.
– ¿Y los cuerpos? ¿Dónde estaban?
– En una tumba, que en realidad no era mucho más que un pequeño desnivel en el suelo, frente al altar. Varios objetos yacían entre los cuerpos, pero había demasiada gente para que Yves pudiera acercarse lo suficiente y mirar bien.
– ¿Cuántos eran?
– Dos. Dos esqueletos.
– Pero eso… -Se interrumpió-. No importa. Continúa por favor, Jeanne.
– Debajo de… de ellos, recogió esto.
Jeanne empujó un objeto pequeño a través de la mesa.
Audric no se movió. Después de tanto tiempo, temía tocarlo.
– Yves me llamó desde la estafeta de Foix ayer por la tarde. La línea era mala y no se oía bien, pero dijo que había cogido el anillo porque no se fiaba de la gente que lo estaba buscando. Parecía preocupado. -Jeanne hizo una pausa-. No, Audric, parecía asustado. No estaban haciendo bien las cosas. No estaban siguiendo los procedimientos habituales. Había toda clase de gente en el lugar que no hubiese debido estar allí. Me hablaba susurrando, como si temiera que lo oyeran.
– ¿Quiénes saben que él ha entrado en la cueva?
– No lo sé. Los otros agentes. Su superior. Probablemente habrá otros.
Baillard contempló el anillo sobre la mesa y después tendió la mano y lo cogió. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, lo inclinó a la luz. El delicado motivo del laberinto, labrado en la cara inferior, era claramente visible.
– ¿Es su anillo? -preguntó Jeanne.
Audric no se atrevió a contestar. Se estaba preguntando por el azar que había puesto el anillo en sus manos. Se preguntaba si de verdad había sido un azar.
– ¿Mencionó Yves adonde han llevado los esqueletos?
La anciana sacudió la cabeza.
– ¿Podrías preguntarle? Y, si es posible, pídele que haga una lista de todos los que estaban ayer allí, cuando abrieron la cueva.
– Se lo pediré. Estoy segura de que nos ayudará, si puede.
Baillard se deslizó el anillo en el pulgar.
– Transmite a Yves mi agradecimiento. Debe de haberle costado mucho coger esto. Ni siquiera imagina la importancia que puede tener a la postre su rapidez de reflejos -dijo sonriendo-. ¿Ha dicho qué otra cosa se ha descubierto junto a los cuerpos?
– Un puñal, una bolsa pequeña de piel sin nada dentro, una lámpara sobre…
– Vuèg? -exclamó con incredulidad-. ¿Vacía? ¡Imposible!
– El inspector Noubel, el oficial al mando, le insistió aparentemente a la mujer sobre ese punto. Yves dijo que ella no cedió. Dijo que no había tocado nada, excepto el anillo.
– ¿Y a tu nieto le pareció de fiar?
– No me lo dijo.
– Sí… Tiene que habérselo llevado otra persona -murmuró entre dientes, frunciendo el ceño en gesto reflexivo-. ¿Qué te ha dicho Yves de esa mujer?
– Muy poco. Es inglesa, tiene veintitantos años y no es arqueóloga, sino voluntaria. Estaba en Foix por invitación de una amiga, que era la segunda persona al frente de la excavación.
– ¿Te ha dicho su nombre?
– Taylor, creo que dijo. -Arrugó el entrecejo-. No, Taylor no. Quizá Tanner. Sí, eso es. Alice Tanner.
El tiempo pareció detenerse.
¿Será cierto? Su nombre despertaba ecos en el interior de su cabeza.
– Es vertat? -repitió en un suspiro.
¿Se habría llevado el libro? ¿Lo habría reconocido? No, no. Se contuvo. No tenía sentido. Si se había llevado el libro, ¿por qué no el anillo?
Baillard apoyó las manos planas sobre la mesa, para que le dejaran de temblar, y buscó con la mirada los ojos de Jeanne.
– ¿Crees que podrías preguntarle a Yves si tiene una dirección? Si sabe dónde encontrar a donaisela…
Se interrumpió, incapaz de continuar.
– Puedo preguntarle -respondió ella, y en seguida añadió-: ¿Te sientes bien, Audric?
– Cansado -replicó él, intentando sonreír-. Nada más.
– Esperaba verte algo más… alegre. Esto es, o al menos podría ser, la culminación de todos tus años de trabajo.
– Hay mucho que asimilar.
– Pareces más conmocionado que entusiasmado con la noticia.
Baillard imaginó el aspecto que debía de tener: los ojos demasiado brillantes, la cara demasiado pálida, las manos temblorosas.
– Estoy entusiasmado -dijo-. Y sobre todo agradecido a Yves, y a ti también, desde luego, pero… -Hizo una profunda inspiración-. ¿Crees que podrías llamar a Yves ahora? ¿Podría hablar yo con él directamente? ¿Tal vez quedar para vernos?
Jeanne se levantó de la mesa y fue hasta el vestíbulo, donde el teléfono estaba sobre una mesita, al pie de la escalera.
A través de la ventana, Baillard se puso a contemplar las laderas que subían hasta las murallas de la Cité. Una imagen de ella cantando, mientras trabajaba, se abrió paso en su mente, una visión de la luz que caía en franjas luminosas entre las ramas de los árboles, proyectando un difuminado resplandor sobre el agua. A su alrededor se desplegaban los sonidos y los olores de la primavera, sobre pequeñas notas de color dispersas en el sotobosque: azules, rosas y amarillos, la tierra generosa y profunda, el aroma embriagador de los arbustos de boj a ambos lados de la senda rocosa. La promesa del calor y de los días de verano que aún tenían que llegar.
Se sobresaltó cuando la voz de Jeanne lo hizo regresar de los suaves colores del pasado.