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Pero en seguida se repuso y volvió a blandir la espada.

– No os acerquéis más -gritó, con la voz ronca de terror-, u os mataré antes de que…

Alaïs se volvió y se lanzó sobre el segundo hombre, que se le había aproximado por detrás. Gritando, le hizo volar de la mano la vara que blandía contra ella. El hombre se sacó un puñal del cinturón y, rugiendo, se abalanzó a su vez sobre ella. Empuñando la espada con las dos manos, Alaïs descargó ahora el arma sobre la mano de él, arrojándosele encima como un oso sobre un cebo. La sangre manó a chorros del brazo.

Cuando levantaba los brazos para asestar un segundo golpe, estallaron en su cabeza un millar de estrellas, blancas y violáceas. Cayó tras dar un par de pasos tambaleantes, por la fuerza del golpe. El dolor le arrancó lágrimas de los ojos, mientras una mano la agarraba por el pelo y la obligaba a ponerse otra vez de pie. Sintió en la garganta la punta fría de un cuchillo.

– Putain -sibiló el hombre, cruzándole la cara con la mano ensangrentada-. Jette-la. Tírala.

Acorralada, Alaïs dejó caer la espada. El segundo hombre apartó el arma de un puntapié, antes de sacarse del cinturón una capucha de hilo basto y taparle con ella la cabeza. Alaïs se debatía para soltarse, pero el olor agrio de la tela polvorienta se le metió en la boca y la hizo toser.

Aun así, siguió debatiéndose, hasta que un puñetazo en el vientre la dejó tendida y doblada sobre sí misma en el sendero.

Cuando le retorcieron los brazos a la espalda y le ataron las muñecas, no le quedaron fuerzas para resistirse.

– Reste ici. Quédate aquí.

Se alejaron. Alaïs podía oírlos rebuscando en sus alforjas, levantando las solapas de cuero y tirando al suelo lo que encontraban. Hablaban, o quizá discutían. Le resultaba difícil distinguir la diferencia, en su áspera lengua.

«¿Por qué no me han matado?»

De pronto, la respuesta se abrió paso en su mente como un espectro al que nadie había invitado. «Antes quieren divertirse.»

Alaïs luchó desesperadamente por librarse de sus ataduras, aun sabiendo que aunque lograra soltarse las manos no llegaría muy lejos. La perseguirían y la alcanzarían. Ahora se estaban riendo. Bebían. No tenían prisa.

Lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Su cabeza volvió a caer, exhausta, sobre el duro suelo.

Al principio, no hubiese podido decir de dónde procedía el retumbo, pero en seguida se dio cuenta. Caballos. Era el ruido de unos cascos galopando por la llanura. Apoyó con más fuerza el oído en el suelo. Cinco, quizá seis caballos, se dirigían al bosque.

A lo lejos, atronaba la tormenta. También la borrasca se estaba acercando. Por fin había algo que podía hacer. Si conseguía alejarse lo suficiente, quizá tuviera una oportunidad.

Poco a poco, tan silenciosamente como pudo, empezó a apartarse del sendero, hasta que sintió las zarzas pinchándole las piernas. Tras conseguir con mucho esfuerzo ponerse de rodillas, levantó y bajó la cabeza hasta aflojarse la capucha. «¿Estarán mirando?»

Nadie gritó. Arqueando el cuello, se puso a sacudir la cabeza de un lado a otro, con suavidad primero y con más fuerza después, hasta que la tela se soltó y cayó. Alaïs inhaló ávidamente el aire un par de veces y después intentó orientarse.

Estaba justo fuera de la línea de visión de los franceses, pero si se daban la vuelta y advertían que ya no estaba, no les llevaría más de unos instantes encontrarla. Alaïs apoyó una vez más el oído contra el suelo. Los jinetes venían de Coursan. ¿Una partida de caza? ¿Exploradores?

Un trueno retumbó en el bosque espantando a los pájaros, que levantaron vuelo de los nidos más altos. Presas del pánico, batieron en el aire las alas, se alzaron y descendieron, antes de sumirse una vez más en el abrazo protector de los árboles. Tatou relinchó y piafó, inquieta.

Rezando para que la tormenta siguiera disimulando el ruido de los jinetes hasta que se hubieran acercado lo suficiente, Alaïs se arrastró hacia la espesura, reptando sobre piedras y ramitas.

– Ohé!

Su movimiento se congeló. La habían visto. Se tragó un grito, mientras los hombres acudían corriendo a donde ella estaba echada. El fragor de un trueno hizo que levantaran la vista, con el miedo pintado en las caras. «No están acostumbrados a la violencia de nuestras tormentas meridionales.» Incluso desde el suelo, podía oler su miedo. La piel de los hombres lo exudaba.

Aprovechando la vacilación de sus captores, Alaïs intentó algo más. Se puso de pie y echó a correr.

No fue lo bastante rápida. El de la cicatriz se lanzó sobre ella, le asestó un golpe en la sien y la derribó.

– Héréticque -le gritó mientras se le echaba encima con todo su peso, inmovilizándola contra el suelo. Alaïs intentó soltarse, pero el hombre era demasiado pesado y ella tenía la falda enredada en las espinas de los matorrales. Podía oler la sangre de la mano herida, mientras el hombre le aplastaba la cara contra las ramas y las hojas del suelo.

– Te advertí que te quedaras quieta, putain.

El hombre se desabrochó el cinturón y lo arrojó lejos de sí, jadeando. «Ojalá que no haya oído todavía a los jinetes.» Alaïs se sacudió para quitárselo de encima, pero pesaba demasiado. Dejó escapar un gruñido desde lo más profundo de su garganta, cualquier cosa con tal de disimular el ruido de los caballos que se acercaban.

El hombre volvió a golpearla y le partió el labio. Alaïs sintió el sabor de su propia sangre en la boca.

– Putain!

De pronto, se oyeron otras voces:

– Ara, ara! ¡Ahora, ahora!

Alaïs oyó la vibración de un arco y el vuelo de una flecha solitaria a través del aire, y después otra y otra más, a medida que una lluvia de proyectiles salía volando de entre las verdes sombras, resquebrajando la madera y la corteza allí donde caía.

– Enant! Ara, enant!

El francés se levantó de un salto, justo en el instante en que una flecha le alcanzaba el pecho con un golpe seco, haciéndolo girar como una peonza. Por un momento, pareció quedar suspendido en el aire, pero después empezó a balancearse con los ojos congelados, con la pétrea mirada de una estatua. Una sola gota de sangre apareció en la comisura de su boca y le rodó por la barbilla.

Se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas, como si estuviera rezando, y después, muy despacio, se desplomó hacia adelante, como un tronco talado en el bosque. Alaïs reaccionó a tiempo y, arrastrándose, se apartó justo cuando el cuerpo se estrellaba pesadamente contra el suelo.

– Anem! ¡Adelante!

Los jinetes fueron tras el otro francés. El hombre había corrido al bosque a buscar refugio, pero volaron más flechas. Una lo alcanzó en el hombro y lo hizo trastabillar. La siguiente le dio en el muslo. La tercera, en la base de la espalda, lo derribó. Su cuerpo cayó al suelo entre espasmos y después se quedó inmóvil.

La misma voz ordenó el fin del ataque.

– Arrestancatz! Dejad de disparar. -Finalmente, los cazadores abandonaron su escondite y se dejaron ver-. Dejad de disparar.

Alaïs se puso en pie. «¿Amigos u otros hombres, también de temer?» El jefe vestía una túnica de caza azul cobalto bajo la capa, y las dos prendas eran de buena calidad. Sus botas, su cinturón y su aljaba de cuero eran de piel pálida, confeccionados al estilo local, y las pesadas botas no estaban gastadas. Parecía un hombre de fortuna moderada, un hombre del sur.