Cuando salió a la escalinata de la biblioteca, las campanas de Saint-Étienne estaban dando las siete. Había estado dentro más tiempo del que creía.
Ansiosa por ponerse en camino, volvió a toda prisa al lugar donde había aparcado el coche, al otro lado del río. Iba tan absorta en sus pensamientos que no reparó en el hombre de la cola, que la seguía por el puente manteniéndose a una distancia prudencial. Tampoco notó que sacaba un teléfono del bolsillo y hacía una llamada, mientras ella se incorporaba con su coche al lento río del tráfico.
LOS GUARDIANES
CAPÍTULO 26
Besièrs
Julhet 1209
Estaba anocheciendo cuando Alaïs llegó a la llanura de las afueras de la ciudad de Coursan. Había avanzado a buen ritmo, siguiendo la antigua vía romana a través del Minervois, en dirección a Capestang, a través de los cultivos de cáñamo y del mar esmeralda de los campos de cebada.
Cada día, desde su salida de Carcasona, Alaïs cabalgaba hasta que el sol se volvía demasiado despiadado. Entonces Tatou y ella buscaban refugio y descansaban, para luego seguir viajando hasta el crepúsculo, cuando el aire se poblaba de insectos picadores y de murciélagos, y reverberaban las voces de búhos y arrendajos.
La primera noche encontró alojamiento en la ciudad fortificada de Azille, en casa de amigos de Esclarmonda. A medida que avanzaba hacia el este, fue hallando menos gente en los campos y poblados, y la poca que había parecía suspicaz, con la desconfianza pintada en los ojos oscuros. Oyó rumores de atrocidades cometidas por bandas de militares franceses desgajados del grueso del ejército, o por forajidos, mercenarios o bandidos. Cada historia era más sangrienta y siniestra que la anterior.
Alaïs puso a Tatou al paso, sin decidirse entre continuar hasta Coursan o buscar refugio en las cercanías. Las nubes se deslizaban premurosas a través de un cielo cada vez más colérico y gris, pero el aire estaba inmóvil. A lo lejos se distinguía el ocasional retumbo de un trueno, gruñendo como un oso que despertara del sueño invernal. Alaïs no quería arriesgarse a que la tormenta la sorprendiera a la intemperie.
Tatou estaba nerviosa. Alaïs sentía los tendones del animal tensándose bajo la piel y, en dos ocasiones, la yegua se había sobresaltado por el brusco movimiento de alguna liebre o de un zorro entre los matorrales del borde del camino.
Un poco más adelante había un pequeño bosquecillo de robles y fresnos. No era lo bastante espeso como para ser la guarida estival de animales corpulentos, como jabalíes o linces; pero los árboles eran altos y frondosos, y las copas parecían densamente entretejidas, como dedos entrecruzados, y seguramente darían buen cobijo. La existencia misma de un sendero despejado, una sinuosa cinta de tierra desnuda abierta por infinidad de pasos, indicaba que aquel bosquecillo era un atajo muy frecuentado en el camino a la ciudad.
Alaïs sintió que Tatou se movía inquieta bajo su peso, cuando un rayo iluminó brevemente el cielo del anochecer. Eso la ayudó a decidirse. Esperaría hasta que pasara la tormenta.
Susurrando palabras de aliento, persuadió a la yegua para que se adentrara en el verde abrazo del bosque.
Hacía rato que los hombres habían perdido la pista de su presa. Sólo la amenaza de una tormenta impidió que se dieran la vuelta y regresaran al campamento.
Después de varias semanas cabalgando, su pálida tez francesa se había vuelto morena por el fiero sol meridional. Sus armaduras de viaje y las gonelas con el emblema de su señor yacían ocultas en la espesura. Pero todavía esperaban sacar algún provecho de su misión fallida.
Un ruido. El crujido de una rama seca, la marcha serena de un caballo embridado, el hierro de sus cascos chocando ocasionalmente con un guijarro.
Un hombre de dientes desiguales y ennegrecidos se adelantó, arrastrándose por el suelo, para ver mejor. A cierta distancia, pudo distinguir la figura de un pequeño alazán árabe que se acercaba por el bosque. Una sonrisa maliciosa se pintó en su cara. Quizá su incursión no iba a ser una pérdida de tiempo, después de todo. Las ropas del jinete eran sencillas y no valían mucho, pero por un caballo así había gente dispuesta a pagar mucho dinero.
Le arrojó un guijarro a su compañero, que yacía escondido del otro lado del sendero.
– Lève-toi! -dijo, sacudiendo la cabeza en dirección a Alaïs-. Regarde. Mira eso -murmuró-. Une femme. Et seule.
– ¿Seguro que está sola?
– No se oye a nadie más.
Los dos hombres cogieron los extremos de la cuerda tendida a través del sendero y oculta bajo las hojas, y esperaron a que la mujer llegara hasta donde ellos estaban.
El valor de Alaïs empezó a flaquear a medida que se adentraba por el bosque.
La capa más superficial del suelo estaba húmeda, pero la tierra de debajo seguía seca y dura. Las hojas a ambos lados del sendero crujían bajo los cascos de Tatou. Alaïs intentó concentrarse en el sonido familiar de los pájaros en las copas de los árboles, pero tenía erizado el vello de los brazos y la nuca. El silencio no era apacible, sino amenazador.
«No es más que tu imaginación.»
Tatou también lo sentía. De repente, algo se levantó del suelo, con el sonido de un arco disparando una flecha.
«¿Una becada? ¿Una serpiente?»
Tatou se encabritó, azotando salvajemente el aire con las patas delanteras y relinchando de terror. Alaïs no tuvo tiempo de reaccionar. La capucha le dejó la cara al descubierto y las riendas se le escaparon de las manos, mientras caía de espaldas a tierra. El dolor le estalló en el hombro cuando golpeó con fuerza el suelo, sintiendo que se le cortaba la respiración. Jadeando, rodó para apoyarse sobre un costado e intentó ponerse de pie. Tenía que tratar de sujetar a Tatou, antes de que la yegua huyera desbocada.
– Tatou, douçament -gritó, incorporándose con dificultad-. Tatou!
Alaïs avanzó con paso tambaleante y se paró en seco. Había un hombre delante de ella en el sendero, que le bloqueaba el paso y le sonreía a través de unos dientes ennegrecidos. En la mano tenía un cuchillo, con la hoja roma descolorida y marrón en la punta.
Notó un movimiento a su derecha. La mirada de Alaïs se desplazó rápidamente a un lado. Un segundo hombre, con el rostro desfigurado por una tortuosa cicatriz que le recorría desde el ojo izquierdo hasta la comisura de la boca, sujetaba las riendas de Tatou y blandía un palo.
– ¡No! -se oyó gritar a sí misma-. ¡Soltadla!
Pese al dolor que sentía en el hombro, su mano buscó la empuñadura de la espada. «Dales lo que quieren y tal vez no te hagan daño.» El primer hombre dio un paso hacia ella. Alaïs desenvainó el acero, describiendo un arco en el aire. Sin quitar la vista de la cara de su enemigo, rebuscó en la bolsa y arrojó un puñado de monedas en el sendero.
– Cogedlas. Es lo único de valor que tengo.
Tras contemplar las piezas de plata dispersas por el suelo, el hombre escupió desdeñosamente. Se secó la boca con el dorso de la mano y dio un paso más.
Alaïs levantó la espada.
– Te lo advierto. ¡No te acerques! -exclamó, trazando un ocho en el aire, para mantenerlo a distancia.
– Lie-la -ordenó el primer hombre al segundo. Átala.
Alaïs se quedó helada. Por un instante, sintió flaquear su coraje. No eran bandoleros, sino soldados franceses. Las historias que había oído durante el viaje le volvieron a la mente.